Martín Schifino CRÍTICO LITERARIOnº 163-164 · julio-agosto 2010
¿Qué es un best seller? Usted y yo lo sabemos. Con los años hemos hojeado algunos, aunque por lo general leamos, o prefiramos leer, cosas más edificantes. Harold Robbins no es nuestro autor de cabecera. El argumentum ad populum de que más es mejor no nos mueve ni un pelo. Aunque no siempre lo digamos, creemos que más, de hecho, es peor. Sabemos que esa opinión tiene el mismo rigor lógico que su opuesto, es decir: cero. Pero no estamos hablando de lógica; estamos hablando de que somos lectores serios, más serios que los lectores de best sellers. Supongamos, ahora, que estamos en 1980. Supongamos que nos interesa la Edad Media. Al pasar por una librería, descubrimos una novela de un respetable profesor italiano sobre unos asesinatos que tienen lugar en una abadía benedictina del siglo XIV. Muy bien escrita, llena de citas en latín, diálogos teológicos y diagramas a primera vista bastante oscuros, la obra nos intriga por su densidad. Digamos que tenemos ganas de leer algo difícil, intelectualmente estimulante; mientras nos dirigimos a la caja, hasta pensamos que, la próxima vez que veamos a X, un amigo que siempre se jacta de sus «arduas» lecturas, le mencionaremos el libro para demostrarle que no nos quedamos atrás. Unos segundos después compramos El nombre de la rosa, como lo harán, de entonces a esta parte, quince millones de personas en todo el mundo.
Lo anterior es, por supuesto, una caricatura, pero la pregunta inicial parece ahora más difícil de contestar. Si pensábamos que el best seller era un tipo particular de libro, nos equivocamos. Si le atribuíamos determinado valor estético, vimos que no era necesariamente así. Si lo considerábamos parte de una cultura totalmente ajena, establecimos puntos de contacto con ella. Una manera de reaccionar sería renegar de la novela, como hizo más de un crítico ante la creciente popularidad de Umberto Eco. Pero podríamos también ampliar la definición de best seller, con la esperanza de refinar nuestra comprensión del fenómeno. La primera constatación será obviamente económica (y tautológica): el best seller es un libro que vende. Un economista quizá nos dé una versión más florida, como que es un libro que crea el incentivo de que cierto número de personas lo compre; pero en esencia es lo mismo. Como dice Stephen King: «A Grisham, Clancy, Crichton y a mí [...] nos pagan sumas descomunales de dinero porque vendemos una cantidad descomunal de libros a un público descomunalmente grande». Lo interesante viene ahora. ¿Por qué Grisham, Clancy, Crichton, King (y Eco)? ¿Por qué que algunos libros crean ese incentivo y otros no? ¿Cuál sería la correlación entre ventas y rasgos estéticos? ¿Existe realmente? ¿Puede llegarse a una explicación textual del best seller?
Una respuesta satisfactoria tendría que bosquejar la estética común de, por ejemplo, El nombre de la rosa y Misery, a riesgo de dar una definición de una generalidad tal que no se explicara, en rigor, nada (como en la «definición» de novela de E. M. Forster: «una narración en prosa de más de setenta mil palabras»). Tal es el desafío que enfrenta David Viñas Piquer en El enigma best-seller, un inmenso estudio que plantea el problema en términos de géneros literarios. Viñas observa, correctamente, que «ningún conjunto de rasgos genéricos distintivos comparece con absoluta evidencia en el momento de intentar una definición del supuesto género best seller». El gótico, el policial, la novela romántica, son géneros altamente codificados; el best seller no presupone códigos. Pero lo cierto es que se habla, en la prensa y en la calle, del «género best seller». Esta discrepancia entre marcas textuales y percepciones de lectura le preocupa a Viñas. «Tenemos un problema y habrá que buscar alguna solución», escribe. La que se le ocurre es tan ingeniosa como abstracta: «El best seller sólo puede ser considerado un género literario si es visto como un fenómeno de genericidad puramente analógica. [...] O sea –comenta el autor– que la teoría literaria acaba de hacer acto de presencia». Ah, la teoría. ¿Qué haríamos sin ella?
