lunes, 7 de noviembre de 2011

Sobre el nombre español del dolor romántico - Russell P. Sebold

 

La pesadilla
(The Nightmare)
Johann Heinrich Füssli1781
Óleo sobre lienzo • Prerromanticismo
101 cm × 127 cm
Detroit Institute of Arts



Se trata del nombre de ese conjunto de emociones contradictorias experimentadas por quien se compadece de las sufridas masas, cumple con los preceptos del culto religioso y busca el amor, y, sin embargo, se goza exquisitamente acariciando el dolor que le ahoga al verse abandonado por los hombres, por su Dios y por la mujer. Se trata del nombre cuyo sentido ha de abarcar también el doble sentimiento de vacío que el romántico experimenta: vacío del mundo injusto que despiadadamente rechaza a un alma superior, y vacío del corazón, quiero decir, ese tedio roedor que se cultiva el romántico al gozarse con su quebranto y que además de motivo de continuas lágrimas, da lugar a un delicioso consuelo, pues con la metaforización naturalista en la literatura se hace posible la identificación del vacío microcósmico con el vacío macrocósmico, y así la universalización del yo del quejoso.

Quienes han leído las páginas de Larra, el Duque de Rivas, Espronceda, Zorrilla y Bécquer, conocen esta disposición anímica del romántico tan bien como quienes han leído las de Hugo, Vigny y Musset o las de Lenau, Heine y Lorm. Y, sin embargo, en español no hay, o por lo menos se viene creyendo que no hay nombre para tal dolor. Así los críticos de lengua española se han servido del nombre francés, mal du siècle, o del alemán weltschmerz, sin traducirlos, como lo han hecho también los críticos de lengua inglesa, que de hecho no disponen de un nombre autóctono para la congoja romántica. A diferencia de los críticos ingleses, los españoles también han ensayado varias traducciones y adaptaciones, a la verdad poco felices, de los términos francés y alemán: mal del siglo, dolor cósmico, etc. Si hubiera habido que explicar la supuesta inexistencia de un nombre nativo español para el estado de ánimo de que se trata aquí, se habría dicho sin duda que esto se debía a lo tardío del romanticismo español en general y a su calidad de movimiento literario basado en modas y criterios artísticos traídos del extranjero (observaciones que por cierto no se podrían hacer respecto de la falta de un nombre para el dolor romántico en inglés).

En el caso de los idiomas que tienen nombre para dicho dolor, la expresión de éste en la literatura antecede en muchos años a la invención del nombre. Los nombres francés y alemán para el malestar romántico datan del segundo tercio del siglo XIX, pero se suele considerar el Werther (1774) de Goethe como la primera obra alemana en la que se expresa el weltschmerz, y se afirma con frecuencia que Chateaubriand es el primer escritor francés en experimentar el auténtico mal du siècle romántico, aunque no deja de haber ya en ciertas obras de Rousseau pasajes que apuntan hacia tal emoción. En España no sólo se da expresión artística al weltschmerz tan pronto como en los otros países de Occidente, sino que se acuña el nombre español del dolor romántico muchos años antes que el alemán o el francés (porque es falsa la noción usual del romanticismo español, según la cual se lo ve como algo traído de fuera   —125→   a última hora, y es igualmente falsa la otra noción de que los antecedentes españoles del romanticismo español hay que buscarlos en el siglo XVII o en el XVIII, pero en éste nunca sino en los escritores de orientación popular). Mas tomemos las cosas en el mismo orden en que ocurrieron en la Historia, y veamos primero algunos ejemplos de esas tempranas expresiones de la pena romántica en lengua española.

