Páginas

lunes, 3 de febrero de 2014

La barraca, de Vicente Blasco Ibáñez publicado por Alejandro Gamero



   La idea original de La barraca, publicada en 1898 como novela folletinesca en el periódico El Pueblo, tiene su origen en un cuento breve titulado Venganza morisca que Vicente Blasco Ibáñez había escrito tres años antes a partir de una experiencia real. Posteriormente apareció como un volumen independiente, pero sería sobre todo a partir de las ediciones y traducciones al francés que cobraría fama. El éxito de la novela se debe sobre todo a la habilidad de Blasco Ibáñez para proyectar una serie de elementos y conflictos a una dimensión universal partiendo de un entorno y unos personajes localistas, muy cerrados y limitados. Si bien es cierto que el lector necesita conocer un mínimo las estructuras socioeconómicas de la Valencia huertana de fines del siglo XIX, pronto se da cuenta de que la historia va más allá del mero localismo comarcal. Lo que se percibe en la lectura de La barraca es la lucha pesimista del individuo contra el entorno, el odio macerado de la incultura y la avaricia y en niveles más profundos la lucha revolucionaria contra corrupción y las injusticias sociales y a favor del cambio en los medios de producción. Porque al fin y el cabo, Blasco Ibáñez había adquirido un compromiso político para con los más necesitados, a favor de la república y de la revolución, que le había llevado incluso a poner en práctica un modelo de sociedad socialista.

   La historia sigue una estructura bastante tradicional, con un único salto temporal en el segundo capítulo para explicar los hechos sucedidos en relación con la barraca. El primer capítulo supone una presentación de los personajes principales, mientras que a partir del tercero la trama se desarrolla siguiendo un orden cronológico lineal. Todo empieza con el pobre y viejo tío Barret, con cinco hijas y ningún hijo, que es incapaz de cosechar por sí solo la barraca completa. Las deudas se van acumulando, al igual que las mensualidades, hasta que finalmente el avaricioso arrendatario don Salvador decide expropiarle. Aparece la figura de don Salvador caricaturizada, al igual que la de todos los señoritos, dibujado como estereotipo sin ningún tipo de profundización psicológica ─más bien recuerda a los típicos malvados de novelas folletinescas, con su sombrero largo y embozados en una capa negra, al estilo de las novelas de Rocambole─. Ante él, el tío Barret es un personaje débil, también estereotipo del campesino sometido de forma pasiva y obediente al yugo del señor. Pero, ya sin nada, en un acto de locura decide matar a don Salvador, crimen que provoca que dé con sus huesos en la cárcel, donde acaba muriendo. Este acto de rebeldía individual es asumido por la huerta, auténtico personaje colectivo al estilo del coro en la tragedia griega, más que como un símbolo de la lucha contra la sociedad de clases como una cobarde excusa para amedrentar a los dueños de la tierra. Es lo que Pimentó confesará, borracho, en la taberna de Copa: las tierras del tío Barret deben permanecer yermas, pero no por solidaridad con él, ni siquiera porque la huerta tenga la obligación de proteger y cuidar a sus miembros, sino por puro egoísmo y avaricia, ya que de esa forma se libra de pagar el arrendamiento de sus tierras.

   En este contexto sucio y perverso aparece Batiste con su familia. Se trata de un personaje con el que el lector se va encariñando, porque va conociendo poco a poco su pasado difícil, a la aventura, en los caminos, siempre trabajando como un animal para sacar adelante a los suyos, por los que estaría dispuesto a dar la vida. Es evidente que Batiste, como individuo fuera de la sociedad, encarna los valores del campesino honesto, trabajador y humilde. No tiene la cobardía del tío Barret ni está dispuesto a humillarse ante las injusticias como él, pero tampoco tiene el carácter pendenciero y desfasado de Pimentó. Su predisposición en la huerta es llevarse bien con todo el mundo, y pone todo de su parte para que así sea; sin embargo, la huerta rechaza les rechaza, les tilda de gitanos, porque suponen una molestia y un peligro contra ese miedo que utilizan con los arrendatarios. En poco tiempo Batiste consigue hacer de su barraca la más hermosa de toda la huerta, superando con creces a la del tío Barret, lo que acrecienta las iras y las envidias de sus vecinos. La situación se hace insostenible: «El odio silencioso y reconcentrado le seguía su camino. Apartábanse las mujeres, frunciendo los labios, sin dignarse a saludarlo, como es costumbre en la huerta. Los hombres que trabajaban en los campos cercanos al camino llamábanse uno a otros con expresiones insolentes que indirectamente iban dirigidas a Batiste, y los chicuelo».
   La tensión va subiendo poco a poco, hasta alcanzar su punto climático con la muerte de su hijo, el pequeño Pascualet, a causa de unas fiebres provocadas porque sus compañeros del colegio lo lanzaron a una acequia ponzoñosa y tragó mucho barro. Después de este incidente la huerta parece replegarse, arrepentirse, y tender la mano por primera vez a Batiste y su familia. Pero este paréntesis dura poco, y Pimentó, enemigo moral de Batiste, precipita el final en un duelo que acaba con su vida. Como consecuencia, la barraca de Batiste es incendiada, y la familia al completo se ve obligada a salir al camino con lo puesto, a empezar de nuevo desde cero en otro lugar.

