Páginas
▼
lunes, 29 de noviembre de 2010
La ortografía se queda quieta
Para mucha gente ha debido ser un alivio la noticia de que la ortografía se queda quieta. Debo decir que la conferencia de prensa en la que se anunció aquí en Guadalajara ayer que no habría movimientos telúricos en lo más visible del idioma, las letras y los acentos, fue un modelo que hubieran firmado algunos de los grandes escenógrafos del humor contemporáneo, dicho sea todo esto con el debido respeto a los académicos de la lengua española de los 22 países que hablan este idioma. Se habían montado una enorme burbuja de discusiones sobre la eventualidad de que los académicos limaran la y griega y le quitaran a sólo, y no solamente, su acento. Las aguas empezaron a encresparse y se advirtieron movimientos de ciertos creadores académicos que se movieron en los sillones que tienen sus propias letras, y alguna voz especialmente apaciguadora debió decir que no estaba el horno para pan duro, así que se reunieron en Guadalajara, en el marco de la FIL, y le dejaron al académico mexicano José Moreno de Alba, que es un hombre que habla con una sintaxis superior, la tarea de decir que donde hubo algo no queda nada, que la be es la be lo diga Agamenón o su porquero. Fue espectacular, desde el punto de vista de la escenografía: nos citaron a la una y media de la tarde; un centenar largo de periodistas tomó con dificultad los asientos de una de las salas de la feria, y la concurrencia entonces vio un enorme presidium, constituido por los veintidós representantes de las veintidós academias que fijan el esplendor de la lengua. Moreno de Alba, un hombre reflexivo y encantador, leyó las actas que han firmado unánimemente; desde el principio de su lectura se podía suponer que la noticia era que no habría noticia, y así fue, pero él la dio como una noticia. Así dijo: Señores, "la be sigue siendo la be". Alguien del público exclamó: "Qué bien, qué sorpresa". El resto ya lo saben ustedes: los acentos, las novedades que habían salido (o que se habían filtrado) de las reuniones de San Millán de la Cogolla se quedan en lo que aparentemente fueron desde un principio: recomendaciones. Podemos seguir diciendo sólo como en sólo café, aunque debemos decir solo si el café es solo, y la y griega de nuestros amores seguirá con esas dos manos al cielo y llamándose, además, y griega, a no ser que donde ya se llama ye la gente la llame como siempre la llamó. Dijo Moreno de Alba que no hay coscorrones, ni los habrá, porque uno no siga las recomendaciones. Así que sólo, y griega, y todo lo que ustedes quieran decir, incluyendo be o be alta son tan legítimos como lo fueron desde que lo decimos así unos cuantos; y seguirá siendo legítimo que se diga de otra manera allí donde se dice de otra manera. Dijo el maestro Moreno de Alba que todo lo que tiene que ver con la lengua tiene su aspecto ambiguo, y que gracias a la ambigüedad hay poesía. Pues ayer a mi los académicos me parecieron entre poéticos y protagonistas de El gatopardo.
El español, una lengua en expansión
Estado Unidos desplazará a México en el número de hispanohablantes en 2050, según las proyecciones de los especialistas
GUADALAJARA, JALISCO (28/NOV/10).- “El enemigo del español no es el inglés, sino la pobreza”, expresó Antonio Muñoz Molina en su discurso inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española (2007). Ahora las cifras y las proyecciones comprueban que la lucha no era contra el inglés, ya que según estimaciones Estados Unidos será la nación con el mayor número de hispanohablantes en 2050, desplazando a México a la segunda posición, “que ha tenido toda la vida el privilegio de ser el país con más hispanohablantes del mundo”, señala el ganador del segundo Premio de Ensayo Isabel de Polanco, Humberto López Morales.
La pobreza y el anhelo del llamado sueño americano provocaron no sólo la migración sino también la expansión del idioma, como ocurrió con el encuentro de América con España hace más 500 años. Y a dos siglos de la Independencia de México, la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara realiza un homenaje al español con la presencia del invitado de honor: Castilla y León.
Nubia Macías, directora de la FIL, comenta que la intención de esta edición es “reivindicar nuestro idioma como esta gran lengua universal que Castilla y León nos trajo cuando se denominaba castellano, y con la separación de los pueblos iberoamericanos de España convertimos al castellano en este gran idioma, que es el español”.
Según el informe 2010 del Instituto Cervantes, más de 450 millones de personas en el mundo hablan español como lengua materna, adoptiva y extranjera, por lo que es el segundo idioma con el mayor número de hablantes nativos en el mundo, sólo por debajo del chino mandarín. En lo anterior también coincide López Morales, quien es el secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española, y precisa que esa posición se alcanzará en 2050, cuando la cifra supere 550 millones de hablantes.
Aunque el motivo de sorpresa para el ganador del Premio de Ensayo Isabel de Polanco es el desarrollo del español en Estados Unidos, donde 36 millones 305 mil personas tienen al castellano como primera lengua, según las estadísticas del Informe del Instituto Cervantes.
El secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, Gonzalo Celorio, señaló -en su visita a Guadalajara en octubre pasado- que los hablantes de español representan el nueve por ciento de la población mundial y la tendencia es el crecimiento de la cifra.
Celorio explicó que “hay una diferencia importante con el inglés, que lo habla muchísima gente, pero como lengua franca y como un método de comunicación internacional, no como lengua materna, como es el caso del castellano”.
Otra de las cifras destacadas en el informe del Instituto Cervantes es que el español es el segundo idioma de comunicación internacional en el mundo y el tercero más utilizado en internet, ahí en la web su crecimiento ha sido del 650 por ciento de 2000 a 2009.
El secretario de la Academia Mexicana de la Lengua expresa que “el español atraviesa 22 fronteras con casi una milagrosa unidad”, gracias al trabajo de las 22 academias de la Lengua Española, que sesionarán durante la FIL.
Las discusiones
Para celebrar el idioma también es necesario reflexionar sobre su futuro y así se hará en la reunión de las 22 academias de la Lengua Española, que presentarán las modificaciones a la ortografía de la llamada lengua de Cervantes.
De la presencia de las 22 academias, la directora de la FIL comenta que se realizó una invitación desde la feria, la Academia Mexicana de la Lengua y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Afirma que la reunión impulsará al español en el país que actualmente cuenta con el mayor número de hispanohablantes: México.
A la reunión de los académicos no vendrá el director de la Real Academia de la Lengua (RAE), Víctor García de la Concha, debido a un problema de salud. En su representación asistirá el vicedirector de la RAE, José Antonio Pascual, según dio a conocer el departamento de Comunicación de la institución española.
El ganador del Premio de Ensayo Isabel de Polanco considera que la labor de las 22 academias de la Lengua Española ha permitido que “el español sea una lengua unificada, con esto quiero decir que aproximadamente el 80 por ciento de nuestro vocabulario es totalmente compartido entre los que hablamos español”. En la ciudad también se llevará a cabo la ratificación de la nueva Ortografía de la lengua española, publicación coordinada por Salvador Gutiérrez. Las modificaciones comprendidas en el ejemplar han causado inconformidad en ciertos grupos, así la promesa del encuentro será la discusión de las reglas que los países hispanohablantes deberán seguir para proteger el idioma.
Datos del Instituto Cervantes
Compartir el español aumenta un 290 por ciento el comercio bilateral entre los países hispanohablantes
Más de 450 millones de personas son hablantes del español
Se estima que el 15% del Producto Interno Bruto (PIB) de un país está vinculado con su lengua
Los hispanos de Estados Unidos son el grupo inmigrante que más mantiene su lengua a través de las sucesivas generaciones y el que congrega más hablantes adoptivos
El 7.9 por ciento de los usuarios en internet se comunican a través del español
GUADALAJARA, JALISCO (28/NOV/10).- “El enemigo del español no es el inglés, sino la pobreza”, expresó Antonio Muñoz Molina en su discurso inaugural del IV Congreso Internacional de la Lengua Española (2007). Ahora las cifras y las proyecciones comprueban que la lucha no era contra el inglés, ya que según estimaciones Estados Unidos será la nación con el mayor número de hispanohablantes en 2050, desplazando a México a la segunda posición, “que ha tenido toda la vida el privilegio de ser el país con más hispanohablantes del mundo”, señala el ganador del segundo Premio de Ensayo Isabel de Polanco, Humberto López Morales.
La pobreza y el anhelo del llamado sueño americano provocaron no sólo la migración sino también la expansión del idioma, como ocurrió con el encuentro de América con España hace más 500 años. Y a dos siglos de la Independencia de México, la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara realiza un homenaje al español con la presencia del invitado de honor: Castilla y León.
Nubia Macías, directora de la FIL, comenta que la intención de esta edición es “reivindicar nuestro idioma como esta gran lengua universal que Castilla y León nos trajo cuando se denominaba castellano, y con la separación de los pueblos iberoamericanos de España convertimos al castellano en este gran idioma, que es el español”.
Según el informe 2010 del Instituto Cervantes, más de 450 millones de personas en el mundo hablan español como lengua materna, adoptiva y extranjera, por lo que es el segundo idioma con el mayor número de hablantes nativos en el mundo, sólo por debajo del chino mandarín. En lo anterior también coincide López Morales, quien es el secretario general de la Asociación de Academias de la Lengua Española, y precisa que esa posición se alcanzará en 2050, cuando la cifra supere 550 millones de hablantes.
