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miércoles, 8 de junio de 2016

Textos de Selectividad de Lengua castellana y Literatura de junio de 2016 en la Comunidad de Madrid


Examen en PDF. El 15 de julio me comprometo a tener corregido en este blog el examen, las dos opciones.

OPCIÓN A

Como saben, hoy los niños nacionales son una especie de idolillos a los que todo se debe y por los que se desviven incontables padres estúpidos. Están sobreprotegidos y no hay que llevarles la contraria, ni permitir que corran el menor peligro. Son muchos los casos de padres-vándalos que le arman una bronca o pegan directamente al profesor que con razón ha suspendido o castigado a sus vástagos. Pues bien, visité un lugar con muralla larga y enormemente elevada. El adarve es bastante ancho, pero en algunos tramos no hay antepecho por uno de los lados, y los huecos entre las almenas son lo bastante grandes para que por ellos quepa sin dificultad un niño de cinco años, no digamos de menos. El suelo es irregular, con escalones a ratos. Es fácil tropezar y salir disparado. Al comienzo del recorrido, un cartel advierte que ese adarve no cumple las medidas de seguridad, y que pasear por él queda al criterio y a la responsabilidad de quienes se atrevan. Si yo tuviera niños no los llevaría allí ni loco, con ellos soy muy aprensivo, y los sitios altos y sin parapeto me imponen respeto, si es que no vértigo propio y ajeno.
Aquella muralla, sin embargo, era una romería de criaturas correteantes de todas las edades, y de cochecitos y sillitas con bebés o casi, no siempre sujetos con cinturón o correa. Algunos cañones jalonan el trayecto, luego los padres alentaban a los niños a encaramarse a ellos (y quedar por tanto por encima de las almenas) para hacerles las imbéciles fotos de turno. Miren que me gusta caminar por adarves, recorrer murallas. Pero cada paseo se me convertía en un sufrimiento por las decenas de críos que triscaban por allí sueltos como cabras, sobre todo en los tramos sin parapeto a un lado. A veces pienso que estos padres lo que no toleran es que a sus hijos les pase nada a manos de otros; pero cuando dependen de ellos, que se partan la crisma. Ya echarán la culpa a alguien, que eso es lo que más importa.
(Javier Marías, “Escenas veraniegas”, en El País Semanal, 20/09/2015)


OPCIÓN B

Aprender a cooperar, a generar capital social, a pechar con las propias responsabilidades y a recibir los beneficios del trabajo común es recomendable para llevar una buena vida, para jugar al parchís de la existencia sin miedo a generar adversarios que sueñen con el propio fracaso y que procuren convertir su sueño en realidad. Apostar por la cooperación es prudente, lo querría hasta un pueblo de demonios con tal de que tuviera sentido común; cuánto más deberían quererlo los pueblos de personas que fueran medianamente inteligentes. Sin embargo, en este juego de toma y daca hay algunos límites que dejan cosas muy importantes fuera del tablero.
En principio, cada uno de los grupos que pretende prosperar en la lucha por la vida lleva incorporada internamente una gran tendencia al conformismo. Por una parte, porque las personas tendemos inconscientemente a imitar las conductas ajenas, pero también porque deseamos ser acogidas en el grupo. Y eso tiene al menos dos consecuencias.
 La primera es que rara vez ejercemos la capacidad crítica, rara vez asumimos nuestro propio criterio y estamos dispuestos a poner en cuestión las normas y las actuaciones de nuestro grupo. Nuestras mentes son inconscientemente camaleónicas.
 Y, en segundo lugar, que siempre dejamos grupos excluidos, los de aquellos que parecen no tener nada que ofrecer a cambio. En nuestro tiempo pueden ser los discapacitados psíquicos, los enfermos mentales, los pobres de solemnidad, los sin papeles, los sin amigos que tengan un cierto poder. En suma, los que no pueden devolver los bienes que se intercambian en cada grupo, que pueden ser favores, puestos de trabajo, plazas o dinero. Los que no están en condiciones de practicar el eterno “hoy por ti, mañana por mí”.
 Esto es lo perverso de fiarlo todo a los pactos, que generan siempre excluidos, porque el principio del Intercambio Infinito deja fuera a los que no parecen tener fichas con las que jugar, ni dados, ni cubilete.

(Adela Cortina, ¿Para qué sirve realmente la ética?, 2013)