miércoles, 24 de agosto de 2011

Descripción "Bajos fondos" en Mala hierba (La lucha por la vida) de Pío Baroja

Siguieron adelante, metiéndose en el barro; comenzaba a llover de

nuevo. Propuso Manuel entrar en la taberna de la Blasa, y por la escalera

del paseo Imperial bajaron a la hondonada de las Injurias. La taberna

estaba cerrada. Entraron en una callejuela. Los pies se hundían en el

barro y en los charcos. Vieron una casucha con la puerta abierta y

entraron. El Hombre-boa encendió una cerilla. La casa tenía dos cuartos

de un par de metros en cuadro. Las paredes de aquellos cuartuchos

destilaban humedad y mugre; el suelo, de tierra apisonada, estaba

agujereado por las goteras y lleno de charcos. La cocina era un foco de

infección: había en medio un montón de basura y de excrementos; en los

rincones, cucarachas muertas y secas.

Por la mañana salieron de la casa. El día se presentaba húmedo y

triste; a lo lejos, el campo envuelto en niebla. El barrio de las Injurias se

despoblaba; iban saliendo sus habitantes hacia Madrid, a la busca, por

las callejuelas llenas de cieno; subían unos al paseo Imperial, otros

marchaban por el arroyo de Embajadores.

Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos

de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres

tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura

humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la

que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo

de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad

y de la miseria.

-Si los ricos vieran esto, ¿eh? -dijo don Alonso.

-¡Bah! , no harían nada -murmuró Jesús.

-¿Por qué?

-Porque no. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que

mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere

de hambre, le quita usted la mitad de su dicha.

-¿Crees tú eso? -preguntó don Alonso, mirando a Jesús con asombro.

-Sí. Además, ¿qué nos importa lo que piensen? Ellos no se ocupan de

nosotros; ahora dormirán en sus camas limpias y mullidas,

tranquilamente, mientras nosotros...

Hizo un gesto de desagrado el Hombre-boa; le molestaba que se

hablara mal de los ricos.

Salió el sol; un disco rojo sobre la tierra negra; luego, a las

escombreras de la Fábrica del Gas de encima de las Injurias comenzaron

a llegar carros y a verter cascotes y escombros. En las casuchas de la

hondonada, alguna que otra mujer se asomaba a la puerta con la colilla

del cigarro en la boca.

Una noche, el sereno de las Injurias sorprendió a los tres hombres en

la casa desalquilada y los echó de allí.

Los días siguientes, Manuel y Jesús -el titiritero había desaparecido- se

decidieron a ir al asilo de las Delicias a pasar la noche. Ninguno de los

dos se preocupaba en buscar trabajo. Llevaban ya cerca de un mes

vagabundeando, y un día en un cuartel, al siguiente en un convento o en

un asilo, iban viviendo.

La primera vez que Jesús y Manuel durmieron en el Asilo de las

Delicias fue un día de marzo.

Cuando llegaron al asilo no se había abierto aún. Aguardaron

paseando por el antiguo camino de Yeseros. Se internaron por los

campos próximos, en los que se veían casuchas miserables, a cuyas

puertas jugaban al chito y al tejo algunos hombres y pululaban

chiquillos andrajosos.

Eran aquellos andurriales sitios tristes, yermos, desolados; lugares de

ruina, como si en ellos se hubiese levantado una ciudad a la cual un

cataclismo aniquilara. Por todas partes se veían escombros y cascotes,

hondonadas llenas de escorias; aquí y allí alguna chimenea de ladrillo

rota, algún horno de cal derruido. Sólo a largo trecho se destacaba una

huerta con su noria; a lo lejos, en las colinas que cerraban el horizonte,

se levantaban barriadas confusas y casas esparcidas. Era un paraje

intranquilizador; por detrás de las lomas salían vagos de mal aspecto en

grupos de tres y cuatro.

Por allá cerca pasaba el arroyo Abroñigal, en el fondo de un barranco,

y Manuel y Jesús lo siguieron hasta un puente de ladrillo llamado de los

Tres Ojos.

Volvieron al anochecer. El asilo estaba ya abierto. Se encontraba a la

derecha, camino de Yeseros arriba, próximo a unos cuantos cementerios

abandonados. El tejado puntiagudo, las galerías y escalinatas de

madera, le daban aspecto de un chalet suizo. En el balcón, en un letrero

sujeto al barandado; se leía: «Asilo Municipal del Sur». Un farol de cristal

rojo lanzaba la luz sangrienta en medio de los campos desiertos.

