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sábado, 10 de marzo de 2012

SIN PEROS EN LA LENGUA por Isaías Lafuente


Publicado 08/03/2012
Isaías Lafuente
www.elpais.com

«Es muy enriquecedor el debate abierto por el artículo 'Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer»

Es muy enriquecedor el debate abierto a partir del artículo «Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer» publicado el pasado domingo en EL PAÍS, firmado por Ignacio Bosque y suscrito por otros 27 académicos y 5 académicas. La nómina de los firmantes evidencia que la visibilidad de la mujer, en según qué ámbitos, aún tiene un largo camino que recorrer. Y su contenido documenta que en la otra necesaria visibilidad, la que viene de la mano de la adaptación del lenguaje, quizás se hayan dado pasos desmesurados aún con la buena intención de corregir usos sexistas instalados secularmente en nuestro idioma. Resulta muy difícil no suscribir algunas de las apreciaciones sostenidas por Ignacio Bosque, sobre todo las que se refieren a los cansinos desdoblamientos para evitar el masculino genérico, o al uso de algunas fórmulas propuestas por las guías analizadas que no sólo atentan contra la gramática o la sintaxis, sino que en ocasiones nos llevarían a decir justo lo contrario de lo que queremos expresar. También es brillante la apreciación de que mientras se exige al lenguaje oficial un acercamiento a la lengua común, se promueve desde algunas instituciones un movimiento que actúa justo en sentido contrario. Y son demoledores los párrafos en los que se demuestra que quienes proponen un lenguaje políticamente correcto en esas guías después vulneran sus propias recomendaciones en los Boletines Oficiales o en los documentos de sus propias organizaciones e instituciones.

La RAE ha puesto muy alto el listón de la exigencia

Es verdad que nuestra lengua diferencia entre sexo y género, y así ha acuñado sustantivos de apariencia masculina en los que están incluidas las mujeres, como otros de apariencia femenina en la que nos sentimos incluidos todos los hombres. Yo lo soy, y también persona y periodista, y no creo necesario forzar la lengua para ser persono o periodisto. Aunque respecto a la denominación de mi profesión, ejemplo repetidamente usado para zaherir a quien propone una feminización del lenguaje, no sé cómo se habría desenvuelto la Lengua si el mío hubiese sido en su origen un oficio de mujeres. Ahí tenemos a las modistas que vieron cómo, cuando algunos hombres españoles prosperaron en el oficio, la RAE no tuvo inconveniente en retorcer la norma para crear la palabra modisto, aunque el sufijo -isto, para denominar una profesión, es un contradiós que ni existe ni se le espera en el diccionario.

La RAE ha puesto muy alto el listón de la exigencia, no sólo para quienes elaboran guías sobre el uso no sexista del lenguaje, sino para los propios académicos que deberían mostrar el mismo interés en revisar su propio Diccionario. En él encontramos fosilizados usos y términos cargados de sexismo. Les propongo que busquen, por ejemplo, los grados militares. ¿Por qué si soldada, generala o sargenta son palabras que acoge el diccionario para designar modismos anticuados como el de la mujer del militar, o para definir, en el caso de sargenta, una mujer corpulenta y hombruna, no pueden ser utilizados para nombrar lo evidente: a las mujeres que ocupan esos puestos en la carrera militar? Fue sorprendente la recomendación de la FUNDEU —fundación asesorada por la RAE— sobre el término soldada. Reconocía que era una palabra bien formada aunque recomendaba no usarla mientras no se extendiese su uso, sin saber cómo se puede lograr lo segundo si aceptamos lo primero. En otras palabras, como monarca, la Academia ha detectado el cambio de uso de la palabra y en la próxima edición ya no se recoge como término masculino, sino común en cuanto al género. Aunque con una anotación sorprendente al pie en el que especifica que «se usa mayoritariamente como masculino». Bueno... hasta que en este país haya una reina, se supone.

La Real Academia Española tiene su historia. Es sorprendente la resistencia mostrada, por ejemplo, para incluir una acepción que denomine las nuevas formas de matrimonio homosexual. En el Diccionario se recogen hasta diez formas de matrimonio, alguna de las cuales están enterradas en la Historia, pero no se define una nueva realidad que afecta a decenas de miles de parejas sólo en nuestro país y que permanecerá vigente aunque el Tribunal Constitucional tumbe está forma de matrimonio. O la beligerancia mostrada contra el concepto «violencia de género», cuando es una denominación universalmente aceptada, aunque tenga su raíz en otro idioma, y que define más acertadamente el fenómeno que la «violencia doméstica», usada por Ignacio Bosque en su interesante artículo.

Resultaría muy interesante que la Academia prosiguiera su labor analítica y divulgadora, mediante sucesivos artículos que se pusieran en solfa los lenguajes acuñados desde la economía y desde la política

Nos podríamos extender en los ejemplos, pero no es el caso. Aunque quizás convenga subrayar el más elocuente. El Diccionario, que por razones de sentido común y de eficacia se rige por el sagrado orden alfabético, sólo tiene una excepción, sexista donde las haya. Si alguien se lanza a buscar la palabra que designa un oficio que en castellano tenga variantes masculina y femenina, se verá obligado a buscar la entrada por el masculino —abogado, da; arquitecto, ta—, algo que vulnera el exigido orden alfabético. En su documentado artículo, el catedrático Ignacio Bosque se pregunta reiteradamente cómo un profesor de Lengua podría explicar a sus alumnos algunas distorsiones del idioma que promueven las guías estudiadas. Yo me pregunto cómo el mismo profesor explicará a sus alumnos esta dinamitación del orden alfabético consagrada por la propia Academia.

Es muy elocuente el desternillante párrafo extraído de la Constitución venezolana. Quedamos a la espera del análisis correspondiente de nuestra Constitución vigente, especialmente de los artículos 56 y siguientes en los que se refiere a la denominación del Jefe del Estado como Rey, y a su heredero como Príncipe de Asturias, excluyendo la posibilidad, consagrada como es lógico en el propio texto y efectiva desde que el heredero ha tenido solo hijas, de que un día en España haya una Reina de España. Sin llegar al despropósito bolivariano, se podría haber matizado más.

En fin, el debate está abierto. Y como la Academia se ha mostrado muy activa en los últimos años para modernizar nuestra Gramática, nuestra Ortografía, para incluir todas las peculiaridades del castellano —el de España y el de América— en su brillante e imprescindible Diccionario panhispánico de dudas, incluso para mostrar las diferentes variantes fonéticas de nuestro idioma en el mundo, no estaría mal que se lanzase a elaborar una guía de referencia para orientar la manera en la que, sin torcer nuestro idioma hasta la sinrazón, podamos ir mejorándolo para hacerlo más inclusivo. Dado que el documento publicado en EL PAÍS, junto a las críticas, asume también algunas propuestas como razonables, creo que hay campo suficiente como para alcanzar consensos. Y mientras llega esa obra, resultaría muy interesante que la Academia prosiguiera su labor analítica y divulgadora, mediante sucesivos artículos tan interesantes y documentados como el que ahora ha visto la luz, en los que se pusieran en solfa los lenguajes acuñados desde la economía y desde la política, cargados de circunloquios, lugares comunes y eufemismos que, además de atentar contra la estructura y los usos de nuestra Lengua, maquillan la realidad hasta los límites del engaño y evidencian la baja consideración que unos y otros tienen de los ciudadanos y ciudadanas —permítaseme aquí el desdoblamiento— a quienes se dirigen. Para que no parezca que la indignación de los académicos es asimétrica.

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