En la segunda poesía de sus Ocios de mi juventud (1773), Cadalso nos dice que solía leer versos tristes, porque «templaban mi fatal melancolía». En las Noches lúgubres, del mismo autor, escritas entre 1771 y 1774, Tediato espera en una noche larga y tormentosa al sepulturero que ha de ayudarle a desenterrar el cadáver de su amada, y con la tardanza del pobre operario el triste amante empieza a monologar así: «Lorenzo no viene. ¿Vendrá acaso? ¡Cobarde! ¡Le espantará este aparato que naturaleza le ofrece! No ve lo interior de mi corazón... ¡Cuánto más se horrorizaría!». He aquí en un pasaje de literatura española, rigurosamente contemporáneo del Werther de Goethe, un típico corazón de poeta romántico, vacío, roído por un ennui fatal. El sentido universal del dolor del amante afligido, así como la metaforización naturalista de su yo romántico, se dan en el paralelo entre el espantoso aspecto de la Naturaleza y el de «lo interior de mi corazón». (No parece ya muy lejos el día en que Schelling dirá que la naturaleza es espíritu dinámico y el espíritu es naturaleza invisible.) Tediato sufre sólo «la risa universal, que es eco de los llantos de un mísero» porque, según nos dice, «soy el más infeliz de los hombres», en parte por «lo sensible de mi corazón» y de mi «alma superior a todo lo que naturaleza puede ofrecer». Por un lado, se trata de un dolor egoísta, un «tormento capaz, por sí solo, de llenarme de horrores, aunque todo el orbe procurase mi felicidad», y por otro lado, es un sentimiento humanitario, pues «hallarás en mi un desdichado que padece no sólo sus infortunios, sino los de todos los infelices». Se habla del prerromanticismo de esta obra de Cadalso, pero nunca se ha echado de ver precisamente cuán revolucionaria y genial es. Un alumno mío que había hecho un trabajo de seminario sobre las características de la literatura española en la época de Cadalso se decidió por fin a titularlo El primer romanticismo español y, en realidad, este término es preferible a prerromanticismo, porque parece poco exacto de hablar de pre cuando ya están reunidos todos los rasgos esenciales de la cosa de que se trata.

En su oda XXIV, A la mañana, en mi desamparo y orfandad, escrita sólo tres años más tarde, en julio de 1777, el amigo y discípulo de Cadalso, Meléndez Valdés, habla en el mismo tono de sus congojas, haciendo hincapié en lo rechazado que se siente, sobre todo no siendo posible el consuelo, pues «el mundo corrompido, ¡ay!, no merece / le cuente un infeliz lo que él padece»; y así «no amaina, no, el tormento; / ni yo, ¡ay!, puedo cesar en mi gemido, / huérfano, joven, solo y desvalido». He aquí en germen, en este último verso, la psicología del héroe rejuvenecido del Diablo mundo, el cual en cierto momento «volvió los ojos tristes implorando / piedad con amoroso sentimiento, / madre tal vez en su dolor buscando, / que temple con caricias su tormento».

Poco antes de 1780, la elegante dama y poetisa gaditana doña María de Hore, arrebatada por la traducción francesa de las Noches, de Young, debida a Letourneur, confiesa a una amiga, en su poema Meditación, que con frecuencia «me acojo a mi feliz melancolía»; pero luego pide a la misma confidente que «no, aunque me ves gustosa en mi tristeza, / dejes de condenarla y combatirla». En 1794, en la segunda de sus Elegías morales, mezclando lo angelical y lo diabólico, como harían después Byron, Espronceda y tantos otros románticos, Meléndez ve en sí «un desdichado que al abismo que huye, / se ve arrastrar por invencible impulso; / y abrasado en angustias criminales, / su corazón por la virtud suspira».

