sábado, 28 de agosto de 2010
Pasear por el onirismo de Dylan Thomas
Por:
Winston Manrique Sabogal
26/08/2010
"A mediados del verano, un muchacho, feliz por no tener qué hacer y porque hacía calor, se hallaba echado en un maizal. Las hojas de maíz se mecían por encima de él como grandes abanicos y los pájaros trinaban en las ramas de los árboles que ocultaban la casa. Tendido de espaldas contra la tierra, contemplaba el cielo infinitamente azul que caía sobre los perfiles del maizal. El aire, después de un cálido chaparrón de mediodía, traía un aroma de conejos y vacas. Se estiró como un gato y cruzó los brazos tras la nuca. Ahora surcaba los mares como un velero, navegaba entre las doradas ola del maizal y se delizaba por el cielo como un ave, saltaba por las campiñas en botas de siete leguas y construía un nido en el sexto de los siete árboles que desde una verde y radiante colina le saludaban aleteando las ramas. Luego volvió a ser el muchacho de los cabellos revueltos que, levantándose perezosamente, buscaba tras los maizales la línea del río que serpenteaba entre las colinas".
Ese es Dylan Thomas evocándose a sí mismo en un maizal. Convirtiendo lo que recuerda, imagina y sueña en prosa poética. Lo hace desde un estado onírico en el cuento Una visión del mar. El sueño entrando en la imaginación, la imaginación irrumpiendo en la realidad, la realidad soñando la imaginación... Y los lindes de la escritura desaparecidos por obra y magia del poeta galés (1914-1953) que logró llevar su lírica a territorios narrativos donde se alza como un demiurgo libre de compromisos. Esta vez para crear un verano a su imagen y sueño donde a partir de un cuento otros cuentos entran y salen de éste, y se cruzan y se interrelacionan creando la sensación de un sueño del que alguien está a punto de despertar cuando, de repente, se introduce otro sueño y así unas cuantas veces, lo cual da origen a un universo en continua transformación. Mundos caóticos salidos de su mundo interior suavizados por su prosa. Ritmo y tensión en cada relato, cuyo conjunto tiene tantas interpretaciones como lectores tenga el cuento; pero donde los miedos latentes y los temores del amor toman cuerpo y múltiples formas. En ese rosario de imaginería onírica se introduce hoy Veranos literarios porque Dylan Thomas sitúa su relato en el estío para rendirle un bello tributo. Hemos dejado al muchacho con los cabellos revueltos buscando el horizonte tras los maizales, vamos a ver a dónde nos conduce ahora su imaginación:
"Metió los dedos en el agua como provocando una ola que traviesa hiciera rodar los cantos y estremeciera el limo dormido. En el agua sus dedos se erigieron en diez pilares de torres y un pececillo de hermosa cabeza y cola de látigo sorteó las compuertas de las torres hábilmente. Y mientras el pececillo huía por entre el laberinto de dedos hacia los guijarros y el lecho de las aguas se removía inquieto, se imaginó una historia. Érase una princesa de un libro navideño que se había ahogado, con los hombros descoyuntados y dos coletas pelirrojas tensas como cuerdas de violín en torno al quebrado cuello. (...)
Aquel verano era el más hermoso desde el principio de los siglos. No creía en Dios, pero era Dios quien había alumbrado aquel verano tan lleno de azules aires, y aquel calor y aquellas palomas que poblaban el bosque. En las anónimas colinas que se avistaban a distancia, no había torres de minas, chimeneas ni remolques, sólo siete árboles que semejaban hombres y mujeres tendidos al sol. No encontraba palabras que expresaran la maravilla de aquel verano o el murmullo de los pájaros del bosque o el susurro del maizal mecido por la brisa del mar. No había palabras para sol y cielo, para el campo entero del estío. (...)
El cuento de la princesa ya se había pasado. Aquella tarde bajo el verde inocente de los árboles y entre los jilgueros que volaban hacia el sol, no había mar en que aquella pudiera ahogarse prendida del cabello. El mar se había retirado y tras de sí quedaron un campo sembrado de maíz, una casa escondida y una colina. Del séptimo árbol de pronto se descolgó la princesa, era tan alta como el primero de los árboles y llevaba un vestido de seda hecho jirones. (...) El muchacho contempló asombrado la desaparición del río, vio cómo la tierra se tragaba los sembrados y cómo los árboles del bosque se reducían a pequeños tallitos y cómo el campo y el paisaje entero le cabían en el cuenco de la mano. (...) El muchacho, tímidamente acurrucado en la sombra, vio morir a la princesa por segunda vez mientras una campesina ocupaba su puesto. (...)
Y se quedó a su lado sin hacer nada, sentado a la izquierda y ewscuchando el latir de su corazón donde se ahogaban todos los sonidos del verano. (...) Esto es un cuento, dijo ella, que trata de un muchacho a quien besa una bruja. Le acarició los ojos y se estrechó contra él. Y después que lo hubo amado y provocado su muerte, se lo llevó dentro de ella a una cabaña en el bosque. (...)
Un retazo de viento prendido en la luz solar que iluminaba el pequeño paisaje,como un viento entre paredes de un vacío caserón, convirtió los rincones en montañas y pobló los áticos de sombras que despuntaban por el tejado. Por todos los pasillos del paisaje corría el aire como un puñado de voces de creciente intensidad hasta oírse una última ya grave para dejar el caserón lleno de murmullos.
- ¿De dónde vienes? - le preguntó ella al oído. Seguía sentada a su lado, y aunque ya no le abrazaba, tenía una rodilla entre las piernas del muchacho y con una mano le sujetaba las de él. ¿Por qué tienes miedo de aquella muchacha de tostada piel si no era mayor ni más fuerte que las pálidas muchachas que en su pueblo tenían hijos antes de casarse?".
Una visión del mar, del volumen El visitante y otras historias (Bruguera). Dylan Thomas. Traducción de Ignacio Álvarez.
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