Aunque el motivo de sorpresa para el ganador del Premio de Ensayo Isabel de Polanco es el desarrollo del español en Estados Unidos, donde 36 millones 305 mil personas tienen al castellano como primera lengua, según las estadísticas del Informe del Instituto Cervantes.
El secretario de la Academia Mexicana de la Lengua, Gonzalo Celorio, señaló -en su visita a Guadalajara en octubre pasado- que los hablantes de español representan el nueve por ciento de la población mundial y la tendencia es el crecimiento de la cifra.
Celorio explicó que “hay una diferencia importante con el inglés, que lo habla muchísima gente, pero como lengua franca y como un método de comunicación internacional, no como lengua materna, como es el caso del castellano”.
Otra de las cifras destacadas en el informe del Instituto Cervantes es que el español es el segundo idioma de comunicación internacional en el mundo y el tercero más utilizado en internet, ahí en la web su crecimiento ha sido del 650 por ciento de 2000 a 2009.
El secretario de la Academia Mexicana de la Lengua expresa que “el español atraviesa 22 fronteras con casi una milagrosa unidad”, gracias al trabajo de las 22 academias de la Lengua Española, que sesionarán durante la FIL.
Las discusiones
Para celebrar el idioma también es necesario reflexionar sobre su futuro y así se hará en la reunión de las 22 academias de la Lengua Española, que presentarán las modificaciones a la ortografía de la llamada lengua de Cervantes.
De la presencia de las 22 academias, la directora de la FIL comenta que se realizó una invitación desde la feria, la Academia Mexicana de la Lengua y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Afirma que la reunión impulsará al español en el país que actualmente cuenta con el mayor número de hispanohablantes: México.
A la reunión de los académicos no vendrá el director de la Real Academia de la Lengua (RAE), Víctor García de la Concha, debido a un problema de salud. En su representación asistirá el vicedirector de la RAE, José Antonio Pascual, según dio a conocer el departamento de Comunicación de la institución española.
El ganador del Premio de Ensayo Isabel de Polanco considera que la labor de las 22 academias de la Lengua Española ha permitido que “el español sea una lengua unificada, con esto quiero decir que aproximadamente el 80 por ciento de nuestro vocabulario es totalmente compartido entre los que hablamos español”. En la ciudad también se llevará a cabo la ratificación de la nueva Ortografía de la lengua española, publicación coordinada por Salvador Gutiérrez. Las modificaciones comprendidas en el ejemplar han causado inconformidad en ciertos grupos, así la promesa del encuentro será la discusión de las reglas que los países hispanohablantes deberán seguir para proteger el idioma.
Datos del Instituto Cervantes
Compartir el español aumenta un 290 por ciento el comercio bilateral entre los países hispanohablantes
Más de 450 millones de personas son hablantes del español
Se estima que el 15% del Producto Interno Bruto (PIB) de un país está vinculado con su lengua
Los hispanos de Estados Unidos son el grupo inmigrante que más mantiene su lengua a través de las sucesivas generaciones y el que congrega más hablantes adoptivos
El 7.9 por ciento de los usuarios en internet se comunican a través del español
La Regenta - Texto 5
Quien más gozaba con aquella propaganda de infamia, después de Glocester que la creía obra suya exclusivamente, era don Álvaro Mesía. Ya aborrecía de muerte al Magistral. «Era el primer hombre ¡y con faldas! que le ponía el pie delante: ¡el primer rival que le disputaba una presa, y con trazas de llevársela!». «Tal vez se la había llevado ya. Tal vez la fina y corrosiva labor del confesonario había podido más que su sistema prudente, que aquel sitio de meses y meses, al fin del cual el arte decía que estaba la rendición de la más robusta fortaleza. Yo pongo el cerco, pero ¿quién sabe si él ha entrado por la mina?». El dandy vetustense sudaba de congoja recordando lo mucho que había padecido bajo el poder de don Víctor Quintanar, que según su cuenta, en pocos meses de íntima amistad le había declamado todo el teatro de Calderón, Lope, Tirso, Rojas, Moreto y Alarcón. Y todo, ¿para qué? «Para que el diablo haga a esa señora caer en cama, tomarle miedo a la muerte, y de amable, sensible y condescendiente (que era el primer paso), convertirse en arisca, timorata, mística... pero mística de verdad. ¿Y quién se la había puesto así? El Magistral, ¿qué duda cabía? Cuando él comenzaba a preparar la escena de la declaración, a la que había de seguir de cerca la del ataque personal, cuando la próxima primavera prometía eficaz ayuda... se encuentra con que la señora tiene fiebre». «La señora no recibe», y estuvo sin verla quince días. Se le permitía llegar al gabinete, preguntarle cómo estaba... pero no entrar en la alcoba. Él había ido a visitarla todos los días, pero como si no, no le dejaban verla. Y ¡oh rabia! el Magistral, él lo había visto, pasaba sin obstáculo, y estaba solo con ella. «La lucha era desigual». Durante la primera convalecencia, que duró pocos días, se le permitió a él también entrar en la alcoba dos o tres veces, pero nunca pudo hablar a solas con Ana. Y lo más triste había sido después; cuando la segunda arremetida del mal, que fue tan peligrosa, cedió el paso poco a poco a la salud. Ana le recibió en su gabinete. ¡Pero cómo! Por de pronto estaba bastante delgada, y pálida como una muerta. «Hermosísima, eso sí, hermosísima... pero a lo romántico. Con mujeres de aquellas carnes y de aquella sangre no luchaba él. Estaba entregada a Dios. ¡Claro! ¡Apenas comía! No podía levantar un brazo sin cansarse». Don Álvaro calculaba, furioso de impaciencia, cuánto tiempo tardaría aquella naturaleza en adquirir la fuerza necesaria para volver a sentir los impulsos sensuales, que eran la fe viva del señor Mesía y su esperanza. Tardaría mucho. Mientras tanto él no podría emprender nada de provecho. «Y el Magistral estaba haciendo allí su agosto; embutiendo aquel cerebro débil de visiones celestes... Ana era otra para él. No le miraba jamás, y las pocas palabras con que contestaba a las preguntas de cariñoso interés, eran corteses, afables, pero frías, como cortadas por patrón. A veces se le ocurría a él si se las dictaría el Magistral». Una tarde comía la Regenta en presencia de su esposo, don Álvaro y De Pas. Le costaba lágrimas cada bocado. El Magistral opinaba que a la fuerza no debía comer. Entonces Mesía tomó con mucho calor la defensa del alimento obligatorio.
-Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo...
-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad- la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento... Además, comer no es lo mismo que alimentarse...
-Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa...
(… )
Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la atención sintió un miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el de aquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que le ataba como con cadenas de hierro a lo que ella ya estaba juzgando crimen, caída, perdición.
Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.
-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.
Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media...
Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.
Don Víctor gritó:
-Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...
No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...
El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
(… )
Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad con don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería... Le debía eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como un sueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido... con champaña... Pero ahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!».
No
(… )
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
-Está usted desmejorado -le decía Somoza.
-Cuidado -repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe Quevedo en el Gran Tacaño. Él también había sido más de una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor... Pero las trazas antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas... «No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante inquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le parecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había esperado siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido un tiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!
Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tan atrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar, al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana la imaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a la repugnancia del adulterio... No había más remedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del orden puramente moral, los escrúpulos místicos, como se decía Álvaro con frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a fuerza de pasión, los inconvenientes materiales, las precauciones del miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le ocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era todo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal oculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su marido.
-Yo creo, con permiso de este señor canónigo, que lo principal aquí es sentirse bien; y pronto, para que no se apodere la anemia de ese organismo...
-Oh, amigo mío -replicó el Magistral, sonriendo con mucha amabilidad- la anemia, usted sabe mejor que yo que puede venir a pesar del alimento... Además, comer no es lo mismo que alimentarse...
-Pues, con permiso del señor canónigo, yo aconsejaría carne cruda, mucha carne a la inglesa...
(… )
Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces lo apretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquel contacto; mas cuando puso en él la atención sintió un miedo parecido al del ataque nervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso, que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el de aquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca, junto a la verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absoluto y tan fuerte, que le ataba como con cadenas de hierro a lo que ella ya estaba juzgando crimen, caída, perdición.
Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona, familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante... Recordó mil incidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella no hablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poético sin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de la sensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer del roce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida: se oía a lo lejos la música del salón.
-¡A bailar, a bailar! -gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.
Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí, entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media...
Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesa hacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin poder moverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.
Don Víctor gritó:
-Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted...
No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció el brazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, como en un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces, temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer que parecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaba llevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba que dentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza; estaba perdida, pensaba vagamente...
El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesoro de belleza material que tenía en los brazos, pensaba... «¡Es mía! ¡ese Magistral debe de ser un cobarde! Es mía... Este es el primer abrazo de que ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado, hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
(… )
Oh, Mesía era más noble, luchaba sin visera, mostrando el pecho, anunciando el golpe... No había abusado de su amistad con don Víctor, no había insistido. ¡Pero los dos la amaban!». La tristeza de Ana encontraba en este pensamiento un consuelo dulce sino intenso. «Ella no podría ser de ninguno; del Magistral no podía ni quería... Le debía eterna gratitud... pero otra cosa... sería un absurdo repugnante. Daba asco. Bueno estaría empezar a querer en el mundo cerca de los treinta años... ¡y a un clérigo!... La vergüenza y algo de cólera encendían el rostro de Ana. ¡Pero ese hombre esperaría que yo... en mi vida!...».