Manuel y Jesús bajaron varios escalones; en una taquilla, un

empleado que escribía en un cuaderno les pidió su nombre, lo dieron y

entraron en el asilo. La parte destinada a los hombres tenía dos salas,

iluminadas con mecheros de gas, separadas por un tabique, las dos con

pilares de madera y ventanucas altas y pequeñas. Jesús y Manuel

cruzaron la primera sala y entraron en la segunda, en donde a lo largo,

sobre unas tarimas, había algunos hombres. Se tendieron también ellos

y charlaron un rato...

Iban entrando mendigos, apoderándose de las tarimas, colocadas en

medio y junto a las columnas. Dejaban, los que entraban, en el suelo sus

abrigos, capas llenas de remiendos, elásticas sucias, montones de

guiñapos, y al mismo tiempo latas llenas de colillas, pucheros y cestas.

Los parroquianos pasaban casi todos a la segunda sala.

-Aquí no corre tanto aire -dijo un viejo mendigo que se preparaba a

tenderse cerca de Manuel.

Unos cuantos golfos de quince años hicieron irrupción en la sala, se

apoderaron de un rincón y se pusieron a jugar al cané.

-¡Qué tunantes sois! -les gritó el viejo mendigo vecino de Manuel-.

Hasta aquí tenéis que venir a jugar, ¡leñe!

-¡Ay, con lo que sale ahora el arrugado! -replicó uno de los golfos.

-Cállese usted, ¡calandria! Si se parece usted a don Nicanor tocando el

tambor -dijo otro.

-¡Granujas! ¡Golfos! -murmuró el viejo con ira.

Manuel se volvió a contemplar al iracundo viejo. Era bajito, con barba

escasa y gris; tenía los ojos como dos cicatrices y unas antiparras negras

que le pasaban por en medio de la frente. Vestía un gabán remendado y

mugriento, en la cabeza una boina y encima de ésta un sombrero duro

de ala grasienta. Al llegar, se desembarazó de un morral de tela y lo dejó

en el suelo.

-Es que estos granujas nos desacreditan explicó el viejo-; el año pasado

robaron el teléfono del asilo y un pedazo de plomo de una cañería.

Manuel paseó la vista por la sala. Cerca de él, un viejo alto, de barba

blanca, con una cara de apóstol, embebido en sus pensamientos,

apoyaba la espalda en uno de los pilares; llevaba una blusa, una

bufanda y una gorrila. En el rincón ocupado por los golfos descarados y

fanfarrones se destacaba la silueta de un hombre vestido de negro, tipo

de cesante. En sus rodillas apoyaba la cabeza un niño dormido, de cinco

o seis años.

Todos los demás eran de facha brutal: mendigos con aspecto de

bandoleros; cojos y tullidos que andaban por la calle mostrando sus

deformidades; obreros sin trabajo, acostumbrados a la holganza, y entre

éstos algún tipo de hombre caído, con la barba larga y las guedejas

grasientas, al cual le quedaba en su aspecto y en su traje, con cuello,

corbata y puños, aunque muy sucios, algo de distinción; un pálido reflejo

del esplendor de la vida pasada.

La atmósfera se caldeó pronto en la sala, y el aire impregnado de olor

de tabaco y de miseria, se hizo nauseabundo.

Manuel se tendió en su tarima y escuchó la conversación que

entablaron Jesús y el mendigo viejo de las antiparras. Era éste un

pordiosero impenitente, conocedor de todos los medios de explotar la

caridad oficial.

A pesar de que andaba siempre rondando de un lado a otro, no se
había alejado nunca más de cinco o seis leguas de Madrid.

-Antes se estaba bien en este asilo -explicaba el viejo a Jesús-; había

una estufa; las tarimas tenían su manta, y por la mañana a todo el

mundo se le daba una sopa.

-Sí, una sopa de agua -replicó otro mendigo joven, melenudo, flaco y

tostado por el sol.

-Bueno, pero calentaba las tripas.

El hombre decente, disgustado, sin duda, de encontrarse entre la

golfería, tomó al chico entre sus brazos y se acercó al lugar ocupado por

Jesús y Manuel y terció en la conversación contando sus cuitas. Dentro

de lo triste, era cómica su historia.

Venía de una capital de provincia, dejando un destinillo, creyendo en

las palabras del diputado del distrito, que le prometió un empleo en un

Ministerio. Se pasó dos meses detrás del diputado y se encontró al cabo

de ellos en la miseria y en el desamparo más grande. Mientras tanto,

escribía a su mujer dándole esperanzas.

El día anterior le habían despachado de la casa de huéspedes, y

después de correr medio Madrid y no encontrando medio de ganar una

peseta, fue al Gobierno Civil y pidió a un guardia que les llevara a su hijo

y a él a un asilo. «No llevo al asilo sino a los que piden limosna», le dijo

el guardia. «Yo voy a pedir limosna -le contestó él con humildad-; puede

usted llevarme.» «No; pida usted limosna, y entonces le cogeré.»

