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miércoles, 29 de febrero de 2012

¿Para qué hay que leer literatura?



Por Darío Jaramillo Agudelo para elmalpensante.com

¿La ficción es la madre de todos los vicios? Depende. El autor respondió hace
poco a la pregunta en un encuentro convocado por la Fundación Santillana.

¿Para qué hay que leer literatura?


1.  ¿Por qué leer literatura? Tengo muchas dificultades para responder esa pregunta, es más, tengo dificultades con la pregunta misma. Ambas dificultades se relacionan con mi falta de objetividad con respecto al hábito de leer libros inútiles.

Edición N° 73
N° 73
Septiembre - Octubre de 2006
Para empezar, mi clasificación de los libros está muy lejana de la que se podría esperar de alguien que, dentro de su trabajo, es responsable de una red de bibliotecas. La primera gran división de los libros es entre libros útiles y libros inútiles.

Paradójicamente, a estas alturas de la tecnología, los libros útiles están destinados a desaparecer y los inútiles seguramente perdurarán en los estantes de las bibliotecas. No se crea que esta paradoja que presento como profecía es asunto del futuro. Ocurre ahora mismo. Ocurre cada vez en mayor proporción. La información útil, la de los manuales, desde la cartilla de cultivos hidropónicos al vademécum de veterinaria, desde el libro de la crianza de vacunos hasta la bitácora del carpintero, desde los “cómo hacerlo” hasta los “paso a paso”, todo este universo que se amplía a ritmo exponencial, cada vez está más en medio magnético y tiende a desaparecer del papel. Mientras más especializado sea un asunto útil, menos gente está interesada en él, lo que hace irracional convertirlo en papel. Por otra parte, los instrumentos de búsqueda que brinda el medio magnético son mucho más flexibles y prestan una mayor utilidad.

Los libros inútiles, por el contrario, creo que están predestinados a perdurar en el formato de papel. Ray Bradbury dijo, según me informa la wikipedia, que uno se va a la cama sólo con una persona o con un libro. Es cierto. Uno no se lleva a la cama a la wikipedia. Pero sí una inútil novela, un libro de poemas, uno de esos livianos y profundos ensayos de Montaigne.


2.. Lo primero que me he atrevido a hacer aquí es afirmar mi experiencia personal como criterio de mis dudas y de mis respuestas. Y esta es mi primera respuesta. Leo novelas y poemas y ensayos porque son inútiles. Los leo por esa razón y, de paso, niego cualquier utilidad práctica de ese tipo de lecturas, si bien, para contradecirme y continuar impávido, tendría que aclarar que esa costumbre tan inútil como leer novelas puede ser muy útil en ciertos momentos.

Hablo, no me cansaré de repetirlo, desde mi pasión por la lectura. Me gustaría que mi testimonio le sirviera a alguien que lo pueda necesitar, aunque si digo esto, también le estoy encontrando alguna utilidad adicional a algo cuya esencia, ufanamente, es la inutilidad.

Rápidamente me voy enredando en mi propia madeja de contradicciones sólo con el deliberado propósito de envolverlos a ustedes en la convicción que tengo acerca de la formidable y deliciosa utilidad de lo inútil. (Entre paréntesis, como mera digresión en la que no persistiré, también estoy convencido de la mucho más sombría inutilidad de lo útil.)

Pertenezco a una subespecie humana llamada lector compulsivo. En la historia figuran algunos creadores que tenían la misma característica. También hay muchos chiflados que la comparten. Y la mezcla de los anteriores, locos que son celebridades, como el más de ambas cosas, el más loco y el más célebre, don Quijote de la Mancha, encerrado entre sus libros que sustituyen la realidad.

Soy apasionado lector de literatura gracias a la confluencia de tres hechos con los que tropecé en mi primerísima infancia y que se prolongaron en el tiempo: uno, no tuve hermanos ni hermanas; dos, vivíamos en el centro de Medellín, cuestión que me confinaba a la casa, y tres, en esa casa había libros. Muy rápidamente, aun antes de poderlos leer, descubrí que me gustaba mirar los libros, las fotos, las ilustraciones. Y aprendí a leer muy temprano, impulsado por mis ansias de poder leerlos. Mi padre fomentaba aquellos deseos llevando libros a la casa.


3. Creo que fue durante esas horas de domingo entero, en esas vacaciones que se extendían por semanas, que descubrí los dos placeres añadidos a la lectura propiamente dicha. El primero, el que más amo, el placer del silencio: inmerso en una novela, en un poema, el mundo exterior se borra, con todos sus ruidos. El segundo, que aniquilada la realidad de afuera también su tiempo desaparece, se reduce, se olvida, y el único tiem­po válido es el tiempo en que transcurre la narración.