Como aquella tarde pasó muchos días la Regenta. Las mismas ideas cruzaban, combinadas de mil maneras, por su cerebro excitado.
Cuando sentía la presencia de Mesía en el deseo, huía de ella avergonzada, avergonzada también de que no fuera un remordimiento punzante el recuerdo del baile, sobre todo el del contacto de don Álvaro. «Pero no lo era, no. Veíalo como un sueño; no se creía responsable, claramente responsable de lo que había sucedido aquella noche. La habían emborrachado con palabras, con luz, con vanidad, con ruido... con champaña... Pero ahora sería una miserable si consentía a don Álvaro insistir en sus provocaciones. No quería venderse al sofisma de la tentación que le gritaba en los oídos: al fin don Álvaro no es canónigo; si huyes de él te expones a caer en brazos del otro. Mentira, gritaba la honradez. Ni del uno ni del otro seré. A don Fermín le quiero con el alma, a pesar de su amor, que acaso él no puede vencer como yo no puedo vencer la influencia de Mesía sobre mis sentidos; pero de no amar al Magistral de modo culpable estoy bien segura. Sí, bien segura. Debo huir del Magistral, sí, pero más de don Álvaro. Su pasión es ilegítima también, aunque no repugnante y sacrílega como la del otro... ¡Huiré de los dos!».
No
(… )
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurar con voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de la rendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de la constancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre, esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad de amores.
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta más horrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que en el amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ella a veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaran en un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna, vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasión absorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida, sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a mi cerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no pienso más que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía, sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía, pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana se entregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento, y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí, hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba del miedo, de la ignorancia y de los escrúpulos (absurdos en una mujer casada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino), pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle «otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Quería satisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunos disgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y le adoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico. Muchas veces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba la boca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía no echaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar, dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carne ahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la misma ignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de su vida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosura facilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, pero capaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesía estaba intranquilo.
-Está usted desmejorado -le decía Somoza.
-Cuidado -repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que había recobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinencia que él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo a la fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe Quevedo en el Gran Tacaño. Él también había sido más de una vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor... Pero las trazas antiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas... «No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho a una juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensiones de la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejante inquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amores que reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesaba todo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don Álvaro Mesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra le parecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética de amor, como él había esperado siempre aun en los días de mayor apartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido un tiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La tenía ahora tan vencida!
Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla para trasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana se opuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, eso nunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejaba de lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siempre se veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos, precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosa intimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menos expuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba a acudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaro confesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tan atrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar, al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana la imaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a la repugnancia del adulterio... No había más remedio que tomar por asilo el caserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo más cómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propuso vencerlos y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del orden puramente moral, los escrúpulos místicos, como se decía Álvaro con frase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, a fuerza de pasión, los inconvenientes materiales, las precauciones del miedo opusieron dificultades de más importancia. A don Álvaro se le ocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, era todo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponer a Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía mal oculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta en esta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse de domésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por su marido.
La Regenta - Texto 4
Su marido era botánico, ornitólogo, floricultor, arboricultor, cazador, crítico de comedias, cómico, jurisconsulto; todo menos un marido. Quería más a Frígilis que a su mujer. ¿Y quién era Frígilis? Un loco; simpático años atrás, pero ahora completamente ido, intratable; un hombre que tenía la manía de la aclimatación, que todo lo quería armonizar, mezclar y confundir; que injertaba perales en manzanos y creía que todo era uno y lo mismo, y pretendía que el caso era «adaptarse al medio». Un hombre que había llegado en su orgía de disparates a injertar gallos ingleses en gallos españoles: ¡Lo había visto ella! Unos pobrecitos animales con la cresta despedazada, y encima, sujeto con trapos un muñón de carne cruda, sanguinolenta ¡qué asco! Aquel Herodes era el Pílades de su marido. Y hacía tres años que ella vivía entre aquel par de sonámbulos, sin más relaciones íntimas. Bastaba, bastaba, no podía más; aquello era la gota de agua que hace desbordar... ¡caer en una trampa que un marido coloca en su despacho como si fuera el monte! ¡no era esto el colmo de lo ridículo!».
Don Víctor de Quintanar , muerto tras el duelo con Álvaro Mesía |
La exageración de aquel sentimiento de cólera injustísima, pueril, la hizo notar su error. «¡Ella sí que era ridícula! ¡Irritarse de aquel modo por un incidente vulgar, insignificante!». Y volvió contra sí todo el desprecio. «¿Qué culpa tiene él de que yo entre a deshora, sin luz en su despacho? ¿Qué motivo racional de queja tenía ella? Ninguno. ¡Oh! no había pretexto, no había pretexto para la ingratitud...».
«Pero no importaba; ella se moría de hastío. Tenía veintisiete años, la juventud huía; veintisiete años de mujer eran la puerta de la vejez a que ya estaba llamando... y no había gozado una sola vez esas delicias del amor de que hablan todos, que son el asunto de comedias, novelas y hasta de la historia. El amor es lo único que vale la pena de vivir, había ella oído y leído muchas veces. Pero ¿qué amor? ¿Dónde estaba ese amor? Ella no lo conocía. Y recordaba entre avergonzada y furiosa que su luna de miel había sido una excitación inútil, una alarma de los sentidos, un sarcasmo en el fondo; sí, sí, ¿para qué ocultárselo a sí misma si a voces se lo estaba diciendo el recuerdo?: la primer noche, al despertar en su lecho de esposa, sintió junto a sí la respiración de un magistrado; le pareció un despropósito y una desfachatez que ya que estaba allí dentro el señor Quintanar, no estuviera con su levita larga de tricot y su pantalón negro de castor; recordaba que las delicias materiales, irremediables, la avergonzaban, y se reían de ella al mismo tiempo que la aturdían: el gozar sin querer junto a aquel hombre le sonaba como la frase del miércoles de ceniza, ¡quia pulvis es! eres polvo, eres materia... pero al mismo tiempo se aclaraba el sentido de todo aquello que había leído en sus mitologías, de lo que había oído a criados y pastores murmurar con malicia... ¡Lo que aquello era y lo que podía haber sido!... Y en aquel presidio de castidad no le quedaba ni el consuelo de ser tenida por mártir y heroína... Recordaba también las palabras de envidia, las miradas de curiosidad de doña Águeda (q. e. p. d.) en los primeros días del matrimonio; recordaba que ella, que jamás decía palabras irrespetuosas a sus tías, había tenido que esforzarse para no gritar: «¡Idiota!» al ver a su tía mirarla así. Y aquello continuaba, aquello se había sufrido en Granada, en Zaragoza, en Granada otra vez y luego en Valladolid. Y ni siquiera la compadecían. Nada de hijos. Don Víctor no era pesado, eso es verdad. Se había cansado pronto de hacer el galán y paulatinamente había pasado al papel de barba que le sentaba mejor. ¡Oh, y lo que es como un padre se había hecho querer, eso sí!; no podía ella acostarse sin un beso de su marido en la frente. Pero llegaba la primavera y ella misma, ella le buscaba los besos en la boca; le remordía la conciencia de no quererle como marido, de no desear sus caricias; y además tenía miedo a los sentidos excitados en vano. De todo aquello resultaba una gran injusticia no sabía de quién, un dolor irremediable que ni siquiera tenía el atractivo de los dolores poéticos; era un dolor vergonzoso, como las enfermedades que ella había visto en Madrid anunciadas en faroles verdes y encarnados. ¿Cómo había de confesar aquello, sobre todo así, como lo pensaba? y otra cosa no era confesarlo».
«Y la juventud huía, como aquellas nubecillas de plata rizada que pasaban con alas rápidas delante de la luna... ahora estaban plateadas, pero corrían, volaban, se alejaban de aquel baño de luz argentina y caían en las tinieblas que eran la vejez, la vejez triste, sin esperanzas de amor. Detrás de los vellones de plata que, como bandadas de aves cruzaban el cielo, venía una gran nube negra que llegaba hasta el horizonte. Las imágenes entonces se invirtieron; Ana vio que la luna era la que corría a caer en aquella sima de obscuridad, a extinguir su luz en aquel mar de tinieblas».
«Lo mismo era ella; como la luna, corría solitaria por el mundo a abismarse en la vejez, en la obscuridad del alma, sin amor, sin esperanza de él... ¡oh, no, no, eso no!».