Para el año 1795, el dolorido sentir romántico ya se había generalizado en España suficientemente para que lo expresara incluso un poeta de tercero o cuarto orden como don Juan Ignacio González del Castillo, más conocido como sainetero. En una poesía de título significativo, La melancolía, impresa entre sus Pasatiempos juveniles (Sevilla, 1795), González del Castillo se queja de que «... mis duros males / contra mi ansioso espíritu se ensañan, / y el corazón me bañan / con un licor amargo, / negro como la pez, cuyo veneno / causa mortal letargo». Aquí entra, desde luego, un recuerdo del concepto inglés del esplín (spleen), conocido en España por lo menos desde el jocoso poemita Definición del mal que llaman esplín, debido a Iriarte, quien había muerto cuatro años antes. «Mas quién de un malhadado / escucha las querellas? / -sigue preguntando González del Castillo y luego, pensando quizá en el suicidio-: ¿Cómo podré llevar, ¡ay!, una vida / llena de amargo tedio?». Tedio: así con más frecuencia Cadalso había llamado a su hastío espiritual, no sólo en la obra en que esa voz da origen al nombre del personaje principal, sino también en las Cartas marruecas y en sus versos. Por los pasajes ya citados es, en fin, evidente que, con las voces tedio y melancolía, los poetas del último tercio del siglo XVIII designan un concepto ya más amplio que el del tradicional taedium vitae. Nótese también de paso el curioso detalle de que Cadalso y González del Castillo, en los títulos de sus colecciones de versos, y Meléndez, en el tema de su oda XXIV, ya acentúan la idea de la juventud que tanto se acentuaría después en la poesía melancólica de la época normalmente llamada romántica.

En un poema titulado El recuerdo de mi adolescencia, dedicado a Meléndez e impreso por primera vez en la edición de 1798 de las Poesías, de Cienfuegos, éste expresa mejor que nadie la angustiosa contradicción entre las fingidas virtudes altruistas del romántico y sus auténticas preocupaciones egocéntricas. Hablando con el amigo y maestro, a quien llama por su nombre poético, Cienfuegos dice, en un tono en parte rousseauniano: «... Al virtuoso / ¿qué le resta? ¡Infeliz!, suspira y huye; / rompe llorando los sociales lazos / que, ¡no debieran!, pero al crimen guían /... /... / ¡Oh Batilo! ¡Oh dolor! ¿Es ley forzosa / para amar la virtud, odiar al hombre / y huirle como a bárbaro asesino? / ¡Congojosa verdad! Tú has encerrado / en el sepulcro del dolor mis días». Mas aquí se había de tratar del nombre español de esa nueva congoja literaria que se iba perfilando en las palabras de Cadalso, Meléndez y otros, y como ya se le había bautizado antes de componer Cienfuegos los versos que acabamos de citar, y aun antes que González del Castillo diera a la imprenta sus Pasatiempos juveniles, volvamos a la cuestión principal que nos ocupa, sin más digresiones ya que una sola consideración previa que se nos impone, porque hemos osado atribuir emociones en realidad ya plenamente románticas a poetas que escribían cuarenta y aun sesenta años antes de esa fecha de 1834, que ingenuamente se toma por la «oficial» del comienzo del romanticismo español sólo por haber coincidido en publicarse en ese año varias obras a las que nadie puede negar la etiqueta de románticas (Martínez de la Rosa, La conjuración de Venecia; Larra, Macías y El doncel de don Enrique el Doliente; Duque de Rivas, El moro expósito, con el famoso prólogo de Alcalá Galiano, que suele considerarse como «manifiesto romántico», etc.).

¿Cómo fue posible que se expresara en español, en 1770 y tantos, algo tan romántico como el weltschmerz, pues se nos dice que el pensamiento filosófico del romanticismo, sus teorías literarias y sus formas de sentir eran muy escasamente conocidas en España antes de la vuelta de los emigrados liberales a raíz de la muerte de Fernando VII en 1833? Con esta pregunta se sugiere un problema muy complejo, de importancia capital para la comprensión de toda la historia literaria desde el año 1700. En otra ocasión plantearé este problema con cierta extensión; en el presente trabajo sólo puedo tocarlo en la forma más somera, a riesgo de caer así en ciertas inexactitudes. Pero es el caso que las nuevas ideas traídas a España hacia 1834 no son tanto causa cuanto consecuencia del Romanticismo, o mejor dicho, de un viraje total de la mentalidad europea, del cual el mismo Romanticismo no viene a ser sino uno de varios importantes derivados y manifestaciones. La metafísica del Romanticismo, la metaforización naturalista del yo, o sea la «falacia patética», según la llamaría después Ruskin, y aun algunos aspectos puramente ornamentales del Romanticismo «están ahí» en potencia desde el año 1690, en el que se da a conocer la doctrina epistemológica de John Locke con la publicación de su Ensayo sobre el entendimiento humano.

