José Manuel Caballero Bonald y Pere Gimferrer homenajean al maestro barroco en la apertura de un ciclo de poesía en la Fundación Mapfre de Madrid
JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid
A los dos les unen, efectivamente, muchas cosas, pero tal vez ninguna como su pasión por Góngora. El campeón cordobés de la lírica barroca fue ayer el catalizador que Gimferrer (Barcelona, 1945) y Caballero Bonald (Jerez de la Frontera, 1926) usaron como arranque para la lectura comentada de sus propios versos. Con su charla se inauguró el ciclo Conversaciones de poetas, que se celebra en la sede del Paseo de Recoletos de la Fundación Mapfre de Madrid. Allí llegaron los dos escritores desde el vecino café Gijón, pertrechados contra el frío traicionero de la tarde-noche de marzo. José Manuel Caballero Bonald comenzó reconociendo que si escribe poesía es porque antes leyó la de otros. Y recordó también su deslumbramiento adolescente por la vida de Espronceda: hombre de acción, perseguido por su republicanismo, exiliado, huido con una mujer casada, muerto a los 33 años... "Leí una mediocre biografía suya y me cautivó su vida más que su obra", recordó el autor de Las adivinaciones. "Como no podía imitar su hazañas imité las dos cosas que estaban a mi alcance: escribir poemas y llevar una vida licenciosa, que en el caso de un jovenzuelo consistía en llegar tarde a casa". Luego vendría el descubrimiento de la antología de Gerardo Diego, donde le esperaban Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27. Con todo, la mayor revelación se produjo con la lectura de Góngora: "Aquel hecho fundamental diluyó todos los influjos. Leí las Soledades deslumbrado ante aquel alarde de invención de un mundo". De allí también extrajo una "lección inolvidable": la poesía se hace con palabras, no con ideas. "Y en un poema, las palabras tienen que tener un significado más rico que el que tienen en el diccionario. A veces pones juntas dos palabras que nunca lo han estado y abren un mundo, rompen un sello. Y lo hacen por el puro atractivo fonético, por la música de las palabras. Siempre digo que la poesía es una mezcla de música y matemáticas: tonalidad y rigor". El autor de clásicos de la poesía española del siglo XX como Las horas muertas, Descrédito del héroe o Laberinto de fortuna, explicó que, si bien su obra ha tenido diferentes etapas -"tengo ya muchos años y lo menos que puedo tener son etapas"-, en los poemas que escribe actualmente subordina siempre "el pensamiento lógico a la intuición iluminadora". Por su parte, Pere Gimferrer, retomó el hilo de esas iluminaciones y explicó que antes de llegar a Góngora -"nadie ha ido tan lejos"- él pasó por otro gigante: Rubén Darío. De los dos aprendió que la poesía "se impone al lector por la capacidad evocativa de cada palabra; antes incluso de que se te pase por la cabeza pensar en lo que significa". Y citó a su amigo Octavio Paz: "El sonido, bastón de ciego del sentido". La hora de los versos Llegó, entonces, la hora de los poemas. "Por las ventanas, por los ojos / de cerraduras y raíces, / por orificios y rendijas / y por debajo de las puertas / entra la noche", leyó Caballero Bonald en un poema que tiene casi 60 años. "Góngora vive sólo en sus palabras, / no en aquella mirada velazqueña; / el caldero de oro de los versos / que estampara en tramoya Calderón / es ya por siempre la verdad de Góngora", recitó Gimferrer, leyendo de su último libro unos versos que terminan: "Al explicarse, el verso nos explica; / lo verdadero es siempre inexplicable / y el poema se explica al llamear". "Una declaración de principios", apostilló Caballero Bonald antes de decir, de vuelta a sus poemas, que la botella vacía se parece a su alma, que somos el tiempo que nos queda y que, como quería Pavese, a veces la poesía es una defensa contra las ofensas de la vida. Gimferrer atacó entonces, a petición de su compañero de mesa y de memoria, los alrededor de 60 versos de su celebérrima Oda a Venecia ante el mar de los teatros, tal vez el poema más famoso de Arde el mar, el libro que lo consagró con 21 años: "Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos". Y así, a velocidad de crucero, hasta: "Es doloroso y dulce / haber dejado atrás la Venecia en que todos / para nuestro castigo fuimos adolