Por:
Winston Manrique Sabogal
27/08/2010
El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. (...) Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor.
-Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-. El pelo se te va a llenar de carbón.
La niña trató de hacerlo pero la persiana estaba bloqueada por óxido".
Van rumbo a la tierra donde nació Gabriel García Márquez (Colombia, 1927), al territorio real que inspiró el mítico Macondo del Nobel colombiano. Sólo que esta historia es de mucho antes de que el mundo supiera de su existencia en Cien años de soledad. Es un cuento de 1962 titulado La siesta del martes donde se aprecia el tiempo y el espacio macondiano escrito de manera embrionaria, en vísperas de su inmortalidad. El calor detenido, la brisa que ya no lleva el aroma del mar y la tierra amarilla pisada por seres que llevan encima un pasado que no deja de dar manotazos al futuro; personas con secretos que van desgranando sin querer y donde las mujeres son las que en verdad deciden el porvenir. Y las que son capaces de afrontar impertérritas las afrentas de la vida y los dolores emocionales más inconcebibles. La mujer del tren es una de ellas; el lector aún lo ignora. Y poco a poco esa severidad del verano aislado del mundo en el caribe colombiano se revelará como el reflejo de los sentimientos que guardan la mujer y su hija. Un cuento que recuerda que Macondo, más allá de sus legendarios y famosos prodigios, hunde sus raíces profundas en la tierra, porque nace de allí y está aquí. Es un relato ajeno a fantasías al condensar toda la humanidad en su miseria, templanza, tristeza, orgullo, injusticia, compasión, dignidad y amor. A aquel territorio garciamarquiano real vamos a ir ahora en Veranos literarios, dentro del homenaje a los elementos del estío. Acompañemos a la niña y a su madre, lo van a necesitar:
"Eran los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel periódico. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la venanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto riguroso y pobre. (...)
A las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua. Afuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la sombra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del vagón olía a cuero sin curtir. El tren volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pintadas de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La niña se quitó los zapatos. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua las flores muertas.
Cuando volvió al asiento la madre la esperaba para comer. (...) Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol aplastante. Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.
La mujer dejó de comer.
-Ponte los zapatos -dijo.
La niña miró al exterior. No vio nada más que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nuevo, pero metió en la bolsa el último pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peineta.
-Péinate -dijo.
El tren empezó a pintar mientras la niña se peinaba. La mujer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara con los dedos. Cuando la niña acabó de peinarse el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo más grande pero más triste que los anteriores.
- Si tienes ganas de hacer algo, hazlo ahora -dijo la mujer-. Después, aunque te estés muriendo de sed no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.
La niña aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un viento ardiente y seco, mezclado con el pito de la locomotora y el estrépito de los viejos vagones. (...) El tren acabó de pitar y disminuyó la marcha. Un momento después se detuvo.
No había nadie en la estación. Del otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto un salón de billar. El pueblo flotaba en el calor. La mujer y la niña descendieron del tren, atravesaron la estación abandonada cuyas baldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba, y cruzaron la calle hasta la acera de sombra.
Eran casi las dos. A esa hora, agobiados por el sopor, el pueblo hacía la siesta. (...) Buscando siempre la protección de los almendros, la mujer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cural. La mujer raspó con la uña la red metálica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta y en seguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: "¿Quién es?". La mujer trató de ver a través de la red metálica.
-Necesito al padre -dijo.
-Ahora está durmiendo.
-Es urgente -insistió la mujer". (...)
- ¿Qué se les ofrece? -preguntó.
- Las llaves del cementerio -dijo la mujer.
La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miró a la mujer y después, a través de la red metálica de la ventana, el cielo brillante y sin nubes.
-Con este calor -dijo-. Han podido esperar a que bajara el sol.
La mujer movió la cabeza en silencio. (...)
-¿Qué tumba van a visitar? -preguntó.
-La de Carlos Centeno -dijo la mujer.
-¿Quién?
-Carlso Centeno -repitió la mujer.
El padre siguió sin entender.
-Es el ladrón que mataron aquí la semana pasada -dijo la mujer en el mismo tono-. Yo soy su madre. (y sigue el relato)
La siesta del martes (incluido en el volumen Los cuentos de la mama Grande) Gabriel García Márquez.
Imágenes. Cuadro de Alejandro Obregón, fotografía de tren del pueblo de Rere (Chile) y pintura de Turner.
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