La Regenta - Texto 3
Ana corrió con mucho cuidado las colgaduras granate, como si alguien pudiera verla desde el tocador. Dejó caer con negligencia su bata azul con encajes crema, y apareció blanca toda, como se la figuraba don Saturno poco antes de dormirse, pero mucho más hermosa que Bermúdez podía representársela. Después de abandonar todas las prendas que no habían de acompañarla en el lecho, quedó sobre la piel de tigre, hundiendo los pies desnudos, pequeños y rollizos en la espesura de las manchas pardas. Un brazo desnudo se apoyaba en la cabeza algo inclinada, y el otro pendía a lo largo del cuerpo, siguiendo la curva graciosa de la robusta cadera. Parecía una impúdica modelo olvidada de sí misma en una postura académica impuesta por el artista. Jamás el Arcipreste, ni confesor alguno había prohibido a la Regenta esta voluptuosidad de distender a sus solas los entumecidos miembros y sentir el contacto del aire fresco por todo el cuerpo a la hora de acostarse. Nunca había creído ella que tal abandono fuese materia de confesión.
Abrió el lecho. Sin mover los pies, dejose caer de bruces sobre aquella blandura suave con los brazos tendidos. Apoyaba la mejilla en la sábana y tenía los ojos muy abiertos. La deleitaba aquel placer del tacto que corría desde la cintura a las sienes.
-«¡Confesión general!» -estaba pensando-. Eso es la historia de toda la vida. Una lágrima asomó a sus ojos, que eran garzos, y corrió hasta mojar la sábana.
Se acordó de que no había conocido a su madre. Tal vez de esta desgracia nacían sus mayores pecados.
Esta costumbre de acariciar la sábana con la mejilla la había conservado desde la niñez. -Una mujer seca, delgada, fría, ceremoniosa, la obligaba a acostarse todas las noches antes de tener sueño. Apagaba la luz y se iba. Anita lloraba sobre la almohada, después saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova. -¿Qué habría sido de él?-. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias.
(… )
Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la admiraba y le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior pasmosa para resistir sin humillarse las exigencias y las injusticias de las personas frías, secas y caprichosas que la criaban.
La Regenta - Texto 2
Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
La Regenta - Texto 1
La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un escaparate, agarrada a un plomo.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
La be sigue siendo be
El director de la Academia Mexicana de la Lengua, José Guadalupe Moreno de Alba, habla durante la reunión de las 22 Academias de la Lengua Española en Guadalajara.- EFE |
La be sigue siendo be. Y la y griega no tiene por qué ser obligatoriamente ye. La uve puede conservar esa denominación, uve. Y sí y sólo pueden seguir acentuándose, si lo exigen el significado o la fonética. En definitiva, todo sigue igual con respecto a la ortografía del español, y esto lo han acordado por unanimidad las 22 academias del español reunidas en la FIL de Guadalajara. Los académicos han llegado a la conclusión de que no quieren imponer nada, ninguna novedad en la nueva ortografía razonada del español. Lo que quieren es hacer propuestas. En muchos sitios la be se llama grande o alta, la uve se llama be chica, en algunos contextos la y griega se llama ye, y la gente puede optar entre escribir solo con o sin acento.
El acuerdo se tomó por unanimidad. Lo explicó a la prensa, rodeado de todos los representantes de las academias, el director de la mexicana, José Moreno de Alba. Expuso que las novedades polémicas solo estuvieron en borradores de trabajo, y nunca fueron fijadas. Ahora se convierten en propuestas que se recogerán en la Ortografía Razonada acordada en Guadalajara y que publicará la editorial Espasa Calpe. Para explicar las controversias, el académico mexicano dijo que la lengua tiene muchas ambigüedades; "gracias a las ambigüedades hay poesía". Todo sigue igual, sólo (con acento) hay recomendaciones, "no coscorrones", en la expresión de Moreno de Alba.
Se han juntado en Guadalajara la cuna del español y las academias que lo fijan. El español nació, según una historia que parece una leyenda, en Castilla y León, y esta región es aquí la invitada de honor de este año, el 24º de la FIL de Guadalajara. Han venido las 22 academias. Antes de la reunión en la que los académicos anunciaron su acuerdo para que todo siga igual (con recomendaciones), en los pasillos de la feria se escuchaban soliloquios o controversias entre académicos y creadores: "¿Cómo van a quitarme a mí unos especialistas en gramática la posibilidad de poner acentos o lo que me dé la gana?", se oye a un escritor en un desayuno. Y, desde el otro lado, se dice: "Todavía estamos discutiendo".
La discusión sucede aquí, de modo que la cuna del español se ha trasladado a Guadalajara, donde ahora se mece esa cuna. Han venido 119 escritores castellanoleoneses, pero hay muchos más, de todas partes, desde el mexicano Élmer Mendoza a la colombiana Laura Restrepo, desde el español Juan José Millás al mexicano Jorge Volpi... Aquí está también Arturo Pérez-Reverte, que el sábado firmó libros durante dos horas sin sentarse en ningún momento, y Elvira Lindo, y Julia Navarro, y el colombiano Fernando Vallejo... El jefe de filas de los leoneses y castellanos es Antonio Gamoneda, el premio Cervantes, y con él están José María Merino, Antonio Colinas, Juan Pedro Aparicio... Pero el líder espiritual de la expedición es el inolvidable Miguel Delibes, cuya sombra, agrandada por su muerte reciente, cubre la evocación principal de la región que protagoniza la feria.
Pero hay mucho más. Se rinde tributo a José Saramago, y a su editora, Isabel de Polanco; el premio que lleva el nombre de la que fuera consejera delegada de Santillana se entrega aquí a Humberto López Morales, académico también y seguidor de la andadura del español por todo el mundo. Y no pasa inadvertido el centenario de José Lezama Lima, ni los 20 años de la concesión del Nobel a Octavio Paz. Y se reconoce también el mérito editorial de Jaume Vallcorba. Tomás Eloy Martínez, el periodista y narrador argentino, está en el cuadro de honor de los homenajes, pocos meses antes de que se cumpla el primer aniversario de su fallecimiento. Y se recordará con emoción a Carlos Monsiváis...
Guadalajara es una combinación de pasado y futuro, dijo en la inauguración Raúl Padilla, su presidente. Así, los editores se preparan, sotto voce todavía, para una revolución pendiente: la explosión del libro digital.
Acerca del verbo ‘escribir’
El verbo escribir procede del latín scribere y lleva dentro una parte de la historia de nuestra escritura. Y digo de la nuestra porque la técnica de fijar el habla en un soporte físico se descubrió de manera independiente en diversos lugares a lo largo de la historia de la humanidad y se utilizaron para ello diferentes medios. Lo que se contará a continuación se refiere, por tanto, a la tradición de la que somos herederos quienes hoy escribimos en español y en otras lenguas occidentales.
El verbo latino scribere procede de una antigua raíz indoeuropea que significaba ‘arañar, raspar, hacer incisiones’. Este verbo se especializó para designar la acción de grabar con punzón. Esto es así porque nuestros antepasados fueron dejando sus primeros caracteres en trozos de madera, huesos, piedras, tablillas de barro o tablillas enceradas. Los signos se grababan haciendo incisiones con un objeto punzante. Es decir, lo que se hacía era arrancar trozos del soporte de escritura para dejar sobre él una marca indeleble, en lugar de pintar las letras depositando un pigmento como hacemos hoy.
El verbo escribir cuenta con hermanos en todas las lenguas románicas, que lo han heredado directamente del latín. Así, yendo de Occidente hacia Levante, en portugués tenemos escrever; en gallego, escribir; en catalán, escriure; en francés, écrire; en italiano, scrivere; y en rumano, scrie.
Pero no acaba ahí el recorrido de este verbo. Todos los pueblos de Europa Occidental aprendieron de Roma a preservar sus palabras poniéndolas por escrito, igual que los romanos habían aprendido antes a hacerlo gracias a los etruscos, quienes, a su vez, habían adquirido este conocimiento de los griegos. Del papel de Roma como difusora da testimonio el vocabulario de germanos y celtas, que en su mayoría tomaron prestada del latín la palabra para referirse a esta actividad. Si nos fijamos en las lenguas germánicas, encontraremos schreiben en alemán; y schrijven, en neerlandés. La excepción es aquí el inglés, que utiliza un término de origen germánico, write, pero que tiene el mismo significado etimológico. Entre las lenguas célticas podemos citar el gaélico irlandés con scríobh.
Covarrubias nos resume en su Tesoro la historia de la escritura y, aun mezclando mito con historia, nos demuestra que era bastante lo que se sabía sobre el tema ya en el siglo XVII:
ESCRIVIR: antiquissima invencion deviô ser la de las letras, y no ay duda sino que nuestro primer padre las enseñaría a sus hijos, sin embargo de que se atribuyan a los de Phenicia, y a otros. Escrivir, es formar las letras en alguna materia, y con diferentes instrumentos. Escrivese en las piedras con el cincel, ô otro estilo de hierro, y en los metales [...] Escriviase en los ladrillos, ô tierra cozida, como se cuenta de las dos colunas que dexaron los hijos de Noe escritas, una de metal, y otra de tierra cozida. Escriviase en las cortezas de los arboles, en las hojas de las palmas, en la tela del arbol dicho Papiro, de donde se comutô al que agora usamos, escribiase en lienço bruñido, en pieles de animales, que llamamos pergaminos, y en otras materias diferentes, que seria impertinencia el detenernos a referirlas.