Al hombre se le resistía pedir; pasaba un señor, se acercaba con su

hijo, se llevaba la mano al sombrero, pero la petición no salía de su boca.

Entonces el guardia le había aconsejado que fuera al asilo de las

Delicias.

-Pues si le llegan a coger, no adelanta usted nada -dijo el de los

anteojos-; le habrían llevado al Cerro del Pimiento y allá se habría usted

pasado el. día sin probar la gracia de Dios.

Y luego, ¿qué habrían hecho conmigo? -preguntó la persona decente.

-Echarlo fuera de Madrid.

-Pero ¿no hay sitios por ahí para pasar la noche? -dijo Jesús.

-La mar -contestó el viejo-, por todas partes. Ahora que en el invierno

se tiene frío.

-Yo he vivido -añadió el mendigo joven- más de medio año en

Vaciamadrid, un pueblo que está casi deshabitado; un compañero mío y

yo encontramos una casa cerrada y nos instalamos en ella. Vivimos unas

semanas al pelo. Por las noches íbamos a la estación de Arganda; con

una barrena hacíamos un agujero en un barril de vino, llenábamos la

bota y después tapábamos el agujero con pez.

-¿Y por qué se fueron ustedes de allí? -preguntó Manuel.

-La Guardia Civil nos sintió y tuvimos que escaparnos por las

ventanas. Maldito si yo no estaba cansado ya de aquel rincón. A mí me
gusta andar por esos caminos, una vez aquí, otra vez allá. Se encuentra

uno con gente que sabe, y se va uno ilustrando...

-¿Y usted ha andado mucho por ahí?

-Toda mi vida. Yo no puedo gastar más que un par de alpargatas en un

pueblo. Me entra una desazón cuando estoy en el mismo sitio, que tengo

que echar a andar. ¡Ah! ¡El campo! No hay cosa como eso. Se come donde

se puede; el invierno es malo, ¡pero el verano! Se hace uno una cama de

tomillo debajo de un árbol y se duerme uno allá tan ricamente, mejor que

el rey Luego, como las golondrinas, sé va uno donde hace calor.

El viejo de las antiparras, desdeñando lo que decía el vagabundo joven,

indicó a Jesús los rincones que había en las afueras.

Adonde suelo yo ir cuando hace buen tiempo es a un campo santo que

hay cerca del tercer depósito. Allá hay unas casas donde iremos esta

primavera.

Manuel oyó confusamente el final de la conversación y se quedó

dormido. A media noche se despertó al oír unas voces. En el rincón de la

golfería, dos muchachos rodaban por el suelo y luchaban a brazo

partido.

-Te daré dinero -murmuraba uno entre dientes.

-Suelta, que me ahogas.

El mendigo viejo, que se había despertado, se levantó furioso, levantó

el garrote y dio un golpe en la espalda a uno de ellos. El caído se irguió

bramando de coraje.

-Ven ahora, ¡cochino! ¡Hijo de la grandísima perra! -gritó.

Se abalanzaron uno sobre el otro, se golpearon y cayeron los dos de

bruces.

-Estos granujas nos están desacreditando -exclamó el viejo.

Un guardia restableció el orden y expulsó a los alborotadores. Volvió a

tranquilizarse el cotarro y no se oyeron más que ronquidos sordos y

sibilantes...

Por la mañana, antes de amanecer, cuando se abrieron las puertas del

asilo, salieron todos los que habían pasado allí la noche y se

desparramaron al momento por aquellos andurriales.

Manuel y Jesús siguieron la calle de Méndez Álvaro. En los andenes de

la estación del Mediodía brillaban los focos eléctricos como globos de luz

en el aire negro de la noche.

De las chimeneas del taller de la estación salían columnas apretadas

de humo blanco; las pupilas rojas y verdes de los faros de señales

lanzaban un guiñó confidencial desde sus altos soportes; las calderas en

tensión de las locomotoras bramaban con espantosos alaridos.

Temblaban las luces mortecinas de los distanciados faroles de ambos

lados de la carretera. Se entreveían en el campo, en el aire turbio y

amarillento como un cristal esmerilado, sobre la tierra sin color, casacas
bajas, estacadas negras, altos palos torcidos de telégrafos, lejanos y

oscuros terraplenes por donde corría la línea del tren. Algunas

tabernuchas, iluminadas por un quinqué de luz lánguida, estaban

abiertas... Luego ya, a la claridad opaca del amanecer, fue apareciendo a

la derecha el ancho tejado plomizo de la estación del Mediodía, húmedo

de rocío; enfrente, la mole del Hospital General, de un color ictérico; a la

izquierda, el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban

hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo

húmedo y gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños...

1 comentario:

  1. Magnífica descripción de los bajos fondos del Madrid de la época. Baroja en estado puro.

    ResponderEliminar

Entradas populares

número de páginas