La lengua es una realidad compleja y escurridiza, entre otros motivos porque no tenemos de ella el mismo tipo de experiencia que podamos tener de una roca, una manzana o un caldero. Al entendimiento humano siempre le resultan más manejables las cosas concretas. Estamos hechos así. Y por eso andamos a vueltas con las abstracciones, buscándoles semejanzas con realidades concretas en el intento de hacernos una idea lo más cabal posible de qué son y cómo son.
Dentro de este afán es donde debemos situar la construcción de los sucesivos modelos con los que hemos tratado de explicarnos la lengua. En el fondo, lo que pretendemos con ellos no es sino acercarnos a ella como si fuera otra cosa. Un venerable modelo, por su larga tradición en la historia de la reflexión lingüística, es el de la lengua como herramienta. Ya Platón se sirve de él en el Crátilo, diálogo en el que se refiere a la lengua como una herramienta que permite que una persona les comunique algo a las otras acerca de las cosas.
Vamos a tratar de ir desgranando las implicaciones de este modelo.
En primer lugar, cuando comparamos la lengua con un instrumento, estamos concibiéndola como si fuera una cosa, una realidad independiente del ser humano y externa a él. Esto es lo que se denomina, de manera un poco más técnica, reificación. Siempre tendremos más posibilidades de aprehender algo que está ahí fuera, ante nosotros, que lo que está dentro de nosotros o, simplemente, no está en ninguna parte.
En segundo lugar, las herramientas son objetos que nosotros fabricamos, es decir, la lengua es formada por el ser humano. Un aspecto muy importante del modelo, íntimamente relacionado con esto, es, precisamente, que una herramienta tiene una forma, que podemos perfeccionar o, si somos artesanos un poco torpes, empeorar o incluso destruir. Una de las tareas fundamentales de la lingüística es, de hecho, la de estudiar la forma de la lengua: su composición y disposición.
En tercer lugar, una vez que una herramienta está disponible, podemos manejarla. Aquí, nuevamente, habrá quien se sirva de ella con habilidad y quien resulte un poco negado. Las herramientas, desde luego, se manejan para algo: las podemos aplicar a diferentes tareas de acuerdo con nuestros propósitos. Para empezar, median entre nosotros y el mundo, permitiéndonos tantearlo, como hacemos con un bastón, o seccionarlo, como hacemos con un bisturí o, para decirlo de forma un poco más general, nos sirven lo mismo para explorar y conocer la realidad que nos rodea que para modificarla y modelarla. Pero la lengua, en cuanto instrumento, media además en nuestra relación con las otras personas. Nos permite comunicarnos con ellas, influir en ellas e incluso manipularlas. En definitiva, nos sirve para recorrer los diferentes senderos que van de nosotros a las cosas, de las cosas a las otras personas, de nosotros a los demás o incluso de nosotros mismos a nosotros mismos.
Como decíamos, la idea de la lengua como herramienta se puede rastrear en Platón. La encontramos también formulada en los escritos de Humboldt en el siglo XIX. Pero, sin duda, el mejor exponente de esta concepción se halla en la Teoría del lenguaje de Karl Bühler, una obra de 1934 traducida al castellano en 1950 por Julián Marías. Allí se expone el denominado modelo del órganon (órganon significa ‘herramienta’ en griego). En su modelo, Bühler le atribuye tres funciones al lenguaje: la representativa, la apelativa y la expresiva. Estas se derivan de la triple relación que entabla el signo lingüístico, a saber: con las cosas, a las que representa; con las personas que escuchan, a las que apela; y con el yo que habla, al que expresa. Estas funciones le resultarán familiares a cualquiera que haya estudiado un curso de lingüística, aunque no terminará de reconocerlas, porque la versión que ha tenido mayor resonancia ha sido la de Jakobson, que las reelabora y les añade otras tres, hasta llegar a un total de seis: referencial, poética, emotiva, conativa, fática y metalingüística. Espero poder ocuparme en otra ocasión de los modelos de Bühler y Jakobson con el detalle que merecen.
Quien haya leído hasta aquí puede haberse quedado con la impresión de que esta idea de la lengua como herramienta únicamente tiene cabida en las especulaciones más o menos oscuras de filósofos y teóricos del lenguaje. Nada más lejos de la realidad. Nuestra cultura se encuentra hasta tal punto embebida de ella que nos resulta igual de transparente que el agua para los peces. Pero basta con detenerse a observar algunas de las imágenes que forman parte de nuestro hablar cotidiano para que empecemos a reconocerla en ellas, por ejemplo, cuando aseguramos que un escritor tiene un consumado dominio del lenguaje o que un orador ablanda las voluntades y conmueve los corazones con su discurso. Tampoco es ajeno a nuestro modelo el afirmar, como muchas veces se ha hecho, que una lengua ha alcanzado una gran perfección (como un bisturí láser, quizá) o que resulta tosca y grosera (como un cuchillo de pedernal).
Esto modelo, como todos, tiene sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Se revela de gran utilidad si lo que queremos es atender a aspectos de la lengua como su forma y, sobre todo, su función. Se trata, principalmente, de una concepción finalista, pues la idea de herramienta está indisolublemente unida a la de finalidad. De ahí que en las explicaciones basadas en este modelo se haga hincapié, como hemos visto, en la noción de función: ¿cuáles son las funciones del lenguaje?, o sea, ¿para qué sirve el lenguaje?
Cojea, sin embargo, cuando nos tenemos que enfrentar con el cambio lingüístico. Desde esta perspectiva, la lengua se nos revela como algo fluido, que se halla inmerso en un cambio constante y gradual, mientras que un instrumento es, por naturaleza, estático. Podemos afilar un hacha, adelgazar la hoja o alargar el mango, pero no podemos sentarnos a observar cómo se transforma en motosierra de manera análoga a como el latín se convirtió en castellano (y no digamos si tenemos que explicar además la diversificación en castellano, portugués, gallego, catalán, francés, italiano, etc.). Resultan más aptos para esta tarea otros modelos, como el de la lengua como organismo, del que ya hemos hablado.
Pero finalmente este modelo se enfrenta con una limitación radical que comparte con todos los demás: la lengua puede ser, en algunos de sus aspectos, como una herramienta; pero, de hecho, no es una herramienta.
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