Efectivamente, todos los materiales que menciona Covarrubias y algunos más se han utilizado para trazar letras sobre ellos. Y la sabiduría del genial lexicógrafo castellano no solo abarca las cosas del pasado. También da muestras de su clarividencia cuando, unas líneas más abajo, nos presenta el programa de lo que será en siglos venideros la enseñanza pública:
El escribir se devia enseñar juntamente con el leer a todos los muchachos, y forçar a los padres a que embiassen a sus hijos al escuela; de los quatro hasta los siete años, aunque despues huviessen de deprender oficios mecanicos, pues en la niñez no son de ningun servicio, antes dan pesadumbre en sus casas, y en las agenas, y en las calles, y en lugares publicos, y se hazen holgaçanes, y toman malos siniestros, para este fin havian de sustentar los maestros del publico, y consignarles tantos barrios, para que no se passasen de un maestro a otro [...] y lo mismo devrian hazer en las aldeas, a donde tienen mas cuydado de criar los puercos que los hijos [...]
Covarrubias ya entendía la importancia de escolarizar a los niños y de extender a todos, sin excepción, el conocimiento de la lectura y la escritura. Si le hubieran hecho caso en su día, hoy el mundo sería otro.
El verbo latino scribere procede de una antigua raíz indoeuropea que significaba ‘arañar, raspar, hacer incisiones’. Este verbo se especializó para designar la acción de grabar con punzón. Esto es así porque nuestros antepasados fueron dejando sus primeros caracteres en trozos de madera, huesos, piedras, tablillas de barro o tablillas enceradas. Los signos se grababan haciendo incisiones con un objeto punzante. Es decir, lo que se hacía era arrancar trozos del soporte de escritura para dejar sobre él una marca indeleble, en lugar de pintar las letras depositando un pigmento como hacemos hoy.
El verbo escribir cuenta con hermanos en todas las lenguas románicas, que lo han heredado directamente del latín. Así, yendo de Occidente hacia Levante, en portugués tenemos escrever; en gallego, escribir; en catalán, escriure; en francés, écrire; en italiano, scrivere; y en rumano, scrie.
Pero no acaba ahí el recorrido de este verbo. Todos los pueblos de Europa Occidental aprendieron de Roma a preservar sus palabras poniéndolas por escrito, igual que los romanos habían aprendido antes a hacerlo gracias a los etruscos, quienes, a su vez, habían adquirido este conocimiento de los griegos. Del papel de Roma como difusora da testimonio el vocabulario de germanos y celtas, que en su mayoría tomaron prestada del latín la palabra para referirse a esta actividad. Si nos fijamos en las lenguas germánicas, encontraremos schreiben en alemán; y schrijven, en neerlandés. La excepción es aquí el inglés, que utiliza un término de origen germánico, write, pero que tiene el mismo significado etimológico. Entre las lenguas célticas podemos citar el gaélico irlandés con scríobh.
Covarrubias nos resume en su Tesoro la historia de la escritura y, aun mezclando mito con historia, nos demuestra que era bastante lo que se sabía sobre el tema ya en el siglo XVII:
ESCRIVIR: antiquissima invencion deviô ser la de las letras, y no ay duda sino que nuestro primer padre las enseñaría a sus hijos, sin embargo de que se atribuyan a los de Phenicia, y a otros. Escrivir, es formar las letras en alguna materia, y con diferentes instrumentos. Escrivese en las piedras con el cincel, ô otro estilo de hierro, y en los metales [...] Escriviase en los ladrillos, ô tierra cozida, como se cuenta de las dos colunas que dexaron los hijos de Noe escritas, una de metal, y otra de tierra cozida. Escriviase en las cortezas de los arboles, en las hojas de las palmas, en la tela del arbol dicho Papiro, de donde se comutô al que agora usamos, escribiase en lienço bruñido, en pieles de animales, que llamamos pergaminos, y en otras materias diferentes, que seria impertinencia el detenernos a referirlas.
Efectivamente, todos los materiales que menciona Covarrubias y algunos más se han utilizado para trazar letras sobre ellos. Y la sabiduría del genial lexicógrafo castellano no solo abarca las cosas del pasado. También da muestras de su clarividencia cuando, unas líneas más abajo, nos presenta el programa de lo que será en siglos venideros la enseñanza pública:
El escribir se devia enseñar juntamente con el leer a todos los muchachos, y forçar a los padres a que embiassen a sus hijos al escuela; de los quatro hasta los siete años, aunque despues huviessen de deprender oficios mecanicos, pues en la niñez no son de ningun servicio, antes dan pesadumbre en sus casas, y en las agenas, y en las calles, y en lugares publicos, y se hazen holgaçanes, y toman malos siniestros, para este fin havian de sustentar los maestros del publico, y consignarles tantos barrios, para que no se passasen de un maestro a otro [...] y lo mismo devrian hazer en las aldeas, a donde tienen mas cuydado de criar los puercos que los hijos [...]
Covarrubias ya entendía la importancia de escolarizar a los niños y de extender a todos, sin excepción, el conocimiento de la lectura y la escritura. Si le hubieran hecho caso en su día, hoy el mundo sería otro.
domingo, 28 de noviembre de 2010
La lengua de las mariposas
La lengua de las mariposas es una película española dirigida por José Luis Cuerda,basada, en tres relatos del escritor gallego Manuel Rivas; uno de ellos lleva el título de la película y su versión íntegra es esta.
Enlaces de interés
Uxía Blanco (Rosa)
Gonzalo Martín Uriarte (Ramón)
Alexis de los Santos (Andrés)
Argumento
Narra la vida escolar en la Galicia de 1936. Moncho empieza la escuela, pero tiene miedo: Ha oído decir que los profesores maltratan y pegan. Pero se encuentra con un maestro simpatizante de ideas anarquista y republicanas que va a ser víctima de los terribles acontecimientos de la época, en concreto del triunfo de la sublevación fascista en ese pequeño pueblo gallego. La vida en el pueblo transcurre en una época marcada por el inicio de la Guerra Civil Española.
Comentarios
La película se basa en tres relatos del libro ¿Qué me quieres, amor? (1996) de Manuel Rivas. Los tres relatos son: La lengua de las mariposas, Un saxo en la niebla y Carmiña.
El que sirve como base de toda la película es La lengua de las mariposas dentro del cual se insertan los otros tres relatos, cuyo nexo de unión será Moncho, protagonista de La lengua de las mariposas.
cartel de la película |
portada de audio libro |
Actores principales:
Fernando Fernán Gómez (Don Gregorio - profesor)
Manuel Lozano (Moncho)
Alexis de los Santos (Andrés)
Miguel Gallego Otero (Roque)
Narra la vida escolar en la Galicia de 1936. Moncho empieza la escuela, pero tiene miedo: Ha oído decir que los profesores maltratan y pegan. Pero se encuentra con un maestro simpatizante de ideas anarquista y republicanas que va a ser víctima de los terribles acontecimientos de la época, en concreto del triunfo de la sublevación fascista en ese pequeño pueblo gallego. La vida en el pueblo transcurre en una época marcada por el inicio de la Guerra Civil Española.
Comentarios
La película se basa en tres relatos del libro ¿Qué me quieres, amor? (1996) de Manuel Rivas. Los tres relatos son: La lengua de las mariposas, Un saxo en la niebla y Carmiña.
El que sirve como base de toda la película es La lengua de las mariposas dentro del cual se insertan los otros tres relatos, cuyo nexo de unión será Moncho, protagonista de La lengua de las mariposas.
Está dirigida por José Luis Cuerda, director de Amanece, que no es poco o El bosque animado y productor de las dos primeras películas de Alejandro Amenábar.
El papel de la madre iba a haber sido interpretado por Carmen Maura, pero finalmente no se alcanzó un acuerdo.
La música es de Alejandro Amenábar aunque el compositor inicial previsto fue Ángel Illarramendi.
jueves, 25 de noviembre de 2010
Ana María Matute, Premio Cervantes 2010
Una gran dama, una gran escritora |
Se convierte en la tercera mujer en conseguirlo tras María Zambrano y Dulce María Loynaz
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS / ROSA MORA - Madrid / Barcelona - 24/11/2010
Ana María Matute es Premio Cervantes 2010. La ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde, ha sido la encargada de anunciar el nombre de la ganadora del Premio Cervantes , el más prestigioso de las letras en lengua española. Hay una regla no escrita que dice que, después de que el año pasado lo recibiera el mexicano José Emilio Pacheco, este año tocaba español.
Ana María Matute tiene 85 años y no 84 como dicen buena parte de sus biografías. "Nací en 1925", dijo recientemente a este diario. El Premio Cervantes reconoce su obra, 12 novelas y varios volúmenes de cuentos, ahora reunidos en La puerta de la Luna, desde los primeros textos de 1947 hasta 1998. "Si me dan el Cervantes daré saltos de alegría, saltos de alegría espirituales", dijo en la entrevista. Matute, una mujer fuerte de salud frágil se apoya en una muleta para andar.
Es el premio que le faltaba. Los ha tenido casi todos, dos nacionales de Literatura Infantil; el Nacional de las Letras (2007); el Nacional de Literatura y el de la Crítica por Los hijos muertos; el Nadal 1959 por Primera memoria; el Planeta 1954, por Pequeño teatro, e incluso el Ciutat de Barcelona 1966 por un relato maravilloso, El verdadero final de la Bella Durmiente.
