El editor, crítico y escritor muere en Barcelona a los 87 años
Fue un gran defensor de la condición profesional del autor y tendió puentes entre Cataluña y España
Tenía cierta tendencia al insomnio Josep Maria Castellet, que apaciguaba leyendo, claro. “Cuando creo que todo está ya en orden es cuando puedo dormir”, decía. Ayer, a los 87 años, emprendió el último sueño, sabiendo que a pesar de que las relaciones de Cataluña con España están como están ya lo había hecho casi todo para cambiarlo. Porque pocos como el editor, escritor y crítico barcelonés han tendido un acueducto entre ambas culturas y de éstas con la narrativa y el pensamiento europeo del siglo XX.
Ya en plena madurez lamentó Castellet tanta dedicación a esa lucha parapolítica en detrimento de la vida intelectual. “Eran dos y tres reuniones a la semana, dando vueltas al vacío; nos equivocamos: primero debió ser el oficio”, reflexionaba hace apenas seis años, a rebufo del extraviado y recuperado Dietario de 1973.
Ese discreto pudor se alimentó en una familia de la pequeña burguesía sentimentalmente catalanista pero conservadora y políticamente neutral, que no dudó en 1937 en trasladarse a Londres para sortear la Guerra Civil. Allí se reforzaría el porte inglés de un chico parco, serio, puntual y que así añadía el inglés al francés, lo que le forjaría como un editor cosmopolita.
El gusto por la lectura y el cine le llevaron incluso a la órbita cultural del falangismo. Eso y la amistad, con el entonces falangista y después comunista Manuel Sacristán. En ese caldo de cineforums vinculado al SEU llegaría su debut, en 1945, con una reseña en la revista Estilo, que sin querer (o no) él mismo dinamitaría al publicar en 1948 una reseña deEl segundo sexo, de Simone de Beauvoir que conllevó el cierre. Las andanzas de Sacristán y Castellet siguieron porque ambos cursaron Filosofía y Letras y Derecho, imperativo práctico este último del padre, de quien quizá también heredó el gusto por los trajes bien cortados y un cierto porte presumido, de gentleman, transmitido desde el negocio familiar de representación de telas inglesas.
El virus literario infectó rápido a Castellet —en 1950 promovió la revistaLaye—, en unos años de vorágine en los que aprovechó los intersticios del desarrollismo ideológico y cultural a rebufo de los tecnócratas del Opus. El primer viaje a Europa en 1953, a París, los seminarios de literatura en el Instituto de Estudios Hispánicos… Un viajar que a nivel internacional facilitaría su presencia en el Congreso para la Libertad de la Cultura que mezclaba intelectuales y que luego se supo que financiaba la CIA.
La otra gran escuela fue el bar Juanito, frente a la facultad de Derecho, donde se crea un núcleo formado por Carlos Barral, Alberto Oliart, los hermanos Ferrater, Alfonso Costafreda y Jaime Gil de Biedma, entre otros. Será el equivalente al grupo que en Madrid conformaban Martín Gaite, Sánchez Ferlosio, Aldecoa…
En 1951, Castellet se ha licenciado en Derecho pero no quiere trabajar con su padre. Por esas fechas ya había contactado con el editor falangista Luís de Caralt, para quien españolizará traducciones de Faulkner, Steinbeck, Dos Passos… En 1955 entrará a como lector de Seix Barral (hasta 1967)… Y entre medio, y a pesar de cultivar la crítica literaria donde va ganando prestigio con cada ensayo —Notas sobre literatura española contemporánea (1953) o La hora del lector (1957)—, trabaja como gerente de la editorial jurídica Praxis, hasta 1964, cuando Max Cahner le ofrecerá la dirección literaria de Edicions 62.
“Se trataba de desprovincializar la edición en catalán, que es lo que quería el franquismo”, resumiría años después. Y a fe que el lo hizo, llevando a la práctica sus ideas y el quehacer sin parangón de, sobre todo, el editor Jaime Salinas, que tanto les había enseñado en Seix Barral. Castellet fue director literario de Edicions 62 entre 1964 y 1996 y también muchos años de Península, el sello en castellano.
En un alarde de malabarismo laboral, compaginó esa labor con la de crítico y guía literario de lectores y de autores, con hitos como Nueve novísimos (1970, catalogando a primerizos Gimferrer, Vázquez Montalbán…) y el descomunal Josep Pla o la raó narrativa (1978), a partir de 2.500 fichas sobre la obra del ampurdanés.
Pero también mantuvo una tercera pista, la del compromiso sociopolítico, como compañero de viaje de comunistas como García Hortelano, participando en el Congreso de Cultura Catalana clandestino de 1964, o en el encierro de intelectuales en Montserrat (acompañado de Vargas Llosa, en 1970).
Preocupado por la situación de los escritores (fue promotor y primer presidente de la Asociación de Escritores en Lengua Catalana, de 1977), medalla de oro de las Bellas Artes (1992) y de la Generalitat (2002) y Creu de Sant Jordi, Castellet se dio cuenta a finales de los ochenta de que la superestructura le había devorado. Una biblioteca personal de 15.000 títulos y la lectura profunda de Rodoreda, Espriu y Pla le impregnó: con una prosa fluidísima y delicada, empezó a cincelar su friso memorialístico: Els escenaris de la memoria (1987), Dietari de 1973 y Seductors, il·lustrats i visonaris (2009). Le guiaba un dictado: “Estamos obligados a hacer aquello que, en principio, creemos que no podemos alcanzar”. Él lo logró.
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