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sábado, 21 de abril de 2012

Amor y odio en la Generación del 27


Las cartas de Juan Ramón Jiménez revelan la complicada relación con sus discípulos

JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS Madrid 20 ABR 2012 - El País

Homenaje a Ortega y Gasset en Madrid,1920.Juan Ramón es el primero a la derecha en la fila de abajo; junto a él, Ortega y, al lado de este, Azorín. / RESIDENCIA DE ESTUDIANTES

“En su revista: se anuncia por dinero cualquier libro; se publica un elojio de usted, en letra grande y sitio de honor cada vez que usted hace esto o lo otro o lo de más allá; no se hace crítica de los libros dignos que se publican, sino de los que usted quiere que se hagan. De modo que la Revista de Occidente no es otra cosa que un desahogo y un negocio de usted, no, como usted me dijo, un intento definitivo de revista seria, pura, noble en lo científico y en lo literario. No me es posible por lo tanto seguirle ayudando como le prometí”. En julio de 1924, con su particular ortografía, Juan Ramón Jiménez escribió esta carta a José Ortega Gasset, pero no la envió. Casi un siglo inédita, no se conserva el original en la letra de ejipcio del poeta, eso sí, existen dos borradores en la Universidad de Puerto Rico, la isla del tesoro para juanramonianos como Alfonso Alegre Heitzmann, que la incluye en el segundo volumen de la correspondencia del andaluz universal. La Residencia de Estudiantes, editora del proyecto, lo presentará la semana que viene.


Seis años después del primer tomo (420 cartas) y a falta de un tercero dedicado al exilio, este segundo es una mina para la historia de la literatura: 520 misivas (236 inéditas) dirigidas entre 1916 y 1936 a corresponsales llamados Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Lorca, Salinas o Guillén. Sin olvidar a Paul Valéry o Nikos Kazantzakis.

Sin Juan Ramón Jiménez (1881-1958), que consideraba las cartas parte fundamental de su obra, no se entiende la cultura española del siglo XX. No solo por el valor de su producción poética —consagrada dos años antes de su muerte con el Premio Nobel— o por su popularidad —Platero y yo es el libro es prosa más vendido de la literatura española después de el Quijote—, también por su papel como catalizador del talento ajeno. Si las publicaciones de la Residencia de Estudiantes, bajo su dirección, publicaron el primer ensayo de Ortega (Meditaciones del Quijote, 1914) y las Poesías Completas de Antonio Machado (1917), Juan Ramón se convirtió enseguida en el maestro de los más jóvenes, ese grupo de escritores al que la posteridad conoce como generación del 27. Casi cien cartas a distintos corresponsales permiten seguir de cerca la evolución del grupo. “Jamás poeta español iba a ser más querido y escuchado por toda una rutilante generación de poetas”, escribió en sus memorias Rafael Alberti.


Además, el arco temporal de las cartas publicadas ahora no puede ser más simbólico: se extiende desde marzo de 1916, el año de la boda del escritor con Zenobia Camprubí y de la publicación del decisivo Diario de un poeta recién casado, hasta agosto de 1936, el momento del exilio definitivo de la pareja. Libros clave como Eternidades, Piedra y cielo o Segunda antolojía poética vieron la luz en ese tiempo. Fue también el periodo en que el poeta se volcó en los escritores emergentes a través de revistas como Índice o Sí, financiadas, dirigidas y diseñadas por él. Era así fiel a su idea de “alentar a los jóvenes; exijir, castigar a los maduros; tolerar a los viejos”.

Retrato de boda de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. 
“Me parece que tiene este cerrado granadí un gran temperamento lírico”, dice por carta Juan Ramón hablando de Lorca en 1920. “¡Qué gusto ver llegar buenos nuevos! ¡Espina García, Salazar, Guillén, García Lorca…”. El maestro acogió a Federico en Madrid con todas las atenciones, visitó a su familia en Granada, creó la colección que publicó el primer poemario de Pedro Salinas —Presagios, “libro de maestro interior”—, manifestó su devoción por Guillén — “májico escritor”— y colaboró incluso en la revista ultraísta Reflector pese a sus reservas hacia la supuesta novedad de las vanguardias. “En Rimbaud”, escribe a Gerardo Diego, “está también el cubismo”.

La cercanía de Juan Ramón Jiménez con los jóvenes coincide con su paulatino alejamiento de los mayores, “ese montón estético-social-naufrago que llaman jeneración del 98”, escribe. Y también: “venimos y vamos a sitios distintos (además de la Academia, el Congreso, la Prensa y el Salón). A mí me da dolor de estómago sólo de pensar que mi poesía tenga nada que ver con el consabido desastre”.

Curiosamente, 1927 será la fecha que marque el alejamiento de sus discípulos por la necesidad de matar al padre y el choque de vanidades. Lo que empieza con alguna que otra diferencia sobre el célebre homenaje a Góngora coordinado por Gerardo Diego —“Góngora pide director más apretado y severo, sin claudicaciones ni gratuitas ideas fijas provincianas”— termina siete años más tarde con un furibundo ataque del autor joven más cercano a Juan Ramón: José Bergamín. Su antiguo colaborador aprovecha un artículo sobre Pedro Salinas para tachar la obra de su mentor de “amoralismo esteticista”, “falsa e inhumana”, “agonizante y espectacular”. Finalmente, este retira sus poemas de la antología con la que Diego amplió su famosa selección de 1932 —decisiva para consagrar al grupo— y escribe un seco telefonema a Jorge Guillén: “Quedan hoy retirados trabajo y amistad”. En una hoja conservada en sus archivos escribe: “J.R.J. asesinado en 1934 por sus discípulos: PS, JG, DA, JB y sus paniaguados”. Es decir, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Dámaso Alonso y José Bergamín.

Juan Ramón Jiménez con
Jorge Guillén y Pedro Salinas,
 en la terraza de su casa del número 8
de la calle Lista de Madrid, en 1924.
Pero no todo es disputa literaria en Juan Ramón Jiménez. En su correspondencia viven también el poeta agradecido que se cartea con corresponsables anónimos y el que hombre comprometido que en mayo de 1931 escribe al ministro Fernando de los Ríos celebrando “esta primaveral República alegre, sana, milagrosa” pese a que “sus ideas sociales son más extremas que las republicanosocialistas españolas”. Cuando estalla la Guerra Civil, el escritor y su esposa acogen en un piso de la calle Velázquez a 12 niños abandonados. De Zenobia, que considera a su marido “un corresponsal catastrófico”, es la carta que cierra el volumen. En ella habla del trabajo con los chicos —“han desplazado toda nuestra vida anterior y nos absorben por completo” (el hombre que toda su vida buscó el silencio vive en el más constante estruendo y estrépito). Los niños, añade, “le compensan a uno de todo”. Y concluye: “Todos nos hacemos a la nueva vida: un poco-mucho desaliñados, empezando porque no se puede estar vistiendo y bañando y alimentando niños con medias y trajes de seda. Yo me endoso una bata, un delantal y un par de zapatillas y lo demás me parece tan superfluo que sea lo que fuera vamos a cambiar radicalmente de vida”. Les esperaban, antes de morir sin ver España, veinte años de exilio.

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