"Nací cuando mis padres ya no se querían". Es la primera frase de su última novela, Paraíso inhabitado, quizá la más autobiográfica de sus obras. Esta historia, como Olvidado Rey Gudú, Aranmanoth, La torre vigía, Los soldados lloran de noche, La Trampa o tantos otros títulos, muestran su capacidad extraordinaria para fabular y conmover. Su estilo literario y su imaginación conquistan a los lectores, a veces, mucho más que a la crítica.
Fallado por primera vez en 1976 -se lo llevó Jorge Guillén- el Premio Cervantes solo contaba con dos mujeres en su palmarés: la pensadora malagueña María Zambrano (1988) y la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992). Cada año se recuerda esa cifra y cada dos, cuando toca español, se recuerda el nombre de Ana María Matute, tal vez la única persona del parnaso literario nacional que ha dicho abiertamente que le gustaría ganar el premio.
La tendencia de los últimos fallos apuntaba al menos a que le había llegado el turno a su generación, la de los años 50, la de los niños de la Guerra Civil, un puñado de autores a la altura ya de la otra gran generación clásica del siglo XX, la del 27. Ahí están los premios a Juan Marsé, Antonio Gamoneda o Rafael Sánchez Ferlosio, los últimos españoles en lograrlo.
Es el premio que le faltaba. Los ha tenido casi todos, dos nacionales de Literatura Infantil; el Nacional de las Letras (2007); el Nacional de Literatura y el de la Crítica por Los hijos muertos; el Nadal 1959 por Primera memoria; el Planeta 1954, por Pequeño teatro, e incluso el Ciutat de Barcelona 1966 por un relato maravilloso, El verdadero final de la Bella Durmiente.
"Nací cuando mis padres ya no se querían". Es la primera frase de su última novela, Paraíso inhabitado, quizá la más autobiográfica de sus obras. Esta historia, como Olvidado Rey Gudú, Aranmanoth, La torre vigía, Los soldados lloran de noche, La Trampa o tantos otros títulos, muestran su capacidad extraordinaria para fabular y conmover. Su estilo literario y su imaginación conquistan a los lectores, a veces, mucho más que a la crítica.
Fallado por primera vez en 1976 -se lo llevó Jorge Guillén- el Premio Cervantes solo contaba con dos mujeres en su palmarés: la pensadora malagueña María Zambrano (1988) y la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992). Cada año se recuerda esa cifra y cada dos, cuando toca español, se recuerda el nombre de Ana María Matute, tal vez la única persona del parnaso literario nacional que ha dicho abiertamente que le gustaría ganar el premio.
La tendencia de los últimos fallos apuntaba al menos a que le había llegado el turno a su generación, la de los años 50, la de los niños de la Guerra Civil, un puñado de autores a la altura ya de la otra gran generación clásica del siglo XX, la del 27. Ahí están los premios a Juan Marsé, Antonio Gamoneda o Rafael Sánchez Ferlosio, los últimos españoles en lograrlo.
domingo, 21 de noviembre de 2010
Feliz reencuentro con los rusos
Por:Winston Manrique Sabogal19/11/2010
Tolstói, Dostoievski, Leskov, Chéjov, Gogol, Turguénev, Shólojov, Gorki, Pasternak y Aksiónov. La sola mención de cada uno de estos nombres rusos me hace un poco más feliz porque están ligados a momentos maravillosos de lectura. Las historias que escribieron forman parte de mis recuerdos y de su contribución a mi comprensión del mundo, de las personas, de la sociedad, de la Historia, de la condición humana y de mí mismo. De la vida. Les debo mucho, como a otros escritores, con los que he sido feliz mientras aprendía. Pues ahora esa felicidad se renueva y se refuerza porque todos estos autores rusos están siendo vertidos al español directamente de su idioma original. La mayoría de las versiones que hemos leído son traducciones del francés, del alemán o del inglés, lo que significa que muchas cosas se quedaron en el camino. Ahora con las traducciones directas, varias de esas obras me parecen nuevas, pasajes que se me revelan desconocidos e incluso sentimientos y actitudes de los personajes me sorprenden. La esencia estética e intelectual de la obra que conocí sigue ahí, inamovible e inalterable, pero algunas imágenes y emociones transmitidas afloran como si fuera la primera vez que las leo.
Es un momento de celebracion al que Babelia dedica su portada. Ha sido untrabajo largo y lento para llegar hasta aquí, por eso es una buena oportunidad para aplaudir a las editoriales por este esfuerzo, al igual que a los traductores por el gran trabajo. Un hecho que se nota este año a la luz de dos conmemoraciones: los 150 años del nacimiento de Anton Chéjov (a quienBabelia dedicó una portada en agosto) y del centenario de la muerte de Leon Tolstói (al que rendí homenaje ayer en una entrada en este blog).
Ambos son renovadores literarios y de gran influencia en escritores de todo el mundo. Por eso Babelia dedica mañana su tema de portada a todos estos maestros con un título entusiasta que lo dice todo: ¡Vuelven los rusos!Un especial que abre el escritor Juan Eduardo Zúñiga, gran conocedor y divulgadorde esa literatura; y continúa con artículos de Juan Gabriel Vásquez que establece algunos paralelismos entre la vida de Tolstói y el protagonista de uno de sus libros menos populares:Hadjí Murat;también está el prestigioso eslavista Jesús García Gabaldón que escribe sobre Dostoievski y la aparición del volumenDiarios de un escritor. Crónicas, artículos, crítica y apuntes(Páginas de Espuma); y del autor y traductor del ruso Víctor Andresco que explica este dulce momento de los rusos en España y del libro Vasili AksiónovUna saga moscovita (La otra Orilla). Además de una bibliografía con los principales y más recientes títulos de autores rusos, incluidos algunos inéditos comoUna familia venida a menos, de Nikolái Leskov (El Aleph / Del Taller de Mario Muchnik) o la edición completa de la tetralogía de Mijaíl ShólojovEl don apacible(RBA).
Y termino este artículo con el final del primer capítulo de Una familia venida a menos, de Leskov, que presagia la aventura de la vida y de la sociedad rusa del siglo XIX:
"Han pasado ya muchos años de aquellas parrafadas de la abuela. La última vez que se las escuché fue en el cuarenta y ocho, apenas un año antes de su muerte, y debo decir que cuando la oí decir entonces en tono de reproche que "son pocos los que se respetan a sí mismos como personas", supe, por muy niña que yo fuera entonces, que tenía ante mí a una de esas personas que se respetan a sí mismas.
Es de ella, de mi abuela, de quien intentaré narrar aquí todo lo que retuvo mi memoria".
Si en la entrada del blog de ayer escribí sobre Tolstói e invité a comentar sus obras preferidas, hoy hago la misma invitación pero sobre autores rusos. Una manera de intercambiar opiniones y percepciones de grandes narradores.
Imágenes: El baño del caballo rojo (1912), de Kuzma Petrov-Vodkin, Winter Landscape, de Aleksei Savrasov, y Chica con ropa lavada en el yugo (1874), de I. N. Kramskoï.
Alfonso Canales, poeta de la soledad y la amistad
En su casa de Málaga en 2002 |
Recibió en el año 1965 el Premio Nacional de Literatura
SANTIAGO BELAUSTEGUIGOITIA 20/11/2010. El País
"¡Oh soledad, mi soledad, aroma / de la muerte, naufragio / del contiguo vivir, cuchillo, llama, / que corta, quema el mundo y manos, voces / que el mundo alza como alambres para / tender los paños, las banderas limpias / de la amistad!/ ¡Oh soledad, presagio / de la tierra movida o de la cal y el canto / clausurados!". Los primeros versos del poema El lecho trazan algunos aspectos clave de la literatura de Alfonso Canales. Esa soledad que se imbrica en el juego de la vida y la muerte como los flujos y reflujos de una marea interminable ha abrazado para siempre al poeta malagueño. Canales, uno de los poetas de la Generación de los años 50, murió ayer, 19 de noviembre, a los 87 años.
Parecía destinado desde niño al quehacer poético. En su infancia vivió en la casa de su abuelo en Málaga, en la céntrica calle Larios. Al otro lado del tabique tenía su residencia Emilio Prados, uno de los poetas del 27. Canales recordaba la costumbre que tenía Prados de cantar. Por cosas como esa en Málaga le tachaban de loco. Y también consideraban unos chalados a otros poetas que se movían por aquella ciudad, como Manuel Altolaguirre y José María Hinojosa. Pero Málaga, la capital que el poeta y Nobel Vicente Aleixandre inmortalizó como "la ciudad del paraíso", era también un objeto de pasión para Canales. "Málaga quizás sea la ciudad más democrática de España. Nadie levanta la cabeza por encima de los demás", dijo Canales en una entrevista a EL PAÍS en 2002. "Yo siempre me he encontrado bien en Málaga. En ningún sitio he estado mejor. He tenido buenas ofertas para trabajar en Madrid, pero siempre he preferido estar aquí", recalcó para dar cuenta de su intenso vínculo con la ciudad.
Canales recibió el Premio Nacional de Literatura por su libro Aminadab en 1965. A otra obra suya, Réquiem andaluz, fue a parar otro prestigioso galardón, el Premio de la Crítica en 1973. Entre su obra poética figuran también Sonetos para pocos (1950), Port Royal (1956), Cuenta y razón (1962) y Tres oraciones fúnebres (1983).