El silencio es un muy valioso y cada vez más escaso tesoro. Antes de la invención de los motores y de la radio, el silencio reinaba entre los hombres. Ahora está en extinción y quien lo necesita, como yo, como algunos otros que lo han probado, pueden conseguirlo metiéndose entre una narración que, ojalá, pertenezca a esa misma edad dorada del hombre, la época en que reinaba el silencio. Sus autores estaban obligados con el lector, tenían el desafío de encantarlo, de no permitir que soltaran el libro. Se llamaban —y hubo más— Boccaccio y Chaucer, Fernando de Rojas y Cervantes, Swift y Quevedo, Rabelais y Defoe. Después vinieron otros, como Cortázar y Calvino, Cabrera Infante y Albert Camus, Canetti y Conrad, Cervantes y Cernuda, Carroll y Clarín, para no salirme de la C de Confucio, de Wilkie Collins y de Calderón.

El procedimiento es muy fácil: usted se embarca —el verbo es literal— en Ana Karenina o en Tom Jones y ellos le activan la cera en los oídos. Y usted, como Ulises, no tendrá la tentación del ruido de afuera, de las prisas del mundo, de los acosos de la realidad apresurada. Aquí todo irá por fuera del tiempo, aquí reinará un silencio tan sutil que se necesitará algún ruido para notar la imperceptible y gozosa existencia de un prolongado silencio.

Precisamente porque su lectura borra la mensura del tiempo según los relojes, la lectura de novelas o ensayos o poemas es útil en ocasiones en que es importante no darse cuenta de la lentitud de las horas. Gasto más tiempo escogiendo las lecturas de aeropuerto y del avión que empacando la maleta. La verdadera duración del vuelo depende del tiempo interior del texto que me acompaña. Los libros inútiles son útiles para alejarse del tiempo suspendido, de las esperas, de los vuelos largos. En estas ocasiones se corren riesgos, habla la experiencia, como aquella ocasión en que una maravillosa trama de Poe no me dejó oír el llamado a bordo. O esa otra, más vergonzosa, en que Thomas de Quincey me tenía envuelto en sus Memorias de los poetas de los lagos y el avión que había llegado a tomar a tiempo se fue sin mí, sordo a los anuncios.


4. Tengo una memoria de corta duración. Olvido fácil. Creo que mi mala memoria es una de mis mejores cualidades, ya no digamos morales, sino también en otros aspectos de mi vida. Gracias a la debilidad de mis recuerdos olvido con mucha prontitud los argumentos y, todavía más, las incidencias y recovecos de las historias. De los libros me quedan datos muy imprecisos y una sensación acerca de cuánto me gustó este o aquel título. Por supuesto, abandonado el oficio de reseñista, no tomo notas, ni hago fichas, ni llevo un diario, y todas estas omisiones facilitan el objetivo de que la memoria flaquee, de que el texto se olvide.

Ese olvido me ha permitido volver a leer con pasión los libros que más me gustan. Hubo una época en que releía cada dos o tres años a Hammett y a Chandler. Y el goce, gracias a mi desmemoria, es el mismo o más, porque ya me permito hacer lecturas dirigidas, como la vez que perseguí, ociosamente, a Dulcinea por todo el Quijote.
 
Precisamente el placer del relector olvidadizo reivindica la más evidente y deliciosa inutilidad de los libros de literatura. Como haciendo el amor, el placer de esta lectura es en tiempo presente, mientras se hace el amor con el libro que se lee. Luego sigue esperar el olvido para ponerlo en fila y volverlo a leer, y así hasta el infinito, hasta morir o quedarnos ciegos, lo que primero ocurra.
 
 
5. Notarán ustedes que todos mis ejemplos vienen de la narrativa. Que apenas he dejado asomar el bendito nombre del señor de la montaña, el sin par Montaigne, entre los ensayistas en los que uno puede repetir fructuosamente su lectura una y mil veces. Entre éstos habría qué incluir el ensayo histórico, como El siglo de Luis XIV o La monja alférez.
 
Consideración aparte merece la poesía. Aquí la pregunta, para qué leerla, aparece acotada por una condición anterior. El que lee versos, por ley general, escribe versos. Hans Magnus Enzensberger ha señalado que la poesía es la única rama de la creación que refuta todas las leyes de la economía, pues los productores de poesía son muchos más que los consumidores. En cantidad son más pero, entre ellos, son pocos, poquísimos, los que logran ser arte. La inmensa mayoría no es legible. No alcanza un nivel estético sino que su nivel es tétrico. Entonces aquí la pregunta, para qué leer poesía, tiene algún valor pedagógico: leo buenos versos para mejorar mis versos.
 
 
6. ¿Para qué leer literatura? Concluyo diciendo que no hay que dar razones. Llevo años colaborando en campañas de lectura desde mi trabajo. He publicado antologías de lecturas amenas con miras a difundir el vicio. Todo esto es como la parábola de la semilla: no son muchas las que caen en campo fértil. A veces pienso que la gente está alienada por el ruido, por la prisa, por el gregarismo derivado del patético miedo de estar solo. Y que todo eso le gana a estar a solas, en silencio, sin acosos, leyendo un libro. Habría, tal vez, que cambiar de táctica. No decir nada. Simplemente atravesarle los libros a los niños por dondequiera que vayan, ponerlos en el aula y en la casa, en el bus y el consultorio, en el parque y en su propio cuarto. Al fin, emboscados, ellos caerán en la tentación.

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