A veces los libros que pasan a la historia primero son despreciados
Quien no conozca a fondo la mala literatura, no sabe muy bien cuál es la buena. Los grandes lectores y críticos «lo han leído todo». Quiero decir que han leído con atención buena y mala literatura de todos los géneros. En el área de la literatura de ficción, de viajes, de la difusión histórica y científica, de propaganda comercial, incluso octavillas y panfletos políticos
Fiémonos de ese buen lector, que nos asegura que «Justine» y otras muchas cosas del marqués de Sade, a pesar de su mala fama y el manifiesto rechazo de la Iglesia, son literatura buenísima. No tiene en cuenta el contenido vitriólico, sino su forma, su planteamiento y desarrollo imaginativos. En el método comparativo, se le puede citar como premonitor del surrealismo y de las novelas de Kafka. Démosle al César lo que es del César. Y aún somos más justos si advertimos que la pornografía de Sade ya no es atrayente, sino algo momificado, arqueológico, museal, carente de «glamour», que puede provocar, incluso, un rechazo instintivo. Pero objetivamente, por pudibundos que seamos, tendremos que reconocer su extraordinario valor formal y la construcción de «un mundo aparte», que es lo que distingue a los más grandes escritores, Poe, Stevenson, Proust, Henry James…
En la literatura popular, considerada en general como mala –o simplona–, se encuentran cosas que hacen dudar bastante de si no son nada o son muchísimo. El cuento popular, por desmañado y torpe que se muestre, tiene un encanto literario del que carecen por completo los libros más serios.
En este terreno, sí que entramos en un problema sin duda peliagudo. Lo popular es fundamental tanto para un aficionado, un crítico o un profesional. ¿Qué han leído en el siglo XIX y XX las clases más humildes y poco instruidas, con el empeño de instruirse y enterarse de lo vario y complejo que es el mundo, aquellos que yo veía leer a las criadas en mi hogar desahogado y burgués? Un día me acerqué a una tata encantadora, joven y vivaracha, que leía con tremenda avidez un libraco de pastas duras. «¿Qué lees?» le pregunté. Ella levantó la vista, como alucinada y me contesto con vehemencia: «Tiene otro tomo». ¿Qué quería decir con aquello? Que su lectura era para ella tan interesante y gratificante que aún tenía un tomo en reserva, para prolongar aquella dicha. Lo que estaba leyendo era un ilustre folletín de dichas y calamidades, era «El cura de Aldea», de Pérez Escrich. Para siempre me conmovió aquella chica, me conmovieron todas esas personas humildes que trabajan y leen con avidez una literatura que se considera menor y muchas veces no lo es. El folletín decimonónico ha sido un gran ornato de la literatura, aunque para muchos de sus adventicios lectores de la clase obrera fueran repeticiones simplificadas y de segunda mano. La más grande literatura narrativa se hubo de publicar en folletines periódicos, en todas las rotativas de la época. Las más impresionantes novelas de Dickens y Balzac. Aparecieron paradigmas de buena literatura popular, como «El judío errante» o «Los misterios de París».
El refrito
Pero también sucedió algo que, en la actualidad, hace que el folletín y «lo folletinesco» se mencionen con una intención peyorativa. Se convirtió en un negocio editorial, como un servicio lúdico, destinado a las clases más humildes. Y aquel «Cura de aldea» era un refrito simplificado de «Le curé de Tours», de Balzac. Y así se hicieron otros refritos puerilizados y explotadores de lo sentimental y lo horroroso. Hubo editores que lo hicieron con auténtica saña explotadora, y sus publicaciones han servido, luego, de risa y sarcasmo.
Bien es cierto que entre aquellos industriales que se «forraron» figurara Alejandro Dumas, el autor de «Los tres mosqueteros», pero tampoco éste dejó de hacer chapuzas comerciales. Se rodeó de «negros» y publicó su curioso «Viaje a Rusia», donde jamás puso los pies. En suma, la literatura buena y la mala tienen una frontera tan difusa, que hay que andar con mucho cuidado para saber dónde ponemos los pies.
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