Canales se unió a otro gran poeta, el antequerano José Antonio Muñoz Rojas, para promover en 1950 la revista Papel Azul y la célebre colección de poesía A Quien Conmigo Va, con su inolvidable nombre que evoca el Romance del Infante Arnaldos. "Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va", concluye el romance medieval con una decidida apuesta por una poesía que se siente como parte esencial de la vida. En esto coincidía varios siglos después el propio Canales al no querer mercantilizar su escritura y convertirse en un profesional de las ideas y las imágenes poéticas.
"Muñoz Rojas decía que no era profesional de la literatura. A mí me pasa lo mismo. Él es un agricultor y yo, un abogado. De la abogacía vivo. La poesía es algo que surge cuando ella quiere y no cuando quieres tú. Tiene sus temporadas de silencio, su efervescencia, pero eso no lo manejas tú", afirmaba Canales. El poeta fue asimismo uno de los fundadores de la revista Caracola, que promovió desde Málaga mucha de la mejor poesía de la posguerra.
En los años cincuenta y sesenta, Canales organizó en su casa tertulias literarias en las que, además de Muñoz Rojas, participaron el novelista Camilo José Cela, el antropólogo e historiador Julio Caro Baroja y poetas del 27 como Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Aleixandre. Eran reuniones en las que brillaba su culto a la amistad y la literatura. Su biblioteca, que contaba con cerca de 20.000 volúmenes, era famosa por la calidad de sus libros.
El escritor Eduardo Jordá recordaba ayer a Canales como "un buen poeta y, a la vez, un poco excesivamente barroco". "A Canales se le encasilló en la injustamente atribuida segunda división del Grupo Poético de los años 50 junto a otros autores nada desdeñables como Eladio Cabañero, Alfonso Costafreda y los hermanos Carlos y Antonio Murciano", señaló Jordá.
"¿Adónde vamos a parar con tanta / ráfaga que se va por un postigo, / si el cisne se nos muere cuando canta? // ¿Qué puede alimentarnos este trigo / que siempre se nos queda en la garganta? / ¿Adónde vamos a parar, amigo?", decían los últimos versos de su soneto El poeta se lamenta de la fugacidad del querer humano. La respuesta a estas preguntas se hace ineludible en el momento de su muerte.
"La poesía es algo que surge cuando ella quiere y no cuando quieres tú"
Canales recibió el Premio Nacional de Literatura por su libro Aminadab en 1965. A otra obra suya, Réquiem andaluz, fue a parar otro prestigioso galardón, el Premio de la Crítica en 1973. Entre su obra poética figuran también Sonetos para pocos (1950), Port Royal (1956), Cuenta y razón (1962) y Tres oraciones fúnebres (1983).
Canales se unió a otro gran poeta, el antequerano José Antonio Muñoz Rojas, para promover en 1950 la revista Papel Azul y la célebre colección de poesía A Quien Conmigo Va, con su inolvidable nombre que evoca el Romance del Infante Arnaldos. "Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va", concluye el romance medieval con una decidida apuesta por una poesía que se siente como parte esencial de la vida. En esto coincidía varios siglos después el propio Canales al no querer mercantilizar su escritura y convertirse en un profesional de las ideas y las imágenes poéticas.
"Muñoz Rojas decía que no era profesional de la literatura. A mí me pasa lo mismo. Él es un agricultor y yo, un abogado. De la abogacía vivo. La poesía es algo que surge cuando ella quiere y no cuando quieres tú. Tiene sus temporadas de silencio, su efervescencia, pero eso no lo manejas tú", afirmaba Canales. El poeta fue asimismo uno de los fundadores de la revista Caracola, que promovió desde Málaga mucha de la mejor poesía de la posguerra.
En los años cincuenta y sesenta, Canales organizó en su casa tertulias literarias en las que, además de Muñoz Rojas, participaron el novelista Camilo José Cela, el antropólogo e historiador Julio Caro Baroja y poetas del 27 como Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Aleixandre. Eran reuniones en las que brillaba su culto a la amistad y la literatura. Su biblioteca, que contaba con cerca de 20.000 volúmenes, era famosa por la calidad de sus libros.
El escritor Eduardo Jordá recordaba ayer a Canales como "un buen poeta y, a la vez, un poco excesivamente barroco". "A Canales se le encasilló en la injustamente atribuida segunda división del Grupo Poético de los años 50 junto a otros autores nada desdeñables como Eladio Cabañero, Alfonso Costafreda y los hermanos Carlos y Antonio Murciano", señaló Jordá.
"¿Adónde vamos a parar con tanta / ráfaga que se va por un postigo, / si el cisne se nos muere cuando canta? // ¿Qué puede alimentarnos este trigo / que siempre se nos queda en la garganta? / ¿Adónde vamos a parar, amigo?", decían los últimos versos de su soneto El poeta se lamenta de la fugacidad del querer humano. La respuesta a estas preguntas se hace ineludible en el momento de su muerte.
sábado, 20 de noviembre de 2010
‘Fuera’, ‘afuera’ y compañía
Tenemos en español pares de adverbios de lugar con a- y sin a- que a veces plantean dudas en el uso. Me refiero a parejas como fuera/afuera, dentro/adentro, delante/adelante, detrás/atrás, etc. Lo primero que tenemos que saber es que cada miembro del par admite lo mismo usos de situación (1, 2) que usos de desplazamiento (3, 4):
(1) No me diga que estoy fuera de la realidad, miss Ramos [...] [Ana María Fuster Lavín: Réquiem]
(2) Me quedé afuera aguardando a Momo [Fernán Caballero: La gaviota]
(3) Mañana me voy fuera de Lima, a descansar por unos ocho días [Carmen María Pinilla (ed.): Arguedas en el Valle del Mantaro]
(4) Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico [Isabel Allende: Cuentos de Eva Luna]
Por tanto, hay que desechar la idea, bastante arraigada, de que las formas sin a- solo se utilizan cuando tienen significados estáticos y que las contrapartes con la preposición incorporada denotan exclusivamente movimiento.
La verdadera diferencia está en su capacidad para admitir un complemento o no. Las formas sin a- aceptan siempre un complemento introducido por la preposición de, como se ve en los ejemplos (1) y (3). Este no tiene por qué estar presente obligatoriamente. Puede expresarse (5) o quedar sobreentendido (6); pero, en cualquier caso, virtualmente está ahí:
(5) Me voy fuera de Lima por unos días
(6) Me voy fuera por unos días
Es frecuente, por otra parte, el uso de las formas con a- con dicho complemento, pero se considera vulgar: Me quedé afuera de la competición. Debemos evitar, por tanto, afuera de, adentro de, adelante de y atrás de.
No se utiliza la preposición a ante estos adverbios. Para eso ya están las variantes correspondientes con -a:
(7) Sigamos a delante > Sigamos adelante
Pero, sobre todo, no puede aparecer esta preposición ante las formas que ya la llevan incorporada:
(8) Vamos a adentro > Vamos adentro
Ni que decir tiene que son incorrectas expresiones redundantes como salir (a)fuera y entrar (a)dentro, pues la idea de salir ya implica que tiene que ser hacia fuera (no se puede salir hacia dentro), y en la idea de entrar va implícita la de que lo hacemos hacia dentro (por imposibilidad física y lógica de entrar hacia fuera). En estos casos debemos decir simplemente salir o entrar.
Por último, hay que mencionar la forma erosionada alante, que va desplazando en el habla coloquial (y no tan coloquial) a los adverbios adelante y delante. Como ves, está tachada, así que no creo que haga falta decir más.
Se podría continuar con el tema, pero esto es lo mínimo que es necesario saber para emplear estos pares correctamente. Y no es poco.
(1) No me diga que estoy fuera de la realidad, miss Ramos [...] [Ana María Fuster Lavín: Réquiem]
(2) Me quedé afuera aguardando a Momo [Fernán Caballero: La gaviota]
(3) Mañana me voy fuera de Lima, a descansar por unos ocho días [Carmen María Pinilla (ed.): Arguedas en el Valle del Mantaro]
(4) Espérame aquí, niña. Voy afuera a hacerme muy rico [Isabel Allende: Cuentos de Eva Luna]
Por tanto, hay que desechar la idea, bastante arraigada, de que las formas sin a- solo se utilizan cuando tienen significados estáticos y que las contrapartes con la preposición incorporada denotan exclusivamente movimiento.
La verdadera diferencia está en su capacidad para admitir un complemento o no. Las formas sin a- aceptan siempre un complemento introducido por la preposición de, como se ve en los ejemplos (1) y (3). Este no tiene por qué estar presente obligatoriamente. Puede expresarse (5) o quedar sobreentendido (6); pero, en cualquier caso, virtualmente está ahí:
(5) Me voy fuera de Lima por unos días
(6) Me voy fuera por unos días
Es frecuente, por otra parte, el uso de las formas con a- con dicho complemento, pero se considera vulgar: Me quedé afuera de la competición. Debemos evitar, por tanto, afuera de, adentro de, adelante de y atrás de.
