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sábado, 30 de julio de 2011

400 años del Diccionario de Covarrubias


Imagen del Tesoro de la lengua castellana o española (1611), de Sebastián de Covarrubias (Toledo, 1539-Cuenca, 1613), tomada en la Biblioteca Nacional.- ÁLVARO GARCÍA




JOSÉ MANUEL BLECUA 30/07/2011 - EL PAÍS


El Tesoro de la lengua castellana o española, que Sebastián de Covarrubias publicó hace cuatro siglos, no es solo un manjar para los filólogos. Quien se anime a consultarlo descubrirá mil historias. Carmen Calvo, Ouka Leele y Miguel Gallardo han elegido una palabra de este diccionario y la interpretan en imágenes para Babelia. Por José Manuel Blecua

En el Vocabulario español-latino que Elio Antonio de Nebrija publicó a finales del siglo XV se explica lacónicamente el significado de las palabras españolas, por medio de las latinas a que corresponden. Este proceder, tomado como una virtud, se ha mantenido en nuestros diccionarios actuales, que tratan de exponer, ahora ya en español, el significado y el uso de las palabras de nuestra lengua.







Un nutrido grupo de palabras o acepciones aparecen en nuestros diccionarios por la autoridad que concedieron al de Covarrubias
Hay otro tipo de diccionarios que no se conforman con dictaminar qué significan las palabras o en qué situaciones se usan, sino que buscan las razones de su empleo. Es lo que ocurre en los que conocemos como diccionarios etimológicos o históricos. Son precisamente estos los caminos por los que se movió Alonso de Palencia, por la misma época de Nebrija y por los que, unos doscientos años después, volvió a recorrerlos, con más empeño, Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, de cuya publicación se cumple este año el cuarto centenario.

Para hurgar en el significado de las palabras contaba Covarrubias, primero, con la etimología -ciertamente muy apoyada entonces en la imaginación del lexicógrafo-; después, con algo de lo que se huye en los diccionarios normales: las explicaciones enciclopédicas de la realidad -también en muchos casos pintorescas- y, finalmente, con las relaciones que se establecen entre las palabras de una misma familia. Con todo, la obra tiene una importancia que voy a tratar de resaltar por medio de dos rasgos: es el primero, la incorporación de algunas de sus voces al diccionario académico; y el segundo, la información que proporciona para comprender nuestros textos clásicos.

Tratándose del diccionario de la Academia, nos encontramos, por ejemplo, con la voz fregadero, definida como el mueble en el que se friegan los platos, significado que se extiende a la propia pila de fregar, hoy prácticamente desaparecida. Esta definición, que tiene alguna relación con la de Covarrubias, reduce considerablemente la realidad más compleja que había acogido el Tesoro, en la que se desciende a lo que se friega, que son "los platos, escudillas, sartenes y los demás vasos de aparador y espetera". Por otro lado, se relacionan en ese mismo artículo otras palabras de la misma familia: ya se trate de la fregona, es decir, "la moza de servicio que anda en la cocina entre las ollas y los platos, a estas llama Lope de Rueda platerillas" o de lo que supone un refregón: "un arrimarse de paso, como el que se arrimó a la pared, pasando de largo, y se enyesó la capa" o de una refriega: "la revuelta y pendencia de unos contra otros". Esas relaciones que se dan entre los miembros de la familia de palabras le llevan a explicar frases como "Muger de buen fregado: la deshonesta que se refriega con todo" o "Refregarse con las mujeres es allegarse mucho a ellas". A las palabras emparentadas se agregan otras de linaje distinto, como es el caso de las platerillas o de los platos, escudillas, aparador o espeto.

Hay que reconocer que un nutrido grupo de palabras o acepciones aparecen en nuestros diccionarios por la autoridad que concedieron al de Covarrubias, como es el caso de un bobillo, que significa "Jarro vidriado y barrigudo, con un asa como la del puchero", que el diccionario académico tomó de esta obra: voz sobre cuya existencia algún tiempo tuve dudas, hasta que la encontré en inventarios abulenses del siglo XVII; o de brizar 'acunar' que aún se puede oír en territorio leonés; o de la acepción de brújula 'punto de mira', que el diccionario da como desaparecida y que sirve para explicar el camino que ha recorrido el italiano bussola, 'cajita' para convertirse en brújula; o del juego del abejón; o del uso de aburrir con el significado de 'aborrecer'; o de los azacanes, que, curiosamente solían ser "gabachos".

