Llegué de Galicia a Madrid en 1989, recién estrenado el otoño. El campo del Celta quedaba demasiado lejos y, buscando emociones nuevas, me acerqué al Vicente Calderón para ver un partido de UEFA. El Atlético recibía a la Fiorentina, y yo quería ver a ese Baggio del que tanto se hablaba. Sin embargo, casi desde el principio, mi atención esta en otro hombre: el 10 rojiblanco. Paulo Futre se desesperaba como un niño en el patio escolar si no tenía la pelota. Gritaba y hacía aspavientos a sus compañeros reclamando todos los pases, se movía de un lado al otro en pos del balón y, tan pronto como lo atrapaba, salía disparado hacia el campo contrario, buscando la trinchera violeta de los italianos. Debió de encararlos una docena de veces, y en todas perdió el balón. Pero no dejó de intentarlo. El Atleti ganó 1-0. No recuerdo quién fue el goleador, pero sí quién me ató desde entonces a la grada del Calderón.
La prensa del día siguiente juzgaba de forma severa a mi nuevo ídolo. “Lo peor del Atleti”, escribió uno, “son las ciegas carreras de Futre que malgasta energías para nada, desconcierta a sus compañeros y empeora su propia posición”.
Aunque sea para reprenderlos, siempre encuentro algo hipnótico en los deportistas zurdos, como en el fuego o en las olas del mar. Ayrton Senna lograba mantenerme despierto durante todas las vueltas de una carrera. Juro que es cierto. Vilas, McEnroe, Futre, Maradona... Zurdos todos. Todos egoístas, osados y geniales, todos con el ojo ajeno posado sobre ellos como un imán.
Roberto Fontanarrosa aseguraba padecer dos grandes problemas que le impedían jugar al fútbol: “Uno, la pierna izquierda. El otro, la derecha”. Como él, casi todos los genios zurdos no dominan una pierna, pero en la habilidad de la otra esconden un ariete capaz de burlar la defensa más tupida (Jack el Destripador era zurdo y todavía hoy en Scotland Yard lo andan buscando). Y nada hace vibrar a un estadio como ese juego hemipléjico, esa osadía que conduce a los zurdos hacia túneles de patadas que ellos atraviesan con habilidad de funámbulo: esquivando los golpes y sin perder el balón.
En la España que hoy debuta vestida de rojo en la Copa del Mundo apenas hay espacio para zurdos. El juego español es solidario, una orquesta que descabalga rivales a una voz y no admite el egoísmo de los genios. Por la izquierda casi siempre ataca un diestro. Puede ser Iniesta, hábil y astuto, o Villa, con su revólver plagado de muescas. Juegan con el “pie cambiado” para, entrando desde la izquierda, sorprender al rival con la derecha.
Y mientras, otra España, la que se hace solidaria por decreto, se ve presa de una argucia similar, y recibe desde la izquierda los golpes que esperaba en la derecha. Por fortuna hoy toca disfrutar de un día de opio y contemplar cómo los magos de rojo tratan de llevar el conejo de sombrero en sombrero, de truco en truco, hasta la jaula suiza.
Sólo faltan unas horas. Que sólo cambie el pie y no cambie el paso. Que no se nos escape el conejo. Y viva el opio…, si es bueno.
Domingo Villar (Vigo, 1971) es autor de La playa de los ahogados (Siruela, 2009).
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