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domingo, 28 de agosto de 2011

POR QUÉ LEER A LOS CLÁSICOS - Italo Calvino



Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets (Marginales, 122), 1993

Empecemos proponiendo algunas definiciones.

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy

releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de

vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro

con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale

exactamente como primer encuentro.

El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña

hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído

un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas

que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre

queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.

Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano.

¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos

novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En

Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de

ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en

Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos

lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría

reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a

recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.

Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,

cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había

leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió

que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa

genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo

ensayo.

Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad

madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir

que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La

juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un

sabor particular y una particular importancia, mientras que en la

madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y

significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha

leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se

reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para

saborearlos.

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por

impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de

uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo)

formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura,

proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,

esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza:

cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la

juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura,

sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman

parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos

olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse

olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos

dar será entonces:

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando

se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la

memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las

lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los

mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva

histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado

y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha

importancia. En realidad podríamos decir:

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la

primera.

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa,

como:

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de

las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han

dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más

sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si

leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que

las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y

no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos

en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones.

Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la

legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora

aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o

Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos

personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.

La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación

con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará

bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible

bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la

universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro

que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio

hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión

de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la

bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo

que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar

sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir

que:

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos

críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces

descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber)

pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona

con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da

mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un

origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos

hacer derivar una definición del tipo siguiente:

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto

más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto

es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta

la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o

por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe

hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o

con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La

escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección;

pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de

cualquier escuela.

Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con

el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del

arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha

concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick,

y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho

de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo,

el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las

aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por

este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a

semejanza de los antiguos talismanes.

Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo

soñaba Mallarmé.

Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de

oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y

hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de

contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una

antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me

bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo

entre mis autores. Diré por tanto:

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para

definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin

hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí

distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale

tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada

en una continuidad cultural. Podríamos decir:

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya

leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la

genealogía.

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo

que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las

otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a

preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en

lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y

«¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer

los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la

actualidad?».

Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique

exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio,

Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del

método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con

alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo

esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones

para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de

vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna

contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer

los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última

encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y

provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y

mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de

situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los

libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo

contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube

intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los

clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de

la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una

equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un

nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal

sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos

indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas,

mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y

articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la

presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de

la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a

todo volumen. Añadamos por lo tanto:

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de

fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la

actualidad más incompatible se impone.

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con

nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del

otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra

cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que

convenga a nuestra situación.

Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi,

dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la

formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de

toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en

general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los

casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina).

Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía

también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de

los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje

de Colón en Robertson.

Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la

biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han

sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas

las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno

una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería

comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado

para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van

a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los

descubrimientos ocasionales.

Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he

citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el

artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender

quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son

indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los

extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los

italianos.

Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los

clásicos se han de leer porque («sirven» para algo. La única razón que se

puede aducir es que leer los clásicos

Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no

es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que

sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta,

Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le

preguntaron. "Para saberla antes de morir"».

1 comentario:

  1. Interesante reflexión que solo se puede comprender cuando se tienen unos añitos encima y que es frustrante no poder trasmitirla a generaciones más jóvenes.

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