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sábado, 13 de marzo de 2010

UN CRISTO SALIENDO DEL ARMARIO por Ezequías Blanco


A alguna mente lúcida de las que nos gobiernan y de las que tanto velan por nuestro bienestar se le había ocurrido que ese año había que hacer un exhaustivo inventario de todos los enseres en los Centros Públicos de Enseñanza de la Comunidad de Madrid.

D. Evencio acogió la noticia con desinterés y pensó: “los libros no los lee nadie, las casetes y las cintas de video no las utiliza nadie, los CD, CDR y DVD es posible que algún joven, a ninguno he oído que las use, y los demás somos “cibertorpes”, no acabamos de cogerle el tono a la canción ni siquiera los que más presumen de lo contrario…”

Como a la mayoría de sus compañeros, realizar aquel inventario le parecía una estupidez, una pérdida de tiempo innecesaria. No estaba en desacuerdo con hacer un inventario, pero sí con el absurdo modo en que estaba planteado porque parecía que se trataba más de que los profesores estuvieran ocupados haciendo que trabajaban que trabajando. La efectividad y la finalidad del trabajo parecían ser lo de menos. Las clases, como siempre, lo menos importante. Pero, en fin, esto para D. Evencio, que llevaba más de treinta años en el cuerpo, ya no era ninguna novedad y, para él, las clases seguían siendo lo más importante. Cogió las hojas modelo Excel que había que rellenar y se dirigió a su Departamento.

Abrió la puerta con la llave, previamente tuvo que apretar, con una navajita que siempre lleva en el bolsillo y que delata su origen campesino, los tornillos de la manija para que no se le cayera (faena que realizaba cada vez que tenía que entrar en tal recinto y suponía que a sus compañeros les pasaría lo mismo aunque ignoraba qué método emplearían para el apretado de tornillos: ¿uña, destornillador, black&decker…? Se inclinaba por la uña en mayoría absoluta). Empujó la puerta y el chirrido de los goznes le recordó, como todos los días –varias veces al día- el de alguna puerta del Castillo del Conde Drácula. Cerró la puerta y tuvo que repetir por dentro la faena de la navajita.

Miró a su alrededor y una sonrisa maliciosa apareció entre sus labios al contemplar grosso modo los enseres por los que tanto interés mostraba la Administración: tres sillas de pala con las que, a menudo, tropezaban sus piernas a la altura de la mitad del fémur –aquella parecía ser su principal y única misión. Detrás de las sillas, una pizarra inaccesible de grandes dimensiones que parecía estar allí sólo para tapar algún defecto de la pared y para sostener, en el falso cajón donde normalmente reposan las tizas y los cepillos de borrar, un minúsculo mechero blanco. Probó D. Evencio y el mechero funcionaba. Se apoyó en la mesa de escritorio y olvidó una vez más que aquélla cojeaba. Dobló un cartón y lo metió debajo de una de las patas, a modo de cuña. Se incorporó y contempló el arreglo con satisfacción. Se fijó ahora en los dos tablones de corcho algo combado para anuncios: en uno había pinchadas setenta y tantas tarjetas de representantes de editoriales y un chiste de Forges sobre la decadencia de la educación; en el otro, las estadísticas de resultados de Destrezas y Conocimientos Imprescindibles de alumnos de la ESO por Centros, entre Centros y desde Centros públicos y privados de la Comunidad de Madrid. D. Evencio pensó: “en las democracias la estadística también es un medio de comunicación”. Siguió. Los dos radiocasetes daban mucha pena porque estaban muy heridos y figuraban en la lista de mutilados de guerra: a uno le faltaba la palanquita de cambio de radio a tape y también había que meterle la navajita o la llave para efectuar la mutación; al otro le quedaban, desde la guerra civil, en la tecla del play las vendas de celofán que algún@ enfermer@ le hubiera puesto y que a estas alturas del siglo XXI hacían unas aguas de colores y unas irisaciones preciosas, sobre todo a contraluz. Reparó ahora en un aparato de TV de catorce pulgadas con dos cuernos de uno 30 centímetros, que siempre había visto desenchufado, y se dijo: “voy a probar a ver”. Metió el enchufe en un enchufe, le dio al botón de arranque y un aroma a polvo quemado, que es muy parecido al del cuerno, inundó el recinto, pero de imágenes, nada de nada. Subió el volumen y lo que salía del aparato le recordaba el sonido de las cerandas o cribos en las eras de su pueblo, pero sin ritmo, sin vida, con una monotonía insoportable. Desenchufó. Nunca había reparado en el mueble en el que estaba apoyado este pequeño aparato: una sólida estructura metálica que se elevaba desde el suelo desde unas ruedas y a la que alguien había decidido añadir unas tablas de chopo, para sostener el aparato de TV, que debieron pertenecer al lavadero de su abuela porque hacían ondulaciones y tenían impregnado, junto a otras manchas, el color jabonoso característico de aquellos utensilios…

Se miró las manos D. Evencio y, en un primer momento, su hipocondría le llevó a pensar que estaba mutando a la raza negra porque las manos se le habían vuelto de un gris oscuro áspero. Enseguida reparó en que el estado de sus manos se debía a la capa de polvo que actuaba como conservante de aquellas reliquias. Sacó su caja de toallitas de limpiagafas antiempañantes y antivahos, biodegradables, químicas-ecológicas, trabajamos por un mundo más limpio, excipientes alcohol y perfumes, mantéganse fuera del alcance de los niños, nettoyant lunettes, spectacles lens cleaner, glareiniger, toalhitas limpia oculos, salvietta pulizia occhiali, agradable perfume, no marca las huellas, para todo tipo de lentes… Y volvió a sentir el tacto. Mientras efectuaba esa faena, se dirigió al ordenador y a la impresora: “al menos el equipo informático no era anterior a 1995. Bueno, la pantalla, vete tú a saber”. Y le dio por seguir el cable de conexión a internet que iba oculto por detrás de una fila de libros haciendo curvas, vueltas y revueltas. “¡Joder…! -se dijo D. Evencio. “Si parece la comba de un cíclope”. A unos siete metros del aparato, había un agujero en la pared por donde se escapaba el cable al aula de informática. “Acabáramos… Por eso la mayoría del tiempo nuestro ordenador no tiene conexión a Internet”. “Se ve que alguna palanca al otro lado, la impide”. “En fin, ya no tengo que llamar a Iker Jiménez porque este misterio ya está resuelto”.

“¡La madre que me parió!”. Esta exclamación salió de la voz media de D. Evencio en el momento en que le dio por hacer un cálculo aproximado de los libros que tenían que catalogar (Autor y Título, Autor y Título, Autor y Título…). Según ese cálculo, hecho a ojo de buen cubero, habría allí unos tres mil títulos.

Estaba entrando en desmoralización nuestro protagonista cuando de la esquina de un armario le pareció que le chistaban muy bajito. Se detuvo a escuchar… Y se acercó sigiloso a donde su oído le indicaba y abrió mucho los ojos en ademán expectante. Por una rendija asomaba el brazo de metal de un Cristo. D. Evencio, se agachó, concentrado en el esfuerzo de oír, acercó su oreja al Cristo y oyó un hilillo de voz:

- Ayúdame.

Se separó, como un resorte y, desde lejos, dijo:

- ¿Qué te ayude a qué?
- A salir del armario. Desde 1975 estoy intentando salir y esto es lo que he conseguido.
- Espera… No te importará esperar un poco más…

Abrió la puerta del armario de par en par:

- Pero, bueno, si estás hecho un Cristo…
- Soy un Cristo.
- Ya, pero estás desclavado y sólo tienes media corona de espinas y te falta un dedo del pie.
- De los esfuerzos que he hecho para salir del armario.
- Espera.

D. Evencio volvió a sacar de su cartera las toallitas limpiagafas y le quitó al Cristo el polvo que tenía por todas partes, mientras el otro se quejaba de que sentía mucho frío.

- No te preocupes, hombre. Ya verás. Te limpio bien y después te llevo a casa en mi cartera porque, aunque no somos muy creyentes, somos buenos samaritanos. Y el destartalamiento que tienes ya veremos cómo se arregla.

Al día siguiente, cuando con resignación, cuando sin esperanza y sin convencimiento, abrió el ordenador para empezar a rellenar la hoja Excel de los autores y títulos de libros que le tocaban, se quedó con los ojos como platos al ver que aquella ingrata labor parecía haberse realizado sola, pero puso mucho empeño en que en la hoja de inventario de enseres figurara la baja de un Cristo metálico, justo después del alta de un extintor.

Ezequías Blanco

1 comentario:

  1. ¡Qué fino sentido del humor! Genial, Ezequías Blanco, Jefe de Departamento de Lengua del Matemático Puig Adam, y gran poeta. Es lo que tiene ser Centro colaborador y demás zarandajas. Siste viator, amigo!!!

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