No es que Viñas, profesor de Teoría de la Literatura y autor de una Historia de la crítica (608 páginas) y una Teoría literaria y literatura comparada (488 páginas) capaces de mantener abierta la bóveda de un banco, no esté cualificado para hablar bien del tema. Una de las virtudes del libro, que puede pecar de machacón pero no de enigmático, es su accesibilidad: el dialecto metalúrgico-obscurantista de tanta crítica académica de hoy día rara vez hace «acto de presencia» en sus páginas. Viñas maneja además una bibliografía amplia y la remite con pertinencia a los textos. Lo malo es que la teoría de los «géneros analógicos» resulta casi incoherente al aplicarse a los best sellers. ¿Qué es, a todo esto, un género analógico? Un género que el lector establece «independientemente de todo lazo de motivación causal y de la transmisión histórica entre los diferentes textos». Por ejemplo, podrán leerse como cuentos moralizantes una parábola china del siglo XII, un fabliau de la Francia medieval y una leyenda de los indios mapuches, aunque no ha habido contacto histórico alguno entre las formas. Al relacionar los ejemplos anteriores se habrá elaborado un género desde el polo del lector. Se sigue que tal género no existe como, digamos, el «cuento de fantasmas»; es, antes bien, nominal; es lo que yo, lector, digo que el género es. Al nombrarlo hago una operación de abstracción: reduzco distintos textos a sus elementos comunes (la narrativa, la moraleja), dándoles prioridad por encima de otros. Hasta ahí, todo muy claro. Pero con el best seller las aguas se enturbian.
Para empezar, no son los textos mismos los que me llevan a percibir la analogía, sino el hecho económico de que vendan: mi impulso analógico está, como dicen los teóricos literarios, sobredeterminado (por «la evidencia de [...] una misma suerte de mercado»). Este problema es, en rigor, insoluble, pues se desprende de un error categorial: el de recortar la literatura mediante una categoría económica. Quizá para salir del atolladero, Viñas propone, haciéndose eco de una definición cortazariana de literatura, la idea de que un best seller será todo aquello que se lea como tal. Un momento de reflexión revelará, sin embargo, que se cae en una petición de principio: ¿por qué se leen como tal ciertos textos y no otros? ¿Y qué quiere decir leer un best seller como tal cuando no sabemos qué es un best seller? En este punto, Viñas es sumamente vago: al leer best sellers quedaría «la sensación de un vago parecido, pero no hay manera luego de justificar ese parecido apelando a marcas textuales y sólo queda la búsqueda de un referente común para todas ellas». «Un vago parecido» sin «marcas textuales» es muy poco para establecer una analogía, por mucho que se la localice «sólo en el polo de la recepción» (compárese con el género de los cuentos moralizantes).
Quizá nos ayuden las «expectativas de lectura». Uno nunca se acerca a un texto, nos recuerda Viñas, en un vacío absoluto de información; espera algo; tiene preconceptos. Estas expectativas permitirían «configurar la clase genérica en cuestión», «un arquetipo» o «modelo ideal» de best seller, con el cual comparar los best sellers reales. Si parece que nos estamos yendo hacia la metafísica, es porque la idea subyacente es de un impecable platonismo. ¿Hace falta semejante maquinaria conceptual para hablar de géneros? Acabamos de empezar. Según Viñas, uno no establecería una analogía entre los textos, sino entre cada texto y el arquetipo que se forma abstrayendo todas las propiedades de los textos. Así, los best sellers A y B pueden no parecerse entre sí, pero sí parecerse ambos al modelo ideal Z. Esta solución busca salir de la circularidad, pero en realidad la reenvía un paso atrás, repitiendo el problema de por qué mis expectativas hacen que se encienda la categoría Z cuando leo las obras A (digamos, La mano de Fátima) y B (Millennium), pero no cuando leo C (digamos, un libro de Thomas Bernhard). El vocabulario de Viñas rechina bajo el esfuerzo argumentativo de fundamentar lo infundamentable: «lo único que verdaderamente necesita [una obra] es ser leída desde los postulados básicos que han permitido configurar la clase genérica en cuestión. De manera que los textos pertenecen al género porque participan no de todos, sino de alguno o algunos de sus rasgos característicos. En rigor, todos los textos integrantes del género serán derivaciones más o menos puras del modelo ideal fijado de antemano». Pero salvo que uno crea en la existencia de ese «best seller platónico» del que se deducen todos los best sellers –y mientras nadie nos muestre las pruebas, lo mejor es no creer–, se diría que la idea está al revés y que es el crítico quien, a partir de muchos ejemplos puntuales, ha llegado por abstracción a un modelo. ¿Cuándo se fijaría, si no, ese modelo ideal?
