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domingo, 9 de septiembre de 2012

'Salinas, la voz a ti debida, mortal y rosa' por Luis María Anson


  • LUIS MARÍA ANSON | El Cultural.es (ABC)
El poeta busca a la amada, por detrás de ella misma, traspasado por el vendaval de su amor. Se siente entristecido y turbio. Ella es su propio más allá, las esperanzas de la boca virginal, el cándido pecho con un puñal clavado entre la nieve, los mordiscos del dolor, el tierno cuerpo rosado, las arenas sopladas por el viento, otras lumbres labradas. Pedro Salinas se adensa en la poesía metafísica. “Todo por perdido, todo en el haber sido antes, en el no ser nunca, ya”. Y habla a la amada con la voz a ella debida, porque “lo que yo llamaba olvido eras tú”. Amazona en la centella, alta, pálida y triste, desesperada por el acoso brutal de la tiniebla y la luz, con la palabra indecisa mirándose en sus ojos, el poeta quiere a la mujer pura, libre e irreductible, ebria toda en su esencia, doblada como un héroe sobre la hazaña inútil, al trasgo de Federico, “la sangre de tus venas en mi boca, tu boca ya sin luz para mi muerte”.

El alma fuera, el cuerpo dentro, Salinas entiende el amor profundo como el retorno al cosmos engendrador. Es la misma voz antigua de Boris Pasternak, tú y yo somos dos seres primitivos, Adán y Eva, que están en el principio de los tiempos y no tienen nada que ocultarse. Siente así la piel de la amada, que le entrega “el palpitar primero, sin luz, antes del mundo”.

Los labios de ella lo estrenan todo en la gran noche huérfana, asaltadas las dichas esbeltas, la alegría de vivir sintiéndose vivido, la huella pedernal y tibia del cuerpo inolvidado. “El amor entero a ti debido”, escribe el poeta, se hará sangre contra la nieve, equilibrio fingido donde lloran ella y él, “amada en el amado transformada”. “De ti salgo siempre, siempre tengo que volver a ti”, porque “yo no miro adonde miras: yo te estoy viendo mirar”. Se pasea el enamorado con la ausencia de ella al lado, con el recuerdo de “tu dulce peso rosa”, que es lo que hacía al mundo tan ingrávido. Ella es ya la amada más amada y más lejana que jamás tuvo un hombre. Él no quiere olvidar sus brazos, sus indecisas auroras, sus ojos infinitos, aunque la siente como un sollozo en la nevada, tan distante, tan enajenada. Y recuerda su voz lenta y triste, densa y cálida, más palpable que su cuerpo, “tu solo cuerpo posible: tu dulce cuerpo pensado”.

“Nadie me dijo, por eso te perdí, que tú ibas por las últimas terrazas de la vida, del gozo, de lo cierto. Que a ti se te encontraba en las cimas del beso sin duda y sin mañana”. El poeta retorna al osario inmenso de los que todavía no se han muerto. Le golpea el recuerdo del ayer, “que fue carne tierna, memoria viva y que ahora ya no es nada”. No sabe, como Neruda, en qué cuerpo de musgo, de leche ávida y firme, se posará “el amor en vilo”, con fuegos presentidos de Alberti y Gimferrer. Está al borde del morir de las sombras y eso es la nada, lejanas ya las mariposas de la espuma, el vuelo verde de los olivos, el silencio que camina “por una eternidad de bocas enterradas”. Es la noche desnuda de palabras, la sangre desconocida y honda de Octavio Paz, que penetra la piel y baña las orillas ciegas. El poeta escribe sus versos más descarnados sin rendirse al desamor, sin encerrar la esperanza en la caja de Pandora. Camina ya entre escombros de estíos y de inviernos derrumbados. Por eso asegura, entre el temor y el temblor, Sören Kierkegaard al fondo, que “su afanoso sueño de sombras será el retorno a esta corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito”. Mortal y rosa, Pedro Salinas, porque, para él, el futuro se llamaba ayer.
 

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