sábado, 11 de septiembre de 2010

Qué bien tu nombre suena (con perdón)



MANUEL RODRÍGUEZ RIVERO 


BABELIA - 11-09-2010




Razones para odiar a Madrid no faltan. Nunca faltaron. Ni siquiera en la época en que, como quiere el imaginativo romance de don Nicolás Fernández de Moratín, aún era castillo famoso y su coso ardía en fiestas organizadas por su alcaide Aliatar, amante de la pizpireta princesa Zaida (nada que ver con Gallardón y Aguirre, por favor). Hoy, y para esa mayoría de españoles que (todavía) no vota al PP, Madrid se presenta, quizás interesadamente, como la punta de lanza de una pretendida España que bloquea otra, u otras, posibles. Contra Madrid se ha escrito siempre, desde la derecha, desde la izquierda y desde el centro, aunque éste se halle situado en la periferia y se exprese en lenguas diferentes al castellano. De aquella Babilonia del consumo que fascinaba y repelía a los dramaturgos barrocos (Cada tienda es la Bermuda; / cada mercader inglés, / pachelingüe u holandés, / que a todo bajel desnuda, según describía Tirso), en la época en que los piratas se apoderaban del oro americano y (aún) no se ponía el sol de la conquista, se pasó a la animadversión irritada de cuando ya se puso, consumido el Imperio por el fuego de las independencias que ahora se conmemoran. De los denuestos más contemporáneos (literarios y artísticos) que ha generado esta ciudad a la que Machado llamó "rompeolas de todas las Españas" y Francisco Camba "Madridgrado" (con a little help del general Queipo de Llano, que fue el inventor etílico del marbete) trata precisamente Capital aborrecida, un interesante ensayo de Fernando Castillo Cáceres que acaba de publicar Polifemo. El libro se centra de modo especial en el medio siglo histórico y literario que transcurre entre las manifestaciones de antimodernismo y nostalgia preindustrial de los noventayochistas (trufadas de temor a la plebeyización de las ciudades y al fantasma de la revolución) y el odio armado de los sublevados de 1936, para los que Madrid era símbolo de la España que repudiaban y de la resistencia que se les oponía. Si, de acuerdo con una especie de (nueva) añoranza de la aldea, los contradictorios escritores del 98 enfrentaban a Madrid una Castilla imaginada e historicista (y vacunada contra el contagio revolucionario), los del franquismo (los Foxá y los Alfaro y los Pemán y los Borrás y los Giménez Caballero y todo el resto) recogían la parte que les interesaba de la herencia de sus mayores y no ahorraban los denuestos contra lo que Zúñiga ha caracterizado (en su excelente libro de relatos sobre el Madrid en guerra) como Capital de la gloria (Alfaguara). Madrid era el paradigma de lo siniestro (una cheka, según Foxá) para los que tuvieron que aplazar su conquista tres años terribles ("ya hemos pasao" celebraría el chotis fascista cuando lo consiguieron), mientras, según afirmaba Machado en el mismo poema del que he robado parte del título de este sillón de orejas, la ciudad aún "sonreía con plomo en las entrañas". Donde quiera que vivan, si odian y aman a Madrid (lo que no es contradictorio, sino saludable), no dejen de leer este libro. Entenderán mejor el modo en que esta ciudad ("en la que paso largas horas oyendo gemir al huracán", según célebre poema beat -avant la lettre- de Dámaso Alonso en Hijos de la ira) se ha establecido en el imaginario colectivo de los españoles.

Ambiciones

Para Clarín yo sería un mal lector. Dice en su artículo (escrito hace 100 años) 'El arte de leer' (en Siglo Pasado, incluido en el tomo VII de las Obras Completas de la Biblioteca Castro): "Esos que leen en la cama para dormirse y leen cualquier cosa 
... son malos lectores. Vale más dormir y meditar que leer el libro que, por casualidad, está sobre la mesilla de noche". Se nota que el autor de La Regenta no era insomne y con Dios se acostaba y con Dios se levantaba. Yo leo (también) porque duermo poco: libros malos, libros buenos y libros que olvido pronto, pero ninguno está "por casualidad" en la estantería que tengo junto a mi cama. Leo en diagonal, en mi lecho y en pruebas (lo que es un formato particularmente incómodo) Belén Esteban y la fábrica de porcelana, de Miguel Roig, que Península publicará a finales de mes. La "reina del trash", a quien es imposible no conocer, la dominatrix de la audiencia en esta época en la que los discursos sobre nada sustituyen a la nada de los discursos sin capacidad de seducción (política), encuentra en el libro del publicista Roig (prólogo de Christian Salmon) explicación nada consoladora. La "chica del montón", una criatura de Pigmalión catódico que pretende hablar con la voz de quienes no la tienen, convertida en sujeto sociológico de excepción y en abanderada de un Zeitgeist mediocre: una matrioska-marioneta hecha de sucesivas muñecas pintadas de colores histriónicos, presidiendo ese neorrealismo enfermo que difunde, como el ventilador la mierda, una televisión que hace caja con desperdicios populistas. Sálvame, el programa en el que tiene su morada la (¿republicana?) princesa del pueblo emite casi veinte horas semanales: lo que hubiera dado Stalin (y daría la señora Kirchner) por un estajanovismo mediático semejante. Apago la luz y en mi (breve) sueño oigo algo que me grita la nada sencilla muchacha (ya añosa) de San Blas. Me despierto con sobresalto condenadamente elitista.



Libertad

Cada generación obtiene su buena ración de "gran novela americana". Freedom, de Jonathan Franzen (Farrar, Straus & Giroux, 28 dólares; 15,12 si se compra a través de Amazon.com, gastos de envío aparte), es la última de la última. Estos días previos al aniversario del 11 de Septiembre alterno su lectura con la revisión apresurada e incompleta deMadmen, la estupenda serie "creada" por Matthew Weiner y emitida originalmente por la cadena AMC. En el fondo, la novela de Franzen y el blockbuster televisivo de moda se ocupan aproximadamente de lo mismo: el retrato -con distinto énfasis en la distancia y la crítica- de la clase media estadounidense en dos momentos muy diferentes de la contemporaneidad. De la América brillante de los sesenta a la más oscura (y desencantada) de hoy. Más consistente y profunda que Las correcciones (2001, Seix Barral), la cuarta novela de Franzen está destinada a convertirse en long seller, al menos en EE UU. Satírica y brillante, la novela, a cuyo autor ha dedicado portada la revista Time (y a quien quizás Oprah Winfrey conceda su perdón mediático promocionándola en su programa), será publicada (dentro de un año) por Salamandra. Sí: Salamandra, y no Seix Barral o Alfaguara, anteriores editoriales del autor. Se ve que la (estupenda) agencia literaria de Susan Golomb (subagente española: Mónica Martín) puso el listón económico muy alto, lo que no agradó a sellos con escasa paciencia para recuperar inversiones, sobre todo si con las obras anteriores no habían ganado tanto como habían esperado (lo que siempre desencadena el escepticismo en los mánager de los grupos). Por cierto: Franzen ha dedicado su libro a la señora Golomb y a Jonathan Galassi, presidente de la editorial Farrar, Strauss y Giroux. Él sabrá por qué.

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