El principal problema lógico de la teoría de Viñas es su circularidad, pero aún mayor es el problema metodológico de pasar por alto los datos empíricos que arroja la propia investigación. La segunda mitad de El enigma best-seller, mucho más sólida, es un extenso comentario de textos, que releva y revela los rasgos genéricos más frecuentes de los best sellers: el policial, el romance, la novela de educación, de terror y unos cuantos más. Con esta tipología, Viñas realmente le hace un favor a los libros y a la crítica literaria. Pero las conclusiones son, obstinadamente, que el best seller «existe de manera bastante evidente como abstracción en el imaginario colectivo». ¿Como abstracción? Es aquí donde la teoría literaria debería hacer más fuerza: buscar correlaciones políticas, ideológicas, culturales. En este sentido, Viñas encamina bien el debate al notar que «los rasgos esenciales [...] de best seller están estrechamente vinculados al contexto concreto en que surgió y se expandió con fuerza este sorprendente fenómeno literario: el contexto de la cultura de masas. De ahí que sea necesario [...] poner esos rasgos en relación directa con la situación contextual». Suena sensato, aunque confieso haber recortado la cita: donde ahora hay puntos suspensivos se insiste en el «modelo genérico» y el «arquetipo ideal». Seamos, en este punto, claros: no existe el modelo genérico. No existe el cielo platónico de ideas donde el perfecto best seller descansa inmóvil. Existe una cultura en permanente movimiento, dentro de la cual algunos libros consiguen millones de lectores mientras que otros juntan polvo. Considerar este contexto cultural es clave, porque el best seller no es nunca una esencia inmutable, sino precisamente un resultado estadístico. Puede leerse entonces de un modo más abierto: como un síntoma (textual) de obsesiones culturales, expresado en un valor numérico (ventas). Lo que lee una cultura nos habla de esa cultura. Y nada habla más claro que lo que una cultura lee masivamente.
***
El envés de la afirmación anterior sería que cada época, quizá cada temporada, tiene los best sellers que se merece. La idea de que nos merecemos a alguien como Dan Brown es suficiente para echarnos a dormir veinte años, con la esperanza de que las cosas mejoren. Pero hay que ver si mejoran. El símbolo perdido apunta, de hecho, a un futuro posible en el que no sólo no habrá novelas buenas, sino que se habrán olvidado los estándares literarios que permiten identificar una buena novela. Dudo que el sacrificio de leerlo sirva a las generaciones venideras, pero el mejor favor que puede hacérsele a la literatura es defenestrar esta historieta kitsch en honor a los estándares aún vigentes. La trama es la primera ofensa. Robert Langdon, el famoso profesor de Harvard «experto en simbología» (disciplina, por cierto, desconocida en Harvard), deberá enfrentarse una vez más a poderes subterráneos que amenazan con echar por tierra los pilares de la civilización occidental. Nada menos. La intriga, tan entreverada que desafía cualquier resumen, involucra a los masones, a un místico demente que pretende dominar el mundo, a la CIA y, entre otros, a una científica dedicada a una «ciencia tan avanzada que casi no parecía ciencia» (parece, en efecto, religión aplicada: uno de sus experimentos es «pesar el alma»). Entretanto se nos muestran edificios emblemáticos de Washington, como el Capitolio, el Smithsonian y la Library of Congress. El malo de la novela quiere hacer público «un poderoso conocimiento denominado antiguos misterios [...] o saber perdido de los tiempos», que han guardado celosamente los masones. Es difícil saber, la verdad, a qué viene tanta alharaca ocultista, porque el secreto resulta no ser más que una confirmación, prefigurada en los «textos antiguos» y los «profundos conocimientos científicos de los antiguos», de que la ideología estadounidense de la tolerancia y el libre culto (pero culto al fin) es lo más conveniente para la humanidad. En otras palabras, Estados Unidos está avalado por el saber de los antiguos. Quiénes son esos antiguos, un detalle menor para Brown, queda menos claro: ¿griegos, egipcios, sumerios? Una respuesta del libro: «Abreviando, los antiguos misterios hacen referencia a un cuerpo de conocimientos secretos reunidos hace mucho tiempo». En otras palabras, pedir detalles es pedir peras al olmo.