Hasta Locke, el hombre encontraba en Dios el consuelo de sus aflicciones, y también la fuente de todos sus conocimientos: el hombre «lo veía todo en Dios», según había dicho Malebranche acentuando el papel de la divinidad en la doctrina cartesiana de las ideas innatas. Mas Locke enseñó que todas nuestras ideas no son sino otras tantas combinaciones de las diversas percepciones de la realidad circundante que recibimos a través de nuestros cinco sentidos. Ahora bien, cortada la vía cognoscitiva entre Dios y el hombre, no tardaron en cortarse las demás, entre ellas la consolativa. El hombre de la época del sensualismo filosófico, cuando se aflige, sale de sí en busca del consuelo, como solía, pero no ya por la desaparecida vía divina, sino por las cinco menores que han sustituido a aquélla. Privado de su Dios, le pasa en su desesperación lo mismo que a la célebre estatua de Condillac, en el Traité des sensations (1754), la cual nunca ha conocido a Dios.

Dotada por fin de todos sus cinco sentidos (que para Condillac es lo mismo que tener «alma» y ser hombre), la estatua empieza a concebir ciertas supersticiones respecto de su medio ambiente. «Elle s'addresse en quelque sorte au soleil... -escribe Condillac en el capítulo cuarto de la cuarta parte del tratado ya mencionado-. Elle s'addresse aux arbres... En un mot, elle s'addresse à toutes les choses dont elle croit dépendre. Souffre-t-elle sans en découvrir la cause dans ce qui frappe ses sens? Elle s'addresse à la douleur comme à un ennemi invisible qu'il lui est important d'appaiser. Ainsi l'univers se remplit d'êtres visibles et invisibles qu'elle prie de travailler à son bonheur». (El subrayado es mío.) He aquí que ya en 1754 el hombre, sin un Dios a quien recurrir, se liga espiritualmente, a través de los sentidos, con los seres naturales; lo cual llevará después en la poesía lírica a esa representación del yo reflejado como en un espejo por todas las fases de la naturaleza, a la cual, con frase aún más feliz que la de Ruskin, Américo Castro ha llamado el «panteísmo egocéntrico» de los románticos. Naturalmente, al buscar cosa tan imposible como esta unión espiritual consolativa con los seres insensibles que le rodean en el universo, el hombre queda muy pronto defraudado, debido a lo cual se siente rechazado por el mundo entero.

Se fundieron con esta disposición anímica del hombre sensible del setecientos (y cambiaron de sentido bajo su influencia) ciertos elementos literarios tradicionales y otros recién innovados, como el ambiente arcádico y la dama ideal e inaccesible de la poesía pastoril, el nuevo estilo lacrimoso que había invadido primero el teatro, y el nuevo interés erudito en lo medieval. Todo esto, en una forma aún no enteramente cuajada, pero reconocible recibió expresión literaria por primera vez en ciertas obras de Gessner (publicadas casi todas ellas antes de 1762) y en ciertas páginas de La Nouvelle Héloïse (1761) de Rousseau; obras que llegaron a España, ésta casi inmediatamente (pues Cadalso la había leído y alude veladamente a ella en las Noches lúgubres, y Meléndez la tenía en su biblioteca personal), y aquellas algo más tarde, según se demuestra en el interesante estudio sobre Gessner en España que publicó José Luis Cano en la Revue de littérature comparée hace varios años.

