Muere en Francia un autor inclasificable que aceptó la soledad a cambio de la libertad creativa
JOSÉ RAMÓN RIPOLL 12/11/2010
La literatura española se ha topado muy pocas veces en su historia con un caso como el de Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923- Thézy-Glimond, 2010). Poeta desde niño, profetizado por su padre, el escritor modernista Eduardo de Ory - "Tú serás poeta, / poeta preclaro.../¡serás... mi obra magna/ y mi mejor lauro!"-, se ha mantenido hasta su muerte en una posición arriesgada que no ha permitido clasificaciones al uso por parte de la crítica, ni apoyos estilísticos o generacionales por cuenta del autor. Desde que lo recuerdo, siempre le gustó que lo trataran como escritor raro, a sabiendas de que ese apelativo conllevaba en su raíz la equivalencia de la soledad o el apartamiento. No le importaba demasiado, porque sabía que jugaba con la ventaja que concede la independencia para hacer y deshacer sin atenerse al imperativo de las modas o a la caprichosa fluctuación del tiempo. Eso sí, con respecto a las normas preceptivas lo ha pagado con el olvido, la negligencia y hasta el desprecio de quienes exigen una mayor coherencia del artista con cuanto presuponen que es su realidad. Salvo dos o tres reconocimientos autonómicos, Ory no ha recibido en su larga carrera literaria un solo galardón de carácter nacional, algo que debe dar que pensar a tantos tasadores y jueces de nuestras letras patrias.
Quizás Carlos Edmundo de Ory llevó a cabo un desplante imperdonable a principio de los años cincuenta. Ya había fundado el Postismo junto con Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi -movimiento más simbólico que poético, al que el propio Ory le otorgó el papel que justamente merecía dentro de su propia obra- cuando se traslada a Francia para no regresar jamás definitivamente a su país. Gozando de un trabajo que le permitía vivir económicamente en la posguerra, optó por escoger el camino de un voluntario exilio, el uso de una lengua diferente y la inmersión en una cultura europea, multirracial y poliédrica que lo aleja de manera radical de la mojigata tradición oficialista por un lado, y por otro, del militante realismo opositor a tal mojigatería. En un acto de rebeldía y pataleta social, el poeta quema su biblioteca española en un descampado y pretende comenzar desde cero. Esa actitud no era fácil de disculpar, ni desde las pomposas academias del franquismo, ni desde las filas opositoras que consideraban que solo entre sus consignas era posible una ética decente contra el poder establecido. Ory se fue más solo que la una, y allí siguió solo, con su mujer Laura Lacheroy, hasta el día de ayer en que murió.
Difusor de la poesía
En Francia desarrolló una interesante labor de difusor de la poesía, entendiendo ésta más como una mirada solitaria que podía ser compartida por el otro, que como un juego exclusivamente verbal. Primero París, después Amiens y al final Thézy-Glimont, como bibliotecario, profesor universitario e impulsor de experiencias poéticas. Así, 1960, funda el Atelier de Poésie Ouverte, que fue un anticipo de los actuales talleres de escritura creativa, pero con más fuerza imaginativa y bajo el amparo teórico de Raymond Quenau. Sin embargo, no perdió nunca de vista que el ejercicio de la poesía llameaba en la oscuridad y en el desierto profundo del ser más inconsciente. Y en la maraña que encubre la verdad de nuestros propios sueños trató de inmiscuirse, huyendo de los tonos hímnicos, de la elegía rimbombante y del discurso aparente que refleja la chata realidad. Así firmó títulos como Música de lobo, Técnica y llanto, Miserable ternura, Cabaña, La flauta prohibida, Soneto vivo o Melos melancolía, libros que merecen una atención especial en el panorama de nuestra literatura por la singularidad de su forma, pero también por la atracción vibrante de su contenido, su música personal y alto vuelo.
Bien es verdad que puede decirse de Ory que quizás ha publicado demasiado, y que entre sus cientos de páginas hay quizás algunos versos e incluso poemas que se podrían haber evitado. ¿Pero de quién que se arriesga hasta el punto de mostrar su desnudez como espejo del mundo no puede decirse tal cosa? Bajo el epígrafe general de Música de lobo -uno de sus poemarios más hondos- reunió Jaume Pont una magnífica antología que abarcaba 60 años de escritura, es decir, desde 1941 hasta 2001 (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003), y en ella se pueden leer algunos de los mejores versos que determinan al poeta: "Extraña raíz del día y más extraña / la melena del tiempo Mira ahora / fuera la luz de dentro...."; o "Si tuviera un caballo en vez de una metáfora / Si callara mi boca como calla la luna..."; o los remotos pasos por su ciudad natal a la que siempre volvió e iluminó constantemente en su imaginario -"Desde muy adolescente en Cádiz en el Sur / marchaba por las calles leyendo ciertos libros / Las noches no dormía y pensaba en el mar / y decidí ser monje en el futuro...". Pero si tuviésemos -y tenemos- que hacer honor a la verdad, en un país tan olvidadizo como el nuestro, deberíamos citar la selección que Félix Grande hiciera de los textos oryanos bajo el título general de Poesía 1945-1969 (Edhasa, Madrid, 1970). Los que ahora nos consideramos sus amigos y discípulos, leímos ahí El rey de las ruinas -"Estoy en la miseria Dios mío qué te importa / Ya mi casa es un dulce terraplén de locura...-. O Amo a una mujer de larga cabellera -"El pensamiento ha huido de nosotros / Se juntan nuestras manos como piedras felices..."-. A Ory lo seguíamos porque era singular y muy distinto a todo. En los todavía páramos provincianos de los primeros años setenta, llegaba a España, a Madrid o a Cádiz un hombre delgaducho y con melena que nos hablaba de Rilke, de Char, de Schopenhauer, de Lao-Tse y Buda, de Pierre-Jean Jouve y de otro Lorca distinto. Y sobre todo, de Vallejo. Un hombre delgaducho y de otro idioma, porque ya era otra lengua la que pronunciaba, lejana en el decir de sus contemporáneos españoles y salpicada de otras fuentes y tradiciones que, sin acabarla de entender, nos conmovía e impulsaba a seguir su discurso.
Con Ory ha ocurrido algo a lo que nuestra sociedad acostumbra, consistente en ignorar aquello que no logra entender a la primera. Su voz ha sido larga y profunda a pesar de su atiplada tesitura, y su poesía es compleja en cuanto trata de reflejar cuanto se ve y no ve y cuanto se oye y se silencia. Por eso es melodiosa, siseante, subterránea, anfibia y a su vez aérea: cuando menos se espera surge una imagen como nunca la contemplamos antes, se juntan tres palabras que jamás se unieron entre sí, y como aerolitos caen en nuestra consciencia. Así los llama él: "aerolitos". O los llamaba: "Si me fumo, me fumo hasta el humo / Si me hundo me Carlos Edmundo."
No hay comentarios:
Publicar un comentario