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sábado, 12 de mayo de 2012

Palabras con significados contrarios



A veces, una misma palabra puede significar una cosa y la contraria. Se trata de una forma especial de polisemia que no resulta demasiado frecuente, pues si se generalizara dificultaría considerablemente la comunicación, pero que cualquier lengua puede digerir en pequeñas dosis.
Si lo pensamos un poco, todos sabríamos señalar unos cuantos casos. Probablemente, uno de los primeros que acuden a la cabeza es alquilar. Si un desconocido nos dice que quiere alquilar un piso —así, sin más explicaciones—, no tenemos forma de saber si lo que pretende es darlo o tomarlo en alquiler. Otra cosa sería que el contexto nos sacara de apuros o que nuestro conocimiento del mundo nos dijera si el individuo en cuestión es propietario o si desea convertirse en inquilino; pero, de lo contrario, tendremos que preguntar o quedarnos con la duda.
Algo parecido ocurre con la expresión dar clase. Si de pronto oímos que Mariana no quiere dar clase de español, no sabremos si la susodicha es una alumna díscola o una profesora desmotivada. Para evitar la ambigüedad (suponiendo que queramos evitarla), tendríamos que decir que Mariana no quiere estudiar español o que Mariana no quiere impartir clase de español.
Llegados a este punto, alguien podría verse tentado de extraer conclusiones sobre el genio hispánico a partir de un comportamiento especialmente ilógico de la lengua castellana. Si es así, lo siento, pero tengo que desengañarle. Este fenómeno, probablemente, se puede constatar en cualquier lengua. Es más, a veces presenta incluso paralelismos en lenguas diferentes. Por ejemplo, nuestro verbo sancionar puede significar: a) ‘aprobar, confirmar’, como en Corresponde al Presidente de la República sancionar las leyes; o b) ‘castigar’, como en Le sancionaron por insubordinación. Pues bien, lo mismo ocurre con el francés sanctionner y el inglés to sanction. Como anécdota diré que, un buen día, explicando gramática normativa a un grupo de estudiantes de periodismo, me sorprendí a mí mismo diciendo: Es un uso que no está sancionado por la Academia. Inmediatamente me di cuenta de que no había forma humana de saber si lo que quería decir era que la expresión de la que estaba hablando contaba con los parabienes académicos o, por el contrario, que había sido condenada por la institución.
A veces, estos dobles sentidos son el resultado de una evolución de la lengua que ha dado lugar a resultados contradictorios. De esto da testimonio el verbo enervar. En latín enervo significaba quitar los nervios o los tendones. Como antiguamente se creía que los nervios eran lo que les daba la fuerza a los seres vivos, este verbo desarrolló el significado de ‘debilitar, quitar la fuerza’. Este es el sentido con el que pasó al castellano. Ya en el siglo XIX, por influencia del francés, adquirió el sentido de ‘poner nervioso, irritar’, que es el que acabó por imponerse en la lengua corriente. Si hoy consultamos un diccionario, veremos que mantiene los dos. Un caso similar es el de lívido, que etimológicamente significaba ‘amoratado’, pero los hablantes se fueron empeñando en emplear con el significado de ‘extremadamente pálido’ hasta que la Academia no tuvo más remedio que ceder e incluir las dos acepciones en el diccionario, con lo cual no siempre está claro a qué nos referimos cuando empleamos este adjetivo.
En fin, podría seguir; pero, a estas alturas, probablemente es mejor que me calle yo y habléis vosotros con vuestros comentarios. Y, antes de que alguien me lo diga, sí, ya sé que todo esto es ilógico; pero es que una cosa es la lengua y otra es la lógica, y no las debemos confundir.

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