lunes, 12 de septiembre de 2011

El maestro de la II República que intuyó el futuro


Bernardo Pérez, uno de los maestros fusilados en la Guerra Civil, en su escuela de Fuentesaúco (Zamora).-

Rodolfo Llopis emprendió la reforma docente más ambiciosa que conocía España

CARMEN MORÁN - Madrid - El País



"De ahora en adelante, quien elija la profesión de maestro, pudiendo seguir otros caminos, lo hará porque a ello le impulse la vocación", aseguró Rodolfo Llopis, director general de Primera Enseñanza entre 1931 y 1933. A las órdenes de Marcelino Domingo, a la sazón ministro de Instrucción Pública, Llopis puso en marcha una ambiciosa reforma de la formación docente que pretendía, sin ambages, alejar a los mediocres del Magisterio y dotar a la recién nacida República de la mejor generación de maestros que había conocido España. Tenían que serlo, porque la misión que se les había reservado era la más audaz y épica que se encomendara a profesional alguno: formar a los nuevos ciudadanos, los republicanos. Sobre sus espaldas recaía, pues, la responsabilidad de despiojar la yerma escuela española y cambiar con ello el rumbo de un país entero.



La formación de los profesores era por entonces el asunto estrella en cualquier congreso docente que se celebrara en Europa. También en España. Y 80 años después, el debate sigue abierto. Y las soluciones que se abordaron en la República no son tan diferentes de las que se han manejado en la democracia ni de las actuales.



Llopis endureció el acceso a la carrera exigiendo el bachillerato a todo aquel que pretendiera ingresar en las Escuelas Normales para preparar el Magisterio. "Eso era darle categoría universitaria, porque nadie que quisiera matricularse en cualquier otra titulación podía hacerlo sin el bachillerato", explica el catedrático de Historia de la Educación de la Universidad de Alcalá de Henares Antonio Molero.



La profesión la constituían entonces destartaladas filas reclutadas de las clases más humildes, con escasa formación cultural y nulas nociones pedagógicas. Eso iba a acabar. Completado el bachillerato, los aspirantes pasarían una exigente prueba de selección para entrar en las Escuelas Normales. "Ese era el cribado realmente duro, solo ingresaban unos 40 estudiantes en cada escuela provincial", señala Carmen Agulló, profesora titular de la Escuela de Magisterio de la Universidad de Valencia. Ingresaron 965 por ese método en un primer momento. Una vez dentro, los aspirantes -hombres y mujeres por primera vez juntos- pasarían tres años de formación más uno de prácticas, pagadas, en las escuelas. Los inspectores y los profesores de la Normal tutelaban el aprendizaje y componían los tribunales. Sin oposiciones, los estudiantes que pasaran con éxito esa etapa eran ya maestros funcionarios. "Esa fue una de las grandes novedades, la desaparición de las oposiciones. Los maestros ya salían perteneciendo al escalafón nacional", dice Francisco de Luis, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Salamanca. "El esfuerzo mayor se hizo en primaria, lo demás no se concluyó", añade



La República, en su primer bienio, despreciaba las oposiciones, un sistema en el que "desaparece la personalidad del opositor y queda solo el ejercicio escrito. Pero ¿qué clase de valores podían juzgarse de este modo? ¿Qué noción de la cultura, qué noción de la escuela, qué idea de la vocación pedagógica tenían las autoridades ministeriales que montaron aquel complicado artificio?", se pregunta Llopis en su libro titulado La Revolución en la escuela (Biblioteca Nueva). Pero el director general de Primera Enseñanza no pudo evitarlas por completo y algunas plazas se "regalaron" por oposición, en palabras de Llopis. Porque la reforma afectaba a "los futuros maestros de la República", pero, mientras esas promociones salían a la calle se necesitaba contar con muchos otros que ya estaban en el proceso y que habían de atender las miles de escuelas que se construían. Hubo una tercera vía de acceso al Magisterio para los recién graduados: los cursillos de selección. Con ellos, como con la reforma de la carrera, se pretendió formar a la vez que se seleccionaba. Eran de tres meses. El primero de asistencia a clases que impartían otros maestros; los aspirantes tomaban notas y, finalmente, tenían que impartir, por sorteo, una de esas clases. "Con el visto bueno de un tribunal, pasaban al segundo mes, todo él de prácticas en la escuela. Una o dos veces por semana el inspector revisaba el aprendizaje. Con las notas del maestro y del inspector se pasaba al tercer mes. En este, el futuro maestro asistía a conferencias de carácter cultural y pedagógico dictadas por profesores universitarios o de instituto. Finalmente, tenían que exponer por escrito uno de esos temas", detalla Carmen Agulló, que ha tenido acceso a algunos de aquellos cuadernos de prácticas de los estudiantes. La nota de los tres meses decidía el orden para elegir la plaza.



"Sin buenos maestros, todo lo que se haga en beneficio de la escuela resultará estéril", decía Llopis. Y eso valía también para los maestros de los maestros.



El profesorado de las Escuelas Normales procedía de la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio, una réplica francesa. "Esa Escuela se suprimió en 1932, pero los mejores de ella, que eran muchos, pasaron como catedráticos a la nueva sección de Pedagogía que se creó en la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. Ahí se formaron directores de grupo escolar, inspectores y los nuevos profesores de las Escuelas Normales", resume Molero. Una buena cantera que esculpió "la mejor generación de maestros y maestras que ha tenido este país". Como el de La lengua de las mariposas, ¿recuerdan? Ya saben como acabó la película.





Una escuela mezclada y libre

La reforma de la enseñanza emprendida en el primer bienio de la II República tenía numerosas fuentes de inspiración. Bullían en toda Europa, y también en España, diversas corrientes pedagógicas. "No podemos detenernos solo y siempre en la Institución Libre de Enseñanza (ILE), que ya tenía un espacio y que fue muy importante, desde luego, mucho. Hubo otras", empieza la profesora de la Universidad de Valencia Carmen Agulló. Cierto, la ILE jugó un papel destacado, prestó su espíritu a numerosas iniciativas que se emprendían en el terreno de la educación pública y muchos de los responsables de ella se habían formado bajo su auspicio.



"Muy importante fue también la Escuela Moderna, de Ferrer i Guardia, anarquista. Libertaria, fue el modelo pedagógico español más exportado, por todo el mundo", dice Agulló. Era de doble coeducación, de sexos y de clases. Se pretendía la mezcla de niños y niñas, y de ricos y pobres. Se hacían excursiones al campo, como en la ILE, y se visitaban museos, pero también fábricas, para que los alumnos se impregnaran del quehacer laboral, de la lucha obrera.



"Y estaba la Escuela Unificada, del Partido Socialista, que preconizaban Llopis y Lorenzo Luzuriaga. Hoy equivaldría a una escuela igualitaria, sin discriminación por ningún concepto, ni de clase ni de sexo ni de religión, de nada. Pensaban que la única manera de conseguirlo era mediante la escuela pública, estatal. Eso lo rechazaban los anarquistas, que no querían nada del Estado". Y todas coincidían en algo: eran laicas.

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