La Biblioteca Nacional evoca a las escritoras que rompieron barreras en su época
Teresa de Ávila también tenía fe en la franqueza. En el arranque del libro Camino de perfección, que escribió para sus monjas, las carmelitas a las que había descalzado y embridado por la senda de la austeridad (a Angela Merkel le gustaría: una mujer del sur con espíritu del norte), confiesa su profundo cansancio: “Pocas cosas que me ha mandado la obediencia se me han hecho tan dificultosas como escribir ahora cosas de oración”.
La religiosa tenía la cabeza colonizada por un ruido tormentoso desde hacía tres meses y sentía “flaqueza”. Aquella confesión dirigida a sus monjas puede leerla cualquiera que acuda a la exposición El despertar de la escritura femenina en lengua castellana, que la Biblioteca Nacional (BNE) dedica a las aventureras de la pluma en siglos poco propicios para las incursiones literarias si no nacías hombre y que estará abierta hasta el 21 de abril.
Las cosas han cambiado. Aunque no demasiado rápido. La propia institución que acoge a las autoras fue un prolongado coto vedado a las mujeres. “La Biblioteca tiene una tradición muy machista. Felipe V solo dejaba entrar a varones y hasta 1837 no se abrió a las visitas femeninas y limitada a los sábados”, contó ayer a modo de contricción histórica la directora de la BNE, Glòria Pérez-Salmerón. Para remachar la exclusión femenina aportó un último dato: hasta 1990 (casi tres siglos después de su fundación) no hubo una directora, Alicia Girón, y no por falta de candidatas (hay tantas bibliotecarias que le dicen “la cuerpa” de archivos y bibliotecas).
Algún remordimiento se disipará con la muestra. Unos 40 libros, pertenecientes a la propia institución y seleccionados por la comisaria, la poetisa Clara Janés, demuestran que las adversidades no son infranqueables. Ir a la contra siempre fue posible. Cristobalina Fernández de Alarcón despertaba a menudo las iras de Quevedo y Góngora, cuyas soberbias estaban a la altura de sus talentos, porque se imponía en todos los certámenes poéticos a los que concurría. A Lope le encantaba. A Lope le gustaban las mujeres. En sentido concreto, y en sentido general. En un discurso en Madrid mostró su alegría “de ver que una mujer pudiese tanto / que haya dado en la iglesia militante / descalza una carrera de gigante”, en referencia a Teresa de Jesús. En sus obras, recuerda Janés, homenajea a numerosas autoras coetáneas.
Su propia hija tiene un protagonismo destacado en la exposición: Sor Marcela de San Félix tomó los hábitos en el convento de las trinitarias, a un paso de la casa familiar. “Se cuenta que Lope iba a visitarla cada día”, explica la comisaria. La monja fue de las pocas autoras que eligió el teatro como vehículo de expresión (tenía a su favor la genética y el ambiente) y representaba sus obras (de tema religioso) intramuros.
La poesía fue el género predilecto de la mayoría, pero tocaron a casi todas las puertas. El ensayo, la novela y la ciencia. De María de Zayas y Sotomayor se sabe poco aunque escribió mucho. Sus Novelas amorosas y ejemplares, que fueron editadas y traducidas en 14 ocasiones entre los siglos XVII y XVIII, se conocen como “el Decameron español”. En una ocasión afirmó: “Las almas ni son hombres ni mujeres”. Se insinuó que era varón, pero Clara Janés rechaza esa hipótesis: “Se escondía muy bien, probablemente porque era una mujer noble y se sentía en peligro si se conocía su identidad”.
Fue una feminista cuando aún no había feminismo sino osadas que iban contra la norma. La más insigne fue Sor Juana Inés de la Cruz, mexicana que nació en el XVII y pensaba como en el XX. Seguramente superdotada: aprendió a leer y escribir con tres años siguiendo a escondidas las lecciones de su hermana mayor y se zampó todos los libros de la biblioteca de su abuelo.
Fantaseó con ir a la universidad disfrazada de hombre hasta que su familia puso tierra entre ella y su sueño y la introdujo en la corte de la virreina, la marquesa de Mancera. Tenía talento, inteligencia, belleza y alergia al matrimonio. Le recomendaron el único camino alternativo: entrar en un convento. Las Jerónimas le dieron libertad: conservó sus instrumentos científicos, sus libros, sus ropas y sus criadas. Reivindicó para las mujeres el derecho a la educación. Avivó tanto el debate intelectual que tras la escritura de la Carta Atenagórica fue perseguida y castigada por los responsables eclesiásticos, que la sometieron a juicio y le obligaron a renunciar a todo lo que había sido (“soy la peor de todas”, diría). La Inquisición hizo de las suyas con todas ellas, empezando por Teresa de Jesús y siguiendo por sus discípulas, Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, que se refugiaron en Bélgica.
Incluso para alguien como Clara Janés, que lleva años explorando en la historia de las escritoras, la BNE escondía sorpresas como la sevillana Sor María de la Antigua, que dejó más de 1.300 cuadernos escritos. Es la única religiosa que aparece dibujada junto a la disciplina —el instrumento de cáñamo usado para azotarse— en la colección de ilustraciones que se incluye en la exposición.
Entre las seglares, Janés destaca la historia de Olivia Sabuco, la descubridora del líquido raquídeo a la que su propio padre trató de robar el logro (finalmente lo lograron unos británicos).
¿Solo escribían las religiosas?, le preguntaron a Clara Janés durante la presentación. No, dijo, pero los conventos fueron los únicos refugios que encontraron aquellas mentes inquietas nacidas en un ambiente opresor y los lugares que a la postre preservarían el material de sus escritoras.
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