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domingo, 19 de agosto de 2012

"El reto poético de la canción" por Santiago Auserón


La unidad originaria que formaron música y poesía quedó rota con el verso libre de la canción

en el siglo XX. El dilema hoy consiste en recuperar el secreto de esa unión.


Bob Dylan (izquierda) con el poeta Allen Ginsberg en Nueva York, en 1964. / DOUGLAS R. GILBERT

Mediado Mediado ell siglo XX culminó un largo proceso de separación del verso escrito respecto de la tradición oral, en la que la música cumplía un papel de soporte y vehículo de la palabra. Se inició en Occidente cuando los antiguos poetas helenos se apartaron del lugar común ciudadano para reelaborar el legado homérico y los viejos mitos. La escritura les proporcionó la posibilidad de cantar sus propias pasiones o el capricho de un tirano dispuesto a pagar generosamente el encomio. Embriagados por la misma tentación de hacer valer su técnica particular, los instrumentos musicales se libraron de la obligación de sostener las pretensiones del discurso. El cantor encargado de preservar la memoria de los tiempos remotos se vio sustituido por especialistas virtuosos en competencia por el favor de la fama.
No conviene sin embargo idealizar la primitiva unidad de la música y del verso, a la manera de Platón. Quizá en las danzas más primitivas se dieran sones ajenos a la articulación verbal y diversas formas de elocución ritmada, más o menos cercanas a la entonación del habla o del canto. La música y el lenguaje comparten un medio sonoro que se presta por naturaleza a la variación gradual de sus formas. El lenguaje mismo puede ser considerado como un caso particular de la producción de sonidos, no exclusivamente como su principio organizador. La voz humana experimenta la atracción de los armónicos naturales que resuenan en su entorno, elabora esa experiencia cuando en el canto se junta con otras voces y con otros instrumentos. Eso no quiere decir que el fenómeno musical abarque el horizonte de posibilidades de la expresión verbal. Por medio del verso escrito, el pensamiento viaja más allá de las consonancias inmediatas. Píndaro defendía con orgullo el valor de sus odas como un sostén de la fama más durable que el pedestal de las estatuas.
La poesía europea reprodujo durante muchos siglos formas relacionadas con la canción, ya fuera popular o cortesana: así ocurrió en Francia con la poesía trovadoresca, en Italia con el soneto, en España con las coplas octosílabas y luego con el verso italiano. En ese proceso, el poema escrito refinó su propia sonoridad y construyó imágenes novedosas, que a menudo los músicos cultivados desearon manipular para enriquecer su inspiración melodiosa, como ocurrió en loslieder germanos. Los cantos ajustados al metro arcaico desaparecieron de la memoria dejando un bastidor en el verso que permitió inventar melodías hechizadas por la imagen poética arriesgada. El terreno que el verso escrito y la música ganan al desenlazarse permite que ambos ensayen de nuevo la aproximación, ensanchando sus respectivos campos de experiencias.
En la soledad de la ciudad industrial superpoblada, el verso escrito se desembaraza de las pervivencias de la métrica antigua y de la rima favorable al canto. Su nueva libertad se mide no sólo en relación con los recursos rítmicos —los pies— y con las formas estróficas recurrentes que comparte con el canto y con la danza, sino también con respecto a los significados habituales de las palabras. Al asociarlas según leyes no explícitas, evoluciona hacia un espacio situado más allá del lenguaje común y de la música conocida. Sin embargo, los poetas se obstinan en tender el oído hacia el horizonte de un improbable auditorio, como si estuviese a punto de producirse una consonancia inaudita, como si el canto comunitario debiera regenerarse en el extremo mismo de su imposibilidad. El verso libre busca su objeto más allá de sí mismo, arrastra el pensamiento a una danza de figuras no ensayadas.