Mas partiendo de los principios filosóficos que quedan señalados, el Romanticismo iba evolucionando entre bastidores en todos los países europeos; y aun sin los ejemplos de los dos autores suizos, la nueva actitud ante la vida se habría expresado en forma literaria en España en más o menos la misma época (pues la pequeña obra dialogada de Cadalso representa, a los trece años de la publicación de La Nouvelle Héloïse, una forma mucho más evolucionada que ésta de lo que luego se llamará Romanticismo; representa, en efecto, una forma igualmente o aun más evolucionada que la del Werther). En último término, no podían importar mucho para este resultado las influencias literarias individuales; porque se trataba, como hemos dicho, de un viraje total de la mentalidad europea, y las causas filosóficas de este viraje estaban presentes en España desde hacía muchos años.

La Inquisición española examinó el Ensayo de Locke, en la traducción francesa de Pierre Coste, en 1736, según apunta Marcelin Defourneaux en su libro sobre L'Inquisition espagnole et les livres français au XVIIIe siècle; Luzán menciona a Locke en su Poética, en 1737; y parece que el padre Isla ya lo había leído en 1727, según he demostrado en otro lugar. Locke fue leído por Cadalso y Meléndez (éste lo elogia en una carta de 3 de agosto de 1776, a Jovellanos, diciendo que fue uno de los primeros autores que leyó en la vida; y aquél lo menciona en la tercera lección de Los eruditos a la violeta, 1772); Meléndez tenía las Obras completas de Condillac, en francés, en su biblioteca, según el inventario de ésta que ha publicado Demerson en su libro sobre Batilo; y no cabe duda que también Cadalso había leído a Condillac. Desde 1784, los que no leían francés disponían de la versión española de la Lógica de Condillac publicada en ese año por la imprenta de Ibarra.

Que yo sepa, nadie ha llegado ni aun a intuir la relación entre el sensualismo filosófico y la emoción romántica que hemos bosquejado aquí, sino quizá Louis Reynaud, que no parece muy lejos de percibirla al principio del capítulo tercero de su libro sobre Le romantisme. Les origines anglo-germaniques (París, 1926). Otros críticos como Ronald M. MacAndrew, en su Naturalism in spanish poetry (Aberdeen, 1931), no pasan de señalar la influencia del sensualismo en el nuevo dinamismo con que aparecen descritos en la poesía dieciochesca los fenómenos naturales.

Mas volviendo por última vez sobre la cuestión del nombre español del dolor romántico, para poder apreciar debidamente la genialidad de Meléndez al forjarlo, porque fue Meléndez quien lo hizo, hace falta saber con qué tardanza respecto del nombre español se inventaron los inmerecidamente más conocidos nombres francés y alemán. Al parecer, el ejemplo más antiguo de la frase mal du siècle es el que se encuentra en el pasaje siguiente del prefacio que el célebre crítico Sainte-Beuve puso a la edición de 1833 del Obermann de Senancour: «Ce mot d'ennui, pris dans l'acception la plus générale et la plus philosophique, est le trait distinctif et le mal d'Obermann; ç'a été en partie le mal du siècle». (El segundo subrayado es mío.) Dicho prefacio está fechado concretamente en 18 de mayo de 1833. En todo caso, Armand Hoog no logra documentar ningún ejemplo anterior a éste en su artículo sobre los orígenes de la expresión, en el número trece de los Yale French Studies (1954). Por el estilo del pasaje de Sainte-Beuve, se ve que el nombre francés del dolor romántico empezó no siendo más que una frase puramente casual.

La invención del vocablo weltschmerz suele atribuirse a Jean Paul Friedrich Richter, en su Selina, oder über die Unsterblichkeit (Selina, o sobre la inmortalidad), que es del año 1810; y lo vuelve a usar Heine en 1831 en un ensayo sobre la pintura francesa al describir cierto cuadro de Delaroche titulado Oliverio Cromwell ante el cadáver de Carlos I; pero aunque esta palabra se usó así dos veces antes de originarse la frase mal du siècle, no se dotó de su presente sentido hasta que la usó Julián Schmidt para describir el dolor romántico en su Geschichte der Romantik, que no se publicó hasta 1847.