No se utiliza la preposición a ante estos adverbios. Para eso ya están las variantes correspondientes con -a:
(7) Sigamos a delante > Sigamos adelante
Pero, sobre todo, no puede aparecer esta preposición ante las formas que ya la llevan incorporada:
(8) Vamos a adentro > Vamos adentro
Ni que decir tiene que son incorrectas expresiones redundantes como salir (a)fuera y entrar (a)dentro, pues la idea de salir ya implica que tiene que ser hacia fuera (no se puede salir hacia dentro), y en la idea de entrar va implícita la de que lo hacemos hacia dentro (por imposibilidad física y lógica de entrar hacia fuera). En estos casos debemos decir simplemente salir o entrar.
Por último, hay que mencionar la forma erosionada alante, que va desplazando en el habla coloquial (y no tan coloquial) a los adverbios adelante y delante. Como ves, está tachada, así que no creo que haga falta decir más.
Se podría continuar con el tema, pero esto es lo mínimo que es necesario saber para emplear estos pares correctamente. Y no es poco.
Alante
La semana pasada publiqué un artículo sobre el uso de fuera y afuera que dio lugar a una cierta polémica, en parte relacionada con la consideración normativa de alante. Eso me da pie hoy para mirar un poco más de cerca este adverbio de uso popular. Tendremos que considerar aquí no solo los aspectos normativos sino también los descriptivos, es decir, lo que debería ser según la norma académica y lo que de hecho es.
Alante es una variante reducida del adverbio de lugar adelante. De las dos posibilidades solo la última está aceptada en la norma culta del español. Eso no impide que la primera esté viva y bien viva. Carlos Arniches se servía de ella en sus sainetes entre el siglo XIX y el XX dentro de su imitación estereotipada del habla popular:
¿La posá? Pues siga usté esta calle alante, tuerza usté a la derecha, vuelva usté por un callejón… [Carlos Arniches y Celso Lucio: Los secuestradores]
Aunque el ejemplo anterior procede de España, alante está presente en todo el ámbito hispanohablante, por lo que no puede considerarse propiamente elemento distintivo de ninguna variedad regional o nacional. Lo es simplemente del habla popular o, incluso, de la comunicación informal.
Tampoco nace precisamente ayer. Haciendo una búsqueda en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, Real Academia Española) encontramos ya un ejemplo en un documento notarial del siglo XV:
E de oy día en alante que esta carta es fecha nós los dichos Pero Pérez e María Ferrández nos partimos e quitamos del juro, e de la tenencia, e propiedat e señorío d’esta dicha viña que damos al dicho monesterio [Carta de entrega de unas posesiones, acceso: 18-11-2010]
A partir de ahí se encuentran sobrados ejemplos en todas las épocas hasta llegar a nuestros días.
Y aunque no sea forma propia de la lengua culta, la licencia poética sí que le permite asomar la patita de vez en cuando, como, por ejemplo, en el teatro del mismísimo José Zorrilla en el siglo XIX:
Secretos ¡ay! que jamás
se aclaran un solo instante
me vedan mirar alante
me ciegan si miro atrás [José Zorrilla: El zapatero y el rey]
No es que Zorrilla no supiera que tenía que escribir adelante, es que no había otra manera de cuadrar un octosílabo.
Incluso, en algunas situaciones comunicativas, lo correcto puede resultar poco adecuado. Imaginemos que tenemos que decirle a un niño que se ha acabado el paseo porque se vuelve a casa castigado. ¿Qué preferiríamos? ¿Camina para adelante o Tira p’alante? Yo tengo muy claro cómo me regañaba a mí mi padre y cómo tendría que regañar yo a mis hijos.
¿Significa todo esto que alante debería entrar finalmente en el diccionario con todos los parabienes académicos? Depende. Es sabido que el proceso de normativización de cualquier lengua supone la reducción del número de variantes. No es alante el único damnificado en este proceso. Ejemplos análogos los brindan la preposición para y su forma abreviada pa o la reducción del conjunto de variantes del adverbio de modo así/ansí/asín/asina/ansina: todas ellas están presentes en el español clásico y, aún hoy, en variedades regionales; pero nos hemos quedado tan solo con así como estándar.
Quizás todo se reduzca a que hemos de dominar una variedad de registros suficiente como para saber que si estoy dando una conferencia debo decir adelante, pero, en cambio, que si estoy tomando unas cervezas con unos amigos puede ser más adecuado (que no más correcto) emplear alante. Unas zapatillas de andar por casa pueden ser muy cómodas para eso, para andar por casa, pero pueden estar fuera de lugar en el trabajo. Aunque, por otra parte, la sociedad tiende a una mayor informalidad en la ropa, en el trato y en la lengua. Entonces, quizás sería cuestión de que nos pusiéramos de acuerdo para ser informales hasta las últimas consecuencias.
Mientras tanto, la forma normativa es adelante; y alante queda para andar por casa.
Alante es una variante reducida del adverbio de lugar adelante. De las dos posibilidades solo la última está aceptada en la norma culta del español. Eso no impide que la primera esté viva y bien viva. Carlos Arniches se servía de ella en sus sainetes entre el siglo XIX y el XX dentro de su imitación estereotipada del habla popular:
¿La posá? Pues siga usté esta calle alante, tuerza usté a la derecha, vuelva usté por un callejón… [Carlos Arniches y Celso Lucio: Los secuestradores]
Aunque el ejemplo anterior procede de España, alante está presente en todo el ámbito hispanohablante, por lo que no puede considerarse propiamente elemento distintivo de ninguna variedad regional o nacional. Lo es simplemente del habla popular o, incluso, de la comunicación informal.
Tampoco nace precisamente ayer. Haciendo una búsqueda en el CORDE (Corpus Diacrónico del Español, Real Academia Española) encontramos ya un ejemplo en un documento notarial del siglo XV:
E de oy día en alante que esta carta es fecha nós los dichos Pero Pérez e María Ferrández nos partimos e quitamos del juro, e de la tenencia, e propiedat e señorío d’esta dicha viña que damos al dicho monesterio [Carta de entrega de unas posesiones, acceso: 18-11-2010]
A partir de ahí se encuentran sobrados ejemplos en todas las épocas hasta llegar a nuestros días.
Y aunque no sea forma propia de la lengua culta, la licencia poética sí que le permite asomar la patita de vez en cuando, como, por ejemplo, en el teatro del mismísimo José Zorrilla en el siglo XIX:
Secretos ¡ay! que jamás
se aclaran un solo instante
me vedan mirar alante
me ciegan si miro atrás [José Zorrilla: El zapatero y el rey]
No es que Zorrilla no supiera que tenía que escribir adelante, es que no había otra manera de cuadrar un octosílabo.
Incluso, en algunas situaciones comunicativas, lo correcto puede resultar poco adecuado. Imaginemos que tenemos que decirle a un niño que se ha acabado el paseo porque se vuelve a casa castigado. ¿Qué preferiríamos? ¿Camina para adelante o Tira p’alante? Yo tengo muy claro cómo me regañaba a mí mi padre y cómo tendría que regañar yo a mis hijos.
¿Significa todo esto que alante debería entrar finalmente en el diccionario con todos los parabienes académicos? Depende. Es sabido que el proceso de normativización de cualquier lengua supone la reducción del número de variantes. No es alante el único damnificado en este proceso. Ejemplos análogos los brindan la preposición para y su forma abreviada pa o la reducción del conjunto de variantes del adverbio de modo así/ansí/asín/asina/ansina: todas ellas están presentes en el español clásico y, aún hoy, en variedades regionales; pero nos hemos quedado tan solo con así como estándar.
Quizás todo se reduzca a que hemos de dominar una variedad de registros suficiente como para saber que si estoy dando una conferencia debo decir adelante, pero, en cambio, que si estoy tomando unas cervezas con unos amigos puede ser más adecuado (que no más correcto) emplear alante. Unas zapatillas de andar por casa pueden ser muy cómodas para eso, para andar por casa, pero pueden estar fuera de lugar en el trabajo. Aunque, por otra parte, la sociedad tiende a una mayor informalidad en la ropa, en el trato y en la lengua. Entonces, quizás sería cuestión de que nos pusiéramos de acuerdo para ser informales hasta las últimas consecuencias.
Mientras tanto, la forma normativa es adelante; y alante queda para andar por casa.
viernes, 19 de noviembre de 2010
ESQUEMA DE LA LITERATURA SIGLO XIX (1ª MITAD) Romanticismo
LITERATURA S. XIX (1ª MITAD)
Romanticismo
1. POESÍA:
1.1 Lírica:
- Espronceda: Poesías
1.2 Narrativa:
- Espronceda: El estudiante de Salamanca y
El diablo mundo
- Zorrilla: Leyendas
2. PROSA:
2.1 Novela histórica:
- Larra: El doncel de D. Enrique el Doliente
- Enrique Gil y Carrasco: El señor de Bembibre
2.2 Cuadros de costumbres:
- Larra: Artículos
3. TEATRO:
Drama romántico:
- Martínez de la Rosa: La conjuración de Venecia
- Antonio García Gutiérrez: El trovador
- Juan Eugenio Hartzenbusch: Los amantes de Teruel
- Duque de Rivas: D. Álvaro o la fuerza del sino
- José Zorrilla: D. Juan Tenorio
Postromanticismo
1. POESÍA:
- Bécquer: Rimas
- Rosalía de Castro: En las orillas del Sar
2. PROSA:
- Bécquer: Leyendas