Leonard Cohen durante su concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona, en 2009. En 2011 ganó el Premio Príncipe de Asturias de las Letras / JOAN SÁNCHEZ
La música instrumental, en su libertad de evolucionar fuera de la medida de la frase significante, ejerce todavía su influjo modélico sobre quien solamente se sirve del instrumento del verbo. Pero la consonancia más tentadora en este punto no es la del periodo rítmico o la de la frase melodiosa, sino la de las imágenes que se asocian de manera novedosa creando un germen de pensamiento. El verso libre musicaliza el significado de las palabras más allá de los límites del sentido. Quiere poner en evidencia la música que palpita en el corazón mismo del lenguaje, provocar la descarga eléctrica en la nube más oscura, una especie de armonía de apariencia sobrenatural, que en realidad revela un inmenso potencial de energía acumulada: la vida secreta de las palabras.
Por otro lado, los poetas contemporáneos conviven, a lo largo de su experiencia solitaria, con los sones que se escuchan en la plaza pública y por la radio. Ambas amplifican tradiciones de otras lenguas, cuando los sones antiguos de la lengua propia se apagan. El momento en que el verso se aleja al máximo de su propia tradición oral y el influjo creciente de los cantos primitivos en lengua extraña coinciden, ambos fenómenos acontecen en la primera mitad del siglo XX. La vieja oralidad retorna en un círculo mucho más amplio que el de la tribu originaria, gracias a las telecomunicaciones. Los cantos populares foráneos se acercan a los moldes ampliados del verso libre con misteriosa familiaridad, como si el eco de las colonizaciones fuera la contrapartida natural del deseo de expansión del poema nacido en la metrópoli.
En este contexto asistimos hoy a una recuperación consciente de las idílicas relaciones entre poesía y canción. Muchos poetas se dejan atraer inevitablemente por el magnetismo de las ondas, mientras algunos cantores aspiran a recobrar el lauro de Apolo puliendo versos en sencillos formatos acústicos internacionales. Hay algo inquietante en esta connivencia aparente, como si se nos estuviese ocultando una parte de la verdad. No resulta del todo verosímil el canto que se alza como si nada hubiera ocurrido durante milenios, recuperando de golpe la oralidad primitiva por medio de las últimas tecnologías, obviando el laborioso trabajo de músicos y poetas que han transformado los antiguos moldes de las lenguas indoeuropeas, y sin necesidad de cuestionarse la naturaleza de la vis sonora que revigoriza el mercado de la canción en la era electrónica.
La canción popular contemporánea se encuentra por tanto en una tesitura problemática. Tiene que reunir sus componentes fundamentales —música y letra—, que han pugnado largamente por independizarse. O mimetizar danzas de una tribu cuya lógica del ritmo aún no comprende. ¿Cómo realizar acercamientos tan improbables en su pequeño marco? ¿Sería de alguna utilidad poner música al poema contemporáneo, recuperar el sentido literal de “cantos” como los de Ezra Pound? ¿Dar un paso atrás buscando los versos más musicales y atrevidos de nuestra lengua, como los de Garcilaso, Juan de la Cruz y Góngora? ¿O acercarse a las rimas del Nuevo Mundo que aún conservan algo de balada céltica, como las de Edgar Poe? Los resultados de esos intentos suelen adolecer de una gratuidad que limita las posibilidades del poema. Poner música a un poema es silenciar en parte la consonancia inaudita que persigue, que rebasa su propia época y cualquier forma de registro de actualidad. Puede ser, en todo caso, un ejercicio recomendable para los escritores de canciones, pero eso no nos exime de la obligación de llevar a cabo nuestra propia tarea.
Es lógico que intentemos mejorar el lenguaje de las canciones, hacerlo más “poético”, pero sólo hasta cierto punto, porque ese intento puede quedarse en corrección estéril. El ejemplo de los poetas, para los autores de canciones, debería asemejarse a su voluntad de ejercer la libertad sonora del músico en su propio terreno. Debería ponerse por meta el llevar su propio lenguaje al límite de sus posibilidades expresivas. Pero el terreno de la canción ha sido devastado, es tierra baldía, sus elementos fundamentales —letra y música— discurren lejos de su alcance. La canción contemporánea, igual que el poema y que la música instrumental, se ha convertido en un medio de expresión tan alejado como ellos de la unidad idílica originaria. Lo específico de la canción es juntar letra y música, resolver la tensión creciente entre lo que puede ser dicho en verso y las formas instrumentales que se prestan a acompañarlo. Su tarea se ve abocada a oscilar entre el vacío del desarraigo y un exceso de soluciones posibles. Del poema tradicional puede tomar las formas que le permitieron asociarse en su época con sones hoy desaparecidos. Del poema contemporáneo, algo de la libertad asociativa que alumbra una red de significaciones inauditas. Del discurso musical fijado por escrito, células rítmicas, melodías, relaciones armónicas o asociaciones tímbricas pasadas por el estrecho tamiz del formato más sencillo. Todo ello difícilmente puede cuajar si no se reproduce el hechizo de un son extranjero en la lengua propia, un influjo comparable al de las ondas electromagnéticas. Quizá para asemejarse al poema o al discurso musical en sus mejores logros la canción deba empezar por renunciar a parecer “poética”. Debe, ante todo, parecer canción, responder a una necesidad difícil de reconocer. Eso implica trascender, en cierto modo, los conceptos de lo musical y de lo poético, rozar los límites de la convención eufónica. En este sentido, los modelos derivados de la negritud siguen teniendo pertinencia.


