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miércoles, 31 de agosto de 2011

Descripción de "el Libertario" en Aurora roja de Pío Baroja (Capítulo 1, Segunda Parte)

El que hablaba con Juan era un hombre ilustrado, que había vivido en Francia, en Bélgica y viajado por América. Solía escribir en un periódico anarquista, en donde firmaba: Libertario, y por este apodo se le conocía.



Había dedicado un artículo elogioso al grupo de Los Rebeldes, y luego había buscado a Juan para conocerle.



Sentados bajo el emparrado, el Libertario hablaba. Era éste un hombre delgado y alto, de nariz corva, barba larga y modo de expresarse irónico y burlón. A pesar de que a primera vista parecía indiferente y bromista, era un fanático. Trataba de convencer a Juan. Hablaba con un tono un tanto sarcástico, manoseando con sus dedos largos y delgados su barba de prócer, suave y flexible. Para él, lo principal en el anarquismo era la protesta del individuo contra el Estado; lo demás, la cuestión económica, casi no le importaba; el problema para él estaba en poder librarse del yugo de la autoridad. Él no quería obedecer; quería que si él se asociaba con alguien fuese por su voluntad, no por la fuerza de la ley. Afirmaba también que las ideas de bien y de mal tenían que transformarse por completo, y con ellas, las del deber y la virtud.



Hacía sus afirmaciones con cierta reserva y, de cuando en cuando, observaba a Juan con una mirada escrutadora.



El Libertario quería dejar una buena impresión en Juan, y ante él, sin alardes, iba exponiendo sus doctrinas.



Juan escuchaba y callaba; asentía unas veces, otras manifestaba sus dudas. Juan había tenido un gran desengaño al conocer a los artistas de cerca. En París, en Bruselas, había vivido aislado, soñando; en Madrid llegó a intimar con pintores y escultores, y se encontró asombrado de ver una gente mezquina e indelicada, una colección de intrigantuelos, llenos de ansias de cruces y de medallas, sin un asomo de nobleza, con todas las malas pasiones de los demás burgueses.



Como en Juan las decisiones eran rápidas y apasionadas, al retirar su fe de los artistas la puso de lleno en los obreros. El obrero era para él un artista con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia. No veía que la falta de envidia del obrero, más que de bondad, dependía de indiferencia por su trabajo; de no sentir el aplauso del público, y tampoco notaba que si a los obreros les faltaba la envidia, les faltaba también, en general, el sentimiento del valor, de la dignidad y de la gratitud.



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