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sábado, 10 de septiembre de 2011

"El País de Galdós" por Antonio Muñoz Molina


 
Sin darme mucha cuenta me he visto de nuevo sumergido en Galdós. Abrí la segunda serie de los Episodios llevado por el recuerdo de un tono moral, esa música que dejan los libros mucho tiempo después de haberlos leído, cuando uno ha olvidado la trama, que es lo primero en borrarse, y la mayor parte de los personajes. Me acordaba del nombre de un protagonista, Salvador Monsalud, y de ese tono no disipado por el tiempo, una pesadumbre moral y política que yo asociaba a las tenebrosidades de Goya, a la negrura de tinta de Los desastres de la guerra y de las pinturas negras, donde está la crónica macabra de la España de Fernando VII. En esos años finales y prodigiosos de su vida de pintor Goya era un anciano aislado del mundo por la sordera y por el peligro de la persecución política. Dibujó y pintó casi siempre en secreto lo que veía, y también las deformaciones monstruosas que el fanatismo, el miedo y la ignorancia suscitaban en los seres humanos. Había visto con sus propios ojos el heroísmo popular y la barbaridad universal de la guerra. Porque había compartido los sueños razonables de la Ilustración lo espantó más todavía la escala de los crímenes que en nombre de ella cometían en España los ejércitos napoleónicos. Y quizás antes de que los franceses fueran derrotados y expulsados intuyó tristemente que la victoria española traería consigo el regreso siniestro del absolutismo.




Cuando empezó a escribir la segunda serie de los Episodios -el primero de ellos está fechado entre junio y julio de 1875- Galdós era un novelista joven dedicado a la tarea de imaginar apasionadamente un tiempo muy anterior a su propia vida. Lo que para Goya había sido experiencia inmediata, para Galdós exigía un esfuerzo no solo de documentación, sino de una empatía que saltara por encima de las fronteras del tiempo. No quería reconstruir un pasado lejano a la manera de la novela histórica, en la tradición todavía cercana de Walter Scott o de Victor Hugo. El pasado que le importaba era aquel que se extendía hasta los orígenes inmediatos del presente: el que aún estaba dentro de los límites de la memoria viva, aunque ya en el filo de su disolución. Y le importaba por razones muy prácticas, de una extrema urgencia vital y política. Quería comprender su tiempo. Quería intervenir en él como ciudadano. Quería indagar el modo en que las circunstancias históricas se entrecruzan con los destinos personales, cómo son los hilos entre lo privado y lo público: comprender no solo las cosas que sucedieron, sino las que estuvieron a punto de suceder; resistirse al fatalismo de lo inevitable. En el espejo de la ficción la historia se volvía presente, igual que en los cuadros y en los grabados de Goya los horrores de 1808 no son la crónica de hechos lejanos sino el drama de seres que están muriendo o matando delante entre nosotros: ahora mismo, como en los tiempos de la juventud de Galdós, una descarga cerrada está a punto de abatir a los patriotas de Los fusilamientos, a la luz cruel de unos fanales encendidos, sobre la tierra ya cubierta de cadáveres. El gran Stephen Gillman lo resumió mejor que nadie en su libro sobre Galdós y la novela europea: "Se necesitaba tan solo la magia de la novela para convertir lo conocido en una experiencia formativa".



En 1875, la guerra de la Independencia y el reinado despótico de Fernando VII estaban más cerca de lo que está para nosotros la Guerra Civil. Galdós había entrado en la primera juventud al mismo tiempo que estallaba la revolución jubilosa de 1868, La Gloriosa, que había traído la primera esperanza sólida de libertad y progreso a España. El pasado formaba parte del presente porque la reina expulsada, Isabel II, era la hija de quien en 1814 había abolido la Constitución de 1812 y restaurado con crueldad inaudita el absolutismo, convirtiendo al país en una especie de lóbrega Corea del Norte vigilada por la Santa Inquisición. En Galdós el fervor político y vital de los veintitantos años se confunde con el aprendizaje del oficio de escritor. Su curiosidad por los hechos presentes y sus intuiciones entre ilusionadas y angustiadas sobre el incierto porvenir lo llevaban instintivamente a buscar en el pasado claves o lecciones para entender el curso caótico de la vida pública española, la dificultad cada vez mayor de ponerse de acuerdo en un sistema viable de convivencia política. Cuando escribió la primera serie de los Episodios aún tenía esperanzas. La segunda serie la empezó cuando ya era inevitable el regreso de los Borbones, después del asesinato de Prim, de la abdicación de Amadeo I, del desastre de la I República, del renacer sangriento de la guerra carlista. Para nosotros las guerras carlistas suenan casi tan lejanas como las guerras púnicas, pero Galdós escribía bajo el impacto de su crueldad sanguinaria agravada por el fanatismo religioso y político. En ese tiempo, y en sus novelas, el término guerra civil designa a las guerras carlistas, y Galdós busca el origen de esa interminable barbarie en la que se da cuenta de que fue la primera de todas las guerras civiles españolas, la que estuvo enmascarada bajo la guerra de la Independencia, la guerra sin cuartel entre liberales y absolutistas, entre patriotas y serviles.



En la segunda serie de los Episodios, como en Los desastres de Goya, hay muchas víctimas y muchos bárbaros, pero muy pocos héroes. Los valerosos guerrilleros de la leyenda patriótica pueden ser también bandidos sin compasión y ejecutores a sangre fría del enemigo vencido. Quienes se sublevan contra el invasor no lo hacen en nombre de la libertad sino de la tiranía y el oscurantismo religioso, y a quien más odian no es a los franceses, sino a los españoles que han colaborado con ellos o que simplemente tienen ideas liberales. Y el pueblo noble y abstracto de las proclamas políticas y de los cuadros oficiales de historia puede ser una chusma zafia y beata que arranca las placas de las calles dedicadas a la Constitución y jalea a los esbirros de la policía secreta cuando van a detener a un liberal fugitivo. La disidencia política es inapelablemente calificada de herejía: "Hereje, francés, judío, liberal", grita una madre al repudiar a su hijo. "La templanza es un crimen", dice otro personaje.



Con su memoria de novelista, transgresora del tiempo, Galdós se acuerda de 1814 pero está escribiendo en 1875. Yo leí por primera vez los Episodios a mitad de los años ochenta, y cuando vuelvo a ellos ahora los leo sin remedio a la luz del presente. Uno abre de nuevo los libros que le importaron mucho con miedo a que ahora lo defrauden. Pero Galdós siempre sorprende porque es mejor todavía de lo que uno recordaba. Y quizás ahora estoy más en condiciones de comprender su pesadumbre por la áspera intransigencia española, por la terrible facilidad para eliminar los matices entre el blanco y el negro, para dividirlo todo entre ortodoxia y herejía y llamar traición a la templanza.





Galdós y el arte de la novela europea, 1867-1887. Stephen Gillman. Traducción de Bernardo Moreno Carrillo. Taurus. Madrid, 1985. 400 páginas. antoniomuñozmolina.es


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