Así los críticos franceses se anticipan en catorce años a los alemanes al bautizar al dolor romántico; mas Meléndez Valdés se anticipa a estos en cincuenta y tres años, y aun a aquellos en treinta y nueve, al dar nombre a la nueva tristeza corrosiva que había invadido la literatura. Pues fue en el año 1794 en el que Meléndez no sólo acuñó su nombre para la congoja romántica, sino que también dio una definición de ésta. He subrayado el nombre inventado por Batilo en el trozo siguiente de su ya citada segunda Elegía moral, titulada A Jovino, el melancólico (la cual Demerson, basándose en alusiones contenidas en los Diarios de Jovellanos, ha podido fechar como compuesta antes de junio en el referido año de 1794):

<>
    Do quiera vuelvo los nublados ojos,
nada miro, nada hallo que me cause
sino agudo dolor o tedio amargo.
Naturaleza en su hermosura varia
parece que a mi vista en luto triste
se envuelve umbría; y que sus leyes rotas,
todo se precipita al caos antiguo.
    Sí, amigo, sí; mi espíritu insensible
del vivaz gozo a la impresión suave,
todo lo anubla en su tristeza oscura,
materia en todo a más dolor hallando;
y a este fastidio universal que encuentra
en todo el corazón perenne causa.


La definición y también el nombre melendezvaldesianos abarcan tanto los motivos exteriores ambientales como los interiores psicológicos -nunca rigurosamente separables- del dolor romántico. Indicio de que Meléndez se había hecho cargo de esta inseparabilidad de los motivos exteriores e interiores de la inquietud romántica («materia en todo... hallando»; «que encuentra / en todo el corazón perenne causa») es el hecho de que se asocia tan íntimamente a su definición la noción de la falacia patética («Naturaleza... / parece que a mi vista en luto triste / se envuelve umbría...»). Fastidio -lo espiritual, lo mío-, que es lo mismo que «tedio», que el «ennui» francés, un vacío infectante centrado en el alma; universal -lo otro, todo lo otro-, fuente y objeto de más inquietudes; y fastidio hecho universal, o sea lo personal proyectado sobre lo ambiental; todo esto se halla como en esencia en el nombre que Meléndez da a la postura anímica de la nueva generación. Es un nombre por esto mucho más feliz que el francés, con el que se habría podido designar cualquier forma de aflicción que hubiera sido característica de cualquier siglo. Es superior también al nombre alemán; pues aunque se halla incorporada a ambos la noción de lo ambiental (universal; welt); schmerz, «dolor», es un término más genérico que fastidio, o en todo caso no tiene el acento egoísta que tienen éste y otros vocablos semejantes como tedio, hastío, melancolía, ennui y spleen.

No es nada sorprendente que el nombre forjado por Meléndez sea más feliz que el de Sainte-Beuve o el de Schmidt; pues éste sólo se aprovechó de una voz ya existente, que, además, se había inventado para otros fines; y aquél parece que ni tenía intención de buscarle un nombre a nada, sino que al estar escribiendo sobre el ennui romántico, se le salió por casualidad una frase («... y éste ha sido, en parte, el mal del siglo»), a la que después le aconteció prosperar. En cambio, el nombre creado por el poeta español surgió de la misma vivencia del tedio romántico. Por lo cual lo realmente sorprendente es que haya quedado en olvido y sin usar precisamente este término, tan necesario por lo demás para completar la terminología literaria española, y que en fin por su anterioridad debería ser motivo de orgullo para todo historiador de la literatura española.

