Examen en PDF. El 15 de julio me comprometo a tener corregido en este blog el examen, las dos opciones.
OPCIÓN A
Como saben,
hoy los niños nacionales son una especie de idolillos a los que todo se debe y
por los que se desviven incontables padres estúpidos. Están sobreprotegidos y
no hay que llevarles la contraria, ni permitir que corran el menor peligro. Son
muchos los casos de padres-vándalos que le arman una bronca o pegan
directamente al profesor que con razón ha suspendido o castigado a sus
vástagos. Pues bien, visité un lugar con muralla larga y enormemente elevada.
El adarve es bastante ancho, pero en algunos tramos no hay antepecho por uno de
los lados, y los huecos entre las almenas son lo bastante grandes para que por
ellos quepa sin dificultad un niño de cinco años, no digamos de menos. El suelo
es irregular, con escalones a ratos. Es fácil tropezar y salir disparado. Al
comienzo del recorrido, un cartel advierte que ese adarve no cumple las medidas
de seguridad, y que pasear por él queda al criterio y a la responsabilidad de
quienes se atrevan. Si yo tuviera niños no los llevaría allí ni loco, con ellos
soy muy aprensivo, y los sitios altos y sin parapeto me imponen respeto, si es
que no vértigo propio y ajeno.
Aquella
muralla, sin embargo, era una romería de criaturas correteantes de todas las
edades, y de cochecitos y sillitas con bebés o casi, no siempre sujetos con
cinturón o correa. Algunos cañones jalonan el trayecto, luego los padres
alentaban a los niños a encaramarse a ellos (y quedar por tanto por encima de
las almenas) para hacerles las imbéciles fotos de turno. Miren que me gusta
caminar por adarves, recorrer murallas. Pero cada paseo se me convertía en un
sufrimiento por las decenas de críos que triscaban por allí sueltos como
cabras, sobre todo en los tramos sin parapeto a un lado. A veces pienso que
estos padres lo que no toleran es que a sus hijos les pase nada a manos de
otros; pero cuando dependen de ellos, que se partan la crisma. Ya echarán la
culpa a alguien, que eso es lo que más importa.
(Javier Marías,
“Escenas veraniegas”, en El País Semanal, 20/09/2015)
OPCIÓN B
Aprender a cooperar, a generar
capital social, a pechar con las propias responsabilidades y a recibir los
beneficios del trabajo común es recomendable para llevar una buena vida, para
jugar al parchís de la existencia sin miedo a generar adversarios que sueñen
con el propio fracaso y que procuren convertir su sueño en realidad. Apostar
por la cooperación es prudente, lo querría hasta un pueblo de demonios con tal
de que tuviera sentido común; cuánto más deberían quererlo los pueblos de
personas que fueran medianamente inteligentes. Sin embargo, en este juego de
toma y daca hay algunos límites que dejan cosas muy importantes fuera del
tablero.
En principio, cada uno de los
grupos que pretende prosperar en la lucha por la vida lleva incorporada
internamente una gran tendencia al conformismo. Por una parte, porque las
personas tendemos inconscientemente a imitar las conductas ajenas, pero también
porque deseamos ser acogidas en el grupo. Y eso tiene al menos dos
consecuencias.
La primera es que rara vez ejercemos la
capacidad crítica, rara vez asumimos nuestro propio criterio y estamos
dispuestos a poner en cuestión las normas y las actuaciones de nuestro grupo.
Nuestras mentes son inconscientemente camaleónicas.
Y, en segundo lugar, que siempre dejamos
grupos excluidos, los de aquellos que parecen no tener nada que ofrecer a
cambio. En nuestro tiempo pueden ser los discapacitados psíquicos, los enfermos
mentales, los pobres de solemnidad, los sin papeles, los sin amigos que tengan
un cierto poder. En suma, los que no pueden devolver los bienes que se
intercambian en cada grupo, que pueden ser favores, puestos de trabajo, plazas
o dinero. Los que no están en condiciones de practicar el eterno “hoy por ti,
mañana por mí”.
Esto es lo perverso de fiarlo todo a los pactos,
que generan siempre excluidos, porque el principio del Intercambio Infinito
deja fuera a los que no parecen tener fichas con las que jugar, ni dados, ni
cubilete.
(Adela Cortina, ¿Para
qué sirve realmente la ética?, 2013)