Sirve admirablemente, en segundo lugar, la obra para comprender mejor el léxico de la literatura del pasado, por más que su consulta no carezca de problemas, al reunirse en un mismo artículo esas familias de palabras a que me he referido antes y al no poder sospechar que vamos a encontrar, por tanto, dentro de una palabra otra que puede interesarnos; aparte de que algunas voces estén situadas fuera de su lugar alfabético. Pero son problemas (que se resuelven además con la consulta en soporte electrónico del diccionario) que no han de afectar a un lector que renuncie al apresuramiento, si en vez de buscar con urgencia un dato, trata de leer el Tesoro con la pasión con que se leen las obras de creación. Asistirá a mil historias -a cual más fabulosa-, se asomará a la literatura latina, se embeberá de refranes, se topará con palabras que han desaparecido, pero que las emplean nuestros clásicos: ahí están esas platerillas citadas, que yo solo conocía de la Picara Justina, en un pasaje en que un personaje se refiere a un joven al que vio "en algunos buenos tiros que hizo a inocentes platerillas".

No todo en la vida ha de ser pensado a corto plazo y franqueado con sello de urgencia: hemos de reservarnos, también en los diccionarios, placeres que no son los comunes, como estos de bucear en los veneros en que nacen las palabras y en que se da cuenta de su explicación. Es este el ámbito que más ha de interesar al lector del Tesoro de la lengua española: desde luego, cuando se adentra, por ejemplo, por artículos tan desmesurados como los referentes a abeja o buey, pero tan llenos de datos para entender la organización de las cosas que se hacían nuestros antepasados más cultos, de un modo particular los escritores. También en casos como el del cocodrilo, en que parece que estuviéramos ante una página de una pintoresca enciclopedia, donde encontramos de todo: una curiosa e insostenible etimología a partir del latín croco 'azafrán', la explicación de la vida del animal, y finalmente su utilización simbólica. Estos datos pueden resultarnos curiosos, pero sin ellos, difícilmente podríamos entender la idea de las cosas que se hacían las personas para las que escribía Covarrubias, tan pintorescas, pero tan reales como supone pensar que la berenjena produce melancolía o que el bollo maimón sea "pan mezclado con hechizos de bienquerencia". Con todo, he de precaver a los futuros lectores de este benemérito diccionario que han de desentenderse de las sorprendentes etimologías que nos brinda, la mayor parte de las cuales pertenece al mundo de la pura fantasía. Para hacerlo comprender no necesito fijarme en sus étimos hebreos o árabes, basta con recurrir a las romances, como la de abarca "por tener forma de barcas" o cetrería "díjose, de cetro".

He querido ponderar por medio de dos características la importancia que tiene esta obra cuyo centenario conmemoramos. Querría añadir que su lectura no solo es manjar reservado al gusto de los filólogos, sino un banquete para lectores refinados, como Luisa Alday, personaje de la última novela de Javier Marías, Los enamoramientos, que acude a ese "voluminoso libro verde" que es el diccionario de Covarrubias, para introducir a la envidia en el relato, en tanto que, según el lexicógrafo, se trata del veneno que "suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos".

Para este monumento de la lexicografía tenemos además la ventura de contar con buenas ediciones, no solo accesibles, sino que merecen un elogio desde el punto de vista filológico y técnico: me refiero a la de Martín de Riquer, que durante tanto tiempo fue la usual entre filólogos, y la más reciente de Ignacio Arellano y Rafael Zafra, que puede considerarse como la edición definitiva y que cuenta además con un CD que facilita notablemente el acceso a la obra.


Tesoro de la lengua castellana o española según la impresión de 1611, con las adiciones del Padre Benito Remigio Noydens, publicada en Madrid, 1674. Sebastián de Covarrubias. Edición de Martín de Riquer. Barcelona: SA. Horta, 1943. Alta Fulla Editorial. Barcelona, 2003 (reproducción de la edición de M. de Riquer). 1.120 páginas. 60 euros. Tesoro de la lengua castellana o española. Sebastián de Covarrubias Horozco. Edición integral e ilustrada de Ignacio Arellano y Rafael Zafra (reimpresión de la edición de 2006). Iberoamericana. Madrid / Fráncfort, 2009. 1.639 páginas + CD. 120 euros. José Manuel Blecua (Zaragoza, 1939) es director de la Real Academia Española.

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