Uno podría aceptar las vaguedades infantiles (similares al «había una vez...») de El símbolo perdido y, con mayor dificultad, su propagandismo ideológico, no muy distinto del de cientos de películas o novelas en las que los rusos son muy malos y los estadounidenses unos santos, si no fuera porque la escritura echa por tierra cualquier inclinación a «dejarse llevar por la historia». Cada día que Brown publica un libro, como dijo una vez Bernard Shaw sobre una obra de teatro, es un mal día para la lengua inglesa; la pésima traducción publicada por Planeta tampoco le hace favores a los lectores españoles, aunque ni Luis Astrana Marín habría podido refrescar la descomposición de la prosa. El libro es una macedonia pasada de clichés. Hay «joyas ceremoniales» que «brillan cual ojos fantasmales»; el Inferno de Dante es «su legendario Inferno»; y cuando Langdon entra en un «colosal edificio», nos encontramos con descripciones como la siguiente: «El Capitolio se yergue regiamente en el extremo oriental del National Mall [...]. La gigantesca planta mide» etc., «ocupa más de seis hectáreas de tierra, y contiene la sorprendente cantidad de 541 habitaciones», y «está meticulosamente diseñada para rememorar la grandeza de la antigua Roma». Esto es mucho peor que las descripciones convencionales que sitúan la acción; el modelo de la prosa es, obviamente, la guía de turismo. Mientras el libro grita «miren esto, admírense de aquello», supura con la falsedad del kitsch. Umberto Eco, en Apocalípticos e integrados, propone «la definición del mal gusto, en arte, como prefabricación e imposición de efectos». Agrega: «El kitsch pone en evidencia las reacciones que la obra debe provocar». Lo mejor que puede decirse de Dan Brown es que es un consumado efectista.
Stephenie Meyer también es una escritora dada a los efectos. Según Stephen King, directamente, «no sabe escribir». Sin cuestionar a King, que sabe escribir y sabe de lo que habla, hay que decir que la sensiblería épica de Meyer tiene lo suyo. Eco, de nuevo, viene al caso; en su famosa apreciación de Casablanca, apunta: «Dos clichés nos hacen reír. Cien nos conmueven. Pues sentimos vagamente que los clichés hablan entre ellos, y celebran una reunión». En Amanecer, arquetipos y clichés están de fiesta. Cuarta entrega de una enorme saga gótica de protagonistas adolescentes, Amanecer es, en la superficie, una novela de vampiros (vampiros buenos o «vegetarianos» que sólo se alimentan de animales); pero en el fondo se adhiere a las convenciones del cuento de hadas, donde una chica como cualquier otra es amada por un príncipe azul. Véase la siguiente escena, con la que los editores, arteramente, promocionan el libro: «“No tengas miedo”, le susurré. “Somos como una sola persona”. De pronto me abrumó la realidad de mis palabras. Ese momento era tan perfecto, tan auténtico. No dejaba lugar a dudas. Me rodeó con los brazos, me estrechó contra él y hasta la última de mis terminaciones nerviosas cobró vida propia. “Para siempre”, concluyó». Quien habla es Bella, la narradora y símil-cenicienta, que no deja de extasiarse frente a Edward, el vampiro-príncipe; en Eclipse, Bella decía: «El tiempo no me había vuelto inmune a la perfección de su rostro», o «Ninguna de las experiencias de mi vida se comparaba a la sensación de sentir sus labios fríos, duros como el mármol pero siempre tan suaves, contra los míos». Stephenie Meyer podrá tener una fantástica concepción de la anatomía humana (¿labios «duros como el mármol»?, ¿terminaciones nerviosas que cobran vida propia?), pero escribe mal con inmensa energía.