¿Cómo se explica tal olvido? No es, por mucho que se diga, porque los «tardíos» románticos españoles, habiendo conocido el nuevo estilo en los textos de los románticos extranjeros, desconocieran las obras de sus auténticos precursores nacionales en dicho estilo, quiero decir, las obras de esos poetas dieciochescos que cultivaban alternadamente la técnica neoclásica y la llamada prerromántica. Pues casi sin excepción los románticos conocían e imitaron en sus primeras tentativas poéticas incluso las anacreónticas más neoclásicas de esos poetas, para no decir nada de los otros versos en que ellos usaban un tono menos reservado. En cambio, tal descuido puede deberse por lo menos, en parte, a cierta pose historiográfica que viene exagerándose cada vez más entre los críticos, historiadores y ensayistas.

No cabe duda que se han compuesto páginas de mucha elocuencia y muy alta calidad literaria merced a esa angustia tan española de quienes se sienten o creen sentirse a la zaga de los demás países occidentales. Pero el hispanista extranjero, que quizá tienda a ver las «cosas de España» algo menos subjetivamente, no puede menos que preguntarse si esa retardación cultural, social y tecnológica no será, en ciertos casos, pretexto en vez de realidad; si tanto hablar de la agonizante experiencia de «vivir desviviéndose» y tanto cavilar sobre la España posible o imposible en tal o cual tiempo no será por lo mismo, en esos casos, convención literaria antes bien que expresión de una auténtica inquietud. Se ha puesto de moda suponer una introducción rezagada e incompleta en España de todas las ideas e instituciones creadas por los otros países europeos. Ya en El buen militar a la violeta, escrito en 1772, Cadalso hace que el «violeto» concluya, en todas las tertulias, diciendo: «Señores, no hay para qué cansarnos, que es forzoso que confesemos que nuestra España va siempre un siglo atrasada con respecto a las naciones cultas de la Europa en todas las ciencias y artes». Mas cuando se dejan a un lado las suposiciones para acudir a los hechos, se nos presentan algunas enormes sorpresas, aun en la España del siglo XVIII, ese «gran siglo educador» que, según un arriesgado juicio global de Ortega, la malhadada península, sola entre las naciones europeas, se habla saltado enteramente.

Feijoo empieza a divulgar las ideas de Bacon de Verulam en España en 1726 con el tomo primero del Teatro crítico; mientras que en Francia Voltaire no empieza a divulgarlas hasta ocho años después, en sus Lettres philosophiques de 1734. Madrid y Barcelona tienen sus primeros periódicos diarios a partir, respectivamente, de 1758 y 1761; París tarda dieciocho años más en tener su primer diario, que aparece por fin en 1779. El Banco Nacional de San Carlos se funda, en Madrid, en 1782; por fin, dieciocho años más tarde, se funda el Banco Nacional de Francia, en 1800. España tiene su primer censo completo en 1787; Francia no cuenta sus almas hasta dos años después de rayar el siglo XIX. Tomás Antonio Sánchez publica el Cantar de mío Cid en 1779; habían de mediar cincuenta y ocho años entre esta fecha y la primera publicación de la Chanson de Roland, en 1837. La anterioridad del término fastidio universal respecto de sus equivalentes francés y alemán no es sino otro ejemplo de los originales logros de un siglo que, por muchas deficiencias que haya padecido, no ha sido por cierto el menos fecundo para la creación de la España moderna. Con la pose de la angustia no se entenderán nunca tales ejemplos de modernidad; al contrario, con tal pose seguirán en el olvido muchas creaciones valiosas del XVIII y de otros siglos; porque la función del historiador no consiste en llorar con «secos párpados desiertos», según una frase de Meléndez, sino en echar luz.

En todo caso, es de esperar que se generalice entre los hispanistas y los historiadores del romanticismo español el uso del término fastidio universal; porque es el más feliz de todos los nombres del dolor romántico, porque es el único que puede tener carta de ciudadanía en la lengua española, y porque su uso puede ser, a la vez, un recuerdo eficaz del alto grado de cultura literaria que se alcanzó en España durante el siglo XVIII.

Russell P. Sebold


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