Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets (Marginales, 122), 1993
Empecemos proponiendo algunas definiciones.
I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy
releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».
Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de
vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro
con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale
exactamente como primer encuentro.
El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña
hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído
un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas
que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre
queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.
Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano.
¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos
novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En
Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de
ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en
Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos
lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría
reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a
recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.
Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,
cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había
leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió
que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa
genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo
ensayo.
Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad
madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir
que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La
juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un
sabor particular y una particular importancia, mientras que en la
madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y
significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:
II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha
leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se
reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para
saborearlos.
En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por
impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de
uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo)
formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura,
proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,
esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza:
cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la
juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura,
sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman
parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos
olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse
olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos
dar será entonces:
III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando
se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la
memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las
lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los
mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva
histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado
y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.
Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha
importancia. En realidad podríamos decir:
IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la
primera.
V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.
La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:
VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa,
como:
VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de
las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han
dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más
sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si
leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que
las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y
no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos
en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones.
Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la
legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora
aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o
Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos
personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.
La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación
con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará
bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible
bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la
universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro
que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio
hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión
de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la
bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo
que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar
sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir
que:
VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos
críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces
descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber)
pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona
con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da
mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un
origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos
hacer derivar una definición del tipo siguiente:
IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto
más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto
es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta
la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o
por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe
hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o
con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La
escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección;
pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de
cualquier escuela.
Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con
el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del
arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha
concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick,
y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho
de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo,
el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las
aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por
este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:
X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a
semejanza de los antiguos talismanes.
Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo
soñaba Mallarmé.
Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de
oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y
hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de
contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una
antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me
bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo
entre mis autores. Diré por tanto:
XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para
definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.
Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin
hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí
distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale
tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada
en una continuidad cultural. Podríamos decir:
XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya
leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la
genealogía.
Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo
que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las
otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a
preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en
lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y
«¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer
los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la
actualidad?».
Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique
exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio,
Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del
método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con
alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo
esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones
para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de
vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna
contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer
los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última
encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y
provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y
mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de
situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los
libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo
contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube
intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los
clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de
la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una
equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un
nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal
sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos
indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas,
mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y
articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la
presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de
la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a
todo volumen. Añadamos por lo tanto:
XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de
fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la
actualidad más incompatible se impone.
Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con
nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del
otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra
cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que
convenga a nuestra situación.
Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi,
dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la
formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de
toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en
general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los
casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina).
Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía
también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de
los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje
de Colón en Robertson.
Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la
biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han
sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas
las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno
una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería
comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado
para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van
a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los
descubrimientos ocasionales.
Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he
citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el
artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender
quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son
indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los
extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los
italianos.
Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los
clásicos se han de leer porque («sirven» para algo. La única razón que se
puede aducir es que leer los clásicos
Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no
es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que
sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta,
Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le
preguntaron. "Para saberla antes de morir"».
Interesante reflexión que solo se puede comprender cuando se tienen unos añitos encima y que es frustrante no poder trasmitirla a generaciones más jóvenes.
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