Si el romance se basa en retardar la unión de los protagonistas, el atractivo principal de las tres novelas anteriores era la tensión sexual irresuelta entre Bella y Edward. La excusa, hasta ahora, había sido el miedo de Edward a perder el control durante el acto: «No imaginas lo increíblemente frágil que eres», dice una línea muy comentada y, por cierto, vilipendiada por lecturas feministas. Pero para la paciencia de todo lector hay un límite. En Amanecer, por fin, la dinámica de los personajes trasciende el amor platónico y, en los primeros capítulos, Bella y Edward consuman lo que hay que consumar. Por desgracia, la erótica de Meyer funcionaba mejor en la castidad que en el sexo. Y la nueva novela no propone nada más excitante que los problemas de un matrimonio morganático. No es fácil estar casada con un ser heroico, hermoso e inmortal, por no hablar de los inconvenientes de preparar la cena. La intriga se crea en torno al hijo de la pareja, mitad vampiro y mitad humano, excluido por ciertos vampiros. Predeciblemente, al final la tolerancia se impone y todos viven felices y comen perdices. Meyer pasa en este volumen del romance artúrico a la novela burguesa; pero, moralmente, no cruza la línea del melodrama victoriano. Como dice Laura Miller en un estupendo artículo de Salon Magazine: «La fantasía femenina de ser rescatada de la oscuridad por un hombre poderoso y deslumbrante, de ser puesta a salvo de las vicisitudes de la vida por su fuerza y su dinero: todo esto resulta ser un sueño difícil de dejar atrás».
Difícil de dejar atrás, también, es la historia. Las dos novelas que siguen en nuestra lista vuelven escrupulosamente al pasado. Ken Follett se hizo famoso en 1989 con Los pilares de la tierra, un novelón de más de mil páginas sobre la construcción de una catedral en la ficticia ciudad de Kingsbridge en el siglo XII. Más larga aún es Un mundo sin fin, la continuación de Los pilares y la «dieciochava novela» del autor. En este punto debo confesarme incapaz de leer a Ken Follett, que por ello no figura en la lista. Es una incapacidad, para empezar, física: Un mundo pesa como mínimo dos kilos, y ni sentado ni acostado conseguí sostenerla en una posición cómoda; a falta de un púlpito ante el que leer de pie, no veo forma de manejar el mamotreto. La incapacidad se complica por la resistencia mental. Inmensas, desmedidas, las novelas de Follett sólo me hacen pensar en eso de «más largas que esperanza de pobre»: son largas y, por lo que dicen las solapas, hay en ellas personajes pobres, que nunca pierden las esperanzas. Con saber eso, este lector se conforma. Comparada con semejantes Everests de tinta, La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones, un autor también afecto a las catedrales, es una novela normal; tiene sólo novecientas páginas y no debe de pesar más de un kilo y medio. Felizmente, además, la escritura es muy superior a la de Brown o Meyer. Abogado de profesión, Falcones escribe como un sesudo profesor de historia: «El puerto de Ragua se alzaba a más de dos varas castellanas y constituía el paso para cruzar Sierra Nevada en dirección a Granada sin tener que rodear la cadena montañosa». No será Proust, pero es un pasaje competente.