La cantante de hip hop Ariana Puello en el segundo Festival Cultura Urbana de Madrid, en 2006 / EFE
El fenómeno poético no es exclusivo de la poesía. Tampoco el fenómeno musical se limita a un oficio especializado. El poeta Stéphane Mallarmé identificaba el sentido más universal de la música con la actividad del espíritu. El reencuentro de lo musical con lo poético se produce en ese horizonte en el que ambas artes trascienden sus limitaciones. Están destinadas a permanecer enlazadas en su máximo alejamiento, pero no de la forma más evidente. El “espíritu” hacia el que apuntan una y otra no es el fantasma sobrenatural que afirma la palabra sacra: es el murmullo de lo público, de lo político, el pensamiento que se transmite de generación en generación por medio de los sonidos. Los grafismos y las artes visuales fijan en formas de apariencia estable el edificio de la cultura, mientras las artes del sonido se sustentan en la transformación continua, como la vida.
Para alcanzar ese horizonte de confluencia con sus materiales en fuga, la canción contemporánea debe arriesgarse, pero a su modo, con sus propias herramientas, asumiendo sus propias limitaciones. Será poética —esta vez sin comillas— si pone a prueba su propio ámbito enrarecido, su oscuro destino de mercancía, su propia forma precipitada de ser pública, sin tiempo para pensar lo que acontece. El rocanrol junto con sus derivas representa el último intento de la canción popular por ponerse a la altura de su época. Sus precedentes inmediatos forman un entramado intercontinental e interétnico, con marcado influjo del ritmo negro que emerge en el Nuevo Mundo: bossa nova y samba, rhythm & blues, estándar de jazz, blues, son, rumba, trova de Cuba y otros sones caribeños, tango argentino, cante flamenco… Este es el sustrato de la canción popular contemporánea. Debajo yacen las tradiciones poético-musicales de cada lengua. En superficie, las derivas que electrifican el caudal de las palabras sujetas, como en el rap, al ritmo iterativo y a la rima más obvia. Los “poetas” callejeros alcanzan una relativa libertad de pensamiento, el tono de la denuncia social y existencial, benéfico sin duda en relación con las canciones favorecidas por los medios de comunicación, tontas y previsibles. Esa libertad aumentaría con un mejor conocimiento de las técnicas del verso libre y de la polirritmia, pero los riesgos de la calle no suelen dejar tiempo para llevar el aprendizaje más allá de la adolescencia. El rocanrol empezó a decaer como género antes de tiempo, desde el momento en que su acceso al horizonte del pensamiento fue interrumpido por el crecimiento desmedido de su valor como mercancía. Pero en su libertad descarada —practicada durante un breve periodo de veinte años— para capturar elementos de la tradición europea clásica y contemporánea, equiparándolos con el pulso de África, con los refinamientos de Oriente, careándose con el ruido de la ciudad motorizada, con las detonaciones en los informativos, con el griterío de los mercados, ha dejado señales en el camino que tendremos que seguir recorriendo, si se apaciguan el bullicio y la polvareda. Reconocer la pista de la tradición, próxima o remota, es entretanto la única tarea posible.

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