   Frente a las virtudes de Batiste aparece por encima de la huerta como claro antagonista Pimentó. Es significativo que el héroe de la huerta sea un personaje vago, borracho, pendenciero y charlatán. Ante la actitud desafiante de Batiste todos los huertanos acuden a Pimentó, que queda establecido como vengador de la injuria provocada al tío Barret y guardián de sus tierras. Los oscuros motivos que generan ese interés, indicados anteriormente, los expone él mismo en mitad de una borrachera. Durante gran parte de la obra parece que Pimentó es un fanfarrón, al estilo del miles gloriosus de Plauto, que no irá más allá de decir cuatro bravuconadas por el miedo a correr la misma suerte que el tío Barret. Pero a medida que avanza la historia, y de forma muy sutil, se empieza a percibir que el personaje está dispuesto a ir mucho más allá, hasta las últimas consecuencias.

   Sin embargo, y a pesar de todo lo indicado, el personaje de Pimentó no es un estereotipo, es un personaje con altibajos, con profundidad psicológica, lo que le convierte en uno de los más ricos e interesantes de toda la obra. En varias ocasiones se cuestiona sobre su actitud ante Batiste. Tras la muerte de Pascualet se debate con estas palabras: «Ya no era el Pimentó de otros tiempos; empezaba a conocerse. Hasta llegó a sospechar si todo lo que llevaba contra Batiste y su familia era un crimen. Hubo un momento en que llegó a despreciarse. ¡Vaya una hazaña de hombre la suya!... Todas las perrerías de él y los demás vecinos sólo habían servido para quitar la vida de un pobre chicuelo». Al fin y al cabo, don Joaquín, el maestro, hace una descripción de los huertanos que bien podría ponerse en labios de Blasco Ibáñez: «Créame a mí, que los conozco bien: en el fondo son buena gente. Muy brutos, eso sí, capaces de las mayores barbaridades, pero con un corazón que se conmueve ante el infortunio y les hace ocultar las garras… ¡Pobre gente! ¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir como bestias y nadie los saca de su condición? […] Aquí lo que se necesita es instrucción». En relación con esta descripción, de esta manera se describe lo que Pimentó hace cuando se siente mal: «y siguiendo su costumbre en los días negros, cuando alguna inquietud fruncía su entrecejo, se fue a la taberna, buscando los consuelos que guardaba Copa en su famosa bota del rincón».

   Existen además dentro de la historia una serie de personajes intermedios, que no se sitúan ni dentro ni fuera de la huerta, sino integrados pero funcionando al mismo tiempo al margen de ella, movidos por otras leyes distintas. Se trata del maestro don Joaquín y su mujer, y del tío Tomba y su sobrino Tonet. Los dos primeros simbolizan la educación, el progreso y la civilización, condenados en un entorno embrutecido e ignorante a vivir como mendigos, a través de limosnas, implorando una paga que no siempre llega. Su vida es más miserable que la del más pobre de los huertanos, lo cual es indicativo del lugar que ocupa la cultura dentro de la huerta. Por otra parte, el tío Tomba es una especie de Tiresias moderno, profeta pastor, anciano y ciego, que trata de advertir a Batiste sobre su futuro. «Creme fill meu: ¡te portarán desgrasia!», le advierte en más de una ocasión, pero el huertano hace oídos sordos. Por último, Tonet, el sobrino del tío Tomba, es prácticamente el único personaje que ofrece un amistoso saludo y un afectuoso trato a la familia de Batiste, lo que hace que el labrador se encariñe rápidamente de él. Detrás de esa amabilidad se esconde el amor de Tonet hacia Roseta, la hija de Batiste, un amor que bien podría considerarse de novela folletinesca y que ayuda a poner en pie una acción secundaria que alterna con la principal y que sirve para dosificar la tensión.

   El movimiento oscilatorio entre la universalidad y el localismo de la historia se percibe de forma muy evidente en el uso que hace Blasco Ibáñez del lenguaje. El escritor valenciano no quiere traicionar sus raíces: no es creíble que los personajes se expresen en castellano; sin embargo, utilizar el valenciano en los diálogos tendría como resultado una difusión mucho menor de la obra. Para conciliar estas dos necesidades Blasco Ibáñez busca una solución intermedia: los diálogos se mantendrán efectivamente en valenciano, pero se verán reducidos al mínimo, siendo sustituidos en la mayor parte de los casos por el estilo indirecto libre, en el que sí era coherente el uso del castellano. El estilo directo quedará reducido a palabras sueltas o a frases de fácil comprensión por parte de un lector castellano. Por tanto, el narrador omnisciente se convierte en una figura fundamental dentro de la acción, como intermediario entre los personajes y el lector. Esta técnica es la que Blasco Ibáñez utilizará en todo el ciclo de novelas valencianas.

   La barraca, por tanto, trasciende la consideración de mero panfleto político revolucionario. Es una pesimista radiografía sobre la miseria y el odio humano, sobre cómo puede llevar a la destrucción de los hombres. Es la trágica historia de un hombre abocado a la perdición, condenado a padecer las iras de aquellos contra los que nada ha hecho. Si bien es patente la influencia de Zola, no se puede hablar de un naturalismo en sentido estricto sino más bien de un uso técnico, en la descripción de ambientes sórdidos y descarnados, llenos de incultura y pobreza. El hombre solo, independientemente del entorno en el que haya nacido, tiene derecho a medrar, y eso es precisamente lo que Batiste y su familia persiguen al salir de la barraca chamuscada, con paso incierto pero resignados a empezar otra vida.


Texto obtenido de http://www.lapiedradesisifo.com/2008/06/26/la-barraca-de-vicente-blasco-ibáñez/#ixzz2sFG7QPlx 
Follow us: @alexsisifo on Twitter

No hay comentarios:

Publicar un comentario