Ambientada en la Córdoba de la segunda mitad del siglo XVI, la novela cuenta la historia de Hernando, un joven que, siendo «hijo de una morisca y del sacerdote que la violó», vive a caballo entre dos culturas, sin pertenecer del todo a ninguna ni poder conciliarlas. La solapa del libro nos recuerda que la novela aparece «cuando se cumple el cuarto centenario de la expulsión de los moriscos de España», y una extensa nota histórica del autor vuelve sobre el centenario para condenar «uno de los numerosos episodios de xenofobia que ha producido la historia de España». Cualquier sospecha de oportunismo conmemorativo se disipa cuando se comprueba la solidez ética e histórica de esta novela. Falcones, que se ha documentado exhaustivamente sobre la historia del islam en España y en el Magreb, tiene además la capacidad de imaginar la experiencia cotidiana de los católicos y musulmanes de la época, creando así la ilusión de realidad vivida. Y la realidad que le toca vivir a Hernando es a menudo fascinante. La novela empieza por la sublevación morisca en el pueblo de las Alpujarras, un momento de quiebra de la convivencia religiosa. Hernando escapa al bando de los moriscos, pero más tarde logra salvar el pellejo gracias a haber ayudado a un noble católico. La primera parte de la novela es una especie de picaresca en la que lo vemos yendo de un bando al otro como doble espía, aunque se aferre al islam en la intimidad. Mientras tanto, se enamora de una muchacha llamada Fátima, que es reclamada como segunda esposa por su padastro, el de Hernando, pero más tarde consigue escapar de él. De peripecia en peripecia, los amantes se reúnen y se separan; el amor imposible por Fátima hace de contrapunto a las imposibles exigencias de la fe.
La lógica es la del melodrama, aunque a un ritmo más moderato que el que se encuentra en una buena ficción de Dumas o Dickens. Uno de los problemas es que Falcones no sabe dónde parar; la novela se abre a tal punto a la contingencia que a los personajes puede ocurrirles cualquier cosa. Hernando tiene media docena de hijos, hace fortuna, cotillea con la baja nobleza católica, se dedica al estudio de textos sagrados; Fátima recala en Berbería, tiene también varios hijos, se casa con un corsario, lo mata, descubre las alianzas católicas de Hernando, se propone olvidarlo, acaba perdonándolo. La falta de forma es narrativa, pero el verdadero problema se desprende de los presupuestos historiográficos que guían la narración. La vieja gesta de la expulsión de los moriscos como «reconquista», por supuesto, ha sido expuesta como una construcción política indefendible en lo moral y con poco asidero en la verdad histórica. Pero Falcones tampoco quiere caer en el error de un revisionismo absoluto que pinte como opresor sangriento a un bando y víctima oprimida al otro. Hubo una complicadísima guerra ideológica y territorial; en un sentido, todos perdieron. Sobre la revuelta de las Alpujarras, Falcones, citando las fuentes pertinentes, nota que «se trató de una guerra que los dos bandos llevaron a cabo con suma crueldad». En semejante complejidad, la novela busca desesperadamente un héroe, pero sólo encuentra un caos de situaciones irresueltas.
Ordenar los datos de una realidad compleja es el gran desafío de un novelista histórico. Falcones puede aprender mucho, en este sentido, de Pérez Reverte. Su nueva novela, El asedio, es un libro casi tan largo como La mano de Fátima y contiene un número comparable de personajes, saberes y ambigüedades morales; pero está exquisitamente bien ordenado. La novela es al menos dos novelas (y dos géneros): una narra la vida durante el sitio de Cádiz; la segunda es una historia policíaca sobre un asesino que aprovecha la caída de las bombas para matar mujeres. Los dos interrogantes (¿entrarán los franceses?, ¿atraparán al asesino?) se imbrican a su vez con una narración realista sobre la vida cotidiana de los ciudadanos de Cádiz. El otrora reportero de guerra Pérez Reverte es un atento reportero del pasado; su prosa atrae detalles como un imán limaduras de hierro. Sobre taxidermia: «Tras desollar al animal, descarnar y limpiar los huesos, tuvo varios días la piel sumergida en una solución de alumbre, sal marina y crémor de tártaro». Sobre armamentos: «Los defectos de los tres obuses [...] se deben a un sabotaje realizado en su proceso de fundición: una deliberada aleación incorrecta, que termina produciendo fracturas de las que en jerga artillera son conocidas como escarabajos y cavernas». Sobre vestimentas: «Él [...] lleva un calzón corto por las rodillas, camisa de tela basta, chaquetilla corta de bayeta y navaja de palmo y medio de hoja metida en la faja». Y cuando un personaje mira el horizonte con un telescopio, el narrador comenta que se trata de «un buen Dixley inglés, con tubo extensible de latón dorado».
Esta profusión de detalles, o voluntad permanente de desplegar conocimientos abstrusos, es una de las debilidades –en ambos sentidos– de Pérez Reverte. El problema no estriba en oraciones como: «La enorme vela cangreja gualdrapea dando bandazos en la marejada, con fuertes tirones que estremecen el palo y el casco negro de la balandra». Cuando un autor nos envía al diccionario, nos hace un favor. Pero a veces los tecnicismos llevan a traspiés de verosimilitud, como en un ejemplo de los de arriba. Si quien piensa en artillería es un artillero, ¿por qué aclara que «en lengua artillera» ciertas fracturas se llaman «escarabajos y cavernas»? Algo así es precisamente lo que no se diría a sí mismo ese personaje. Dada la riqueza documental, esta crítica puede parecer impertinente, pero en esos momentos peligra la ilusión realista: al ver el truco, dejamos de creer en el truco. El asedio está un tanto recargada de detalles, aunque lo aligera por contrapartida el aire insuflado a los personajes. De nuevo, el impulso tiene mucho de periodístico; el autor sabe que, por importante que sea el decorado de la escena, el centro lo ocupan siempre los humanos.
El impulso periodístico está en el centro de nuestra última novela, La reina en el palacio de las corrientes de aire, el tomo final de la trilogía Millennium, de Stieg Larsson. Es muy probable, de hecho, que el enorme éxito de Millennium tenga que ver con que leerlo no requiere más esfuerzo que leer el periódico. La escritura es rápida, de frases cortas y declarativas; los adjetivos jamás se pasan de la raya; los adverbios brillan por su ausencia. La voz va directa al grano. La primera entrega de la serie (y de nada sirve empezar a leer por el medio), Los hombres que no amaban a las mujeres, era una estupenda novela negra, cuyo rol de detective lo cumplía un periodista atractivo y mujeriego, que parece la fantasía de un periodista. Mikael «Kalle» Blomkvist solucionaba el caso, llevaba al villano a la ruina, ganaba mucho dinero y hasta se ganaba a la chica, Lisbeth Salander. Las dos novelas siguientes se centran en la chica, probablemente el personaje de ficción más famoso de los últimos tiempos. Delgada, de un metro y medio de estatura, con un dragón tatuado en la espalda, hosca, bebedora, violenta, bisexual o, como le dice una amante, puramente sexual, artera, inconformista, inteligentísima y la mejor hacker de Suecia, Lisbeth Salander rompe todos los moldes del convencionalismo. Pero, como dice Bob Dylan en «Absolutely Sweet Mary», «para vivir fuera de la ley hay que ser honesto», y Salander se rige por un férreo código moral propio. No es que eso la exima de conflictos. En el final del segundo libro, tras recibir un tiro en la cabeza que la deja medio muerta, es llevada a un hospital donde, acusada de varios homicidios, queda bajo custodia policial a la espera de un juicio. El lector sabe que Salander es inocente, pero muchos indicios la inculpan, y nadie salvo Blomkvist le cree. La tercera novela se ocupa de la defensa y rehabilitación del personaje frente la sociedad. Más que de género policíaco, se trata de una novela periodística sobre la manera en que circula la información. Y, si hay una intriga, es la de cómo los datos que sabemos de primera mano van a ser corroborados por el complicadísimo sistema de justicia. Blomkvist, periodista fogueadísimo, va y viene entre jueces, policías, detectives, o incluso el primer ministro de Suecia. Al final, por supuesto, los desvalidos ganan, mientras los criminales caen como moscas. Aunque un tanto rocambolesca, la novela es una poderosa apología del cuarto poder.
***
Las obras anteriores (incluida la referida de Ken Follett) encabezaron las listas de los más vendidos en España durante el año 2009 y principios de 2010. Como se ve, son sumamente distintas en sus afiliaciones y temáticas. Al mismo tiempo, es bastante obvio que todas participan de algún género particular: hay una novela de intriga, un romance gótico, tres novelas históricas y una policíaca periodística. El gran público, puede deducirse, elige convenciones estables. Se observa la misma estabilidad en los personajes, que son entidades de rasgos fijos y mayormente verosímiles. La sintaxis narrativa de todas alterna descripción, narración y diálogos caracterológicos de forma probada y aprobada. La escritura es pequeñoburguesa, acumulativa, rica en nombres propios, vocabularios específicos, palabras de época y adornos léxicos, pero de lo más convencional en cuanto a la sintaxis y la retórica (esto es igualmente cierto en el caso de El asedio, donde la escritura es de muy buen nivel, y El símbolo perdido, donde es todo lo contrario). La narración, con sus cortes nítidos y secuencias bien desarrolladas, registra la influencia del cine y de formas periodísticas como el reportaje. Puede decirse que todos los libros reseñados comparten una actitud respetuosa hacia la literatura. Ninguno es una obra de ruptura. Haciendo las salvedades necesarias en cuanto a los contenidos, podrían haber sido escritos en el siglo XIX. Si algo los une, de hecho, es lo conservadores que son en la forma. En la historia de las convenciones literarias, estos libros atrasan al menos un siglo.
Pero estas vagas coincidencias no indican que estamos frente a un género en particular. Indican más bien que el mercado aprueba lo conocido. Por tomar prestada una frase de John Kenneth Galbraith, la «sabiduría convencional» de un sector mayoritario de la cultura favorece la novela de corte realista, que narra una historia en orden cronológico con personajes redondos. También en el plano ideológico, los best sellers reseñados expresan, en distinto grado, «estructuras de ideas aceptables» (Galbraith), incluso cuando prometen develar algo nuevo. Rara vez es de otra manera; el gran público, al elegir lo que lee, elige lo que quiere escuchar. Lo que quiere escuchar ahora es a veces muy civil y otras levemente alarmante. En cuanto a la historia de España, el revisionismo light está a la orden del día. En cuanto a la historia en general, nada mejor que las narraciones enfocadas «desde abajo», desde los ojos del hombre de a pie. Mientras tanto, los mitos como el amor eterno no han muerto, según demuestra Luna nueva, con la salvedad de que perviven mayormente entre lectoras de unos quince años (los datos demográficos son fehacientes). Que el mismo infantilismo se manifieste de cara a la política, entre ciudadanos adultos, es quizás indicador de una ingenuidad profunda. Los delirios políticos más insidiosos encuentran aval en Dan Brown. ¿No sería fantástico si nuestros gobernantes estuvieran gobernados por poderes ocultos? Fantástico es la palabra, en su segundo sentido. Pero habrá también quienes verán en Millennium un reflejo de convicciones más maduras, como la de que los sistemas de justicia deben criticarse en detalle, porque las libertades que garantizan deben defenderse en su totalidad.
Históricamente, se han esgrimido distintas razones para defender la literatura popular. A menudo nos llegan los intereses creados de la literatura misma. Sin folletines no hay Madame Bovary. Sin literatura policíaca no hay Ficciones. Sin cómics no hay Cosmicomics. También se oye, sobre todo cuando se habla de lectores jóvenes, lo que podríamos llamar la «falacia del mejoramiento»: alguien empieza por Crepúsculo, pasa a Drácula y muchos, muchos libros después termina leyendo, digamos, En busca del tiempo perdido. Es bastante dudoso. El mejor motivo para leer best sellers, en cualquier caso, no es su conexión con un arte presuntamente más refinado; es su reveladora conexión con la sociedad y sus fantasmas. Cada tanto, millones de lectores se dejan atrapar por un mismo libro. Pasa de pronto. El monstruoso best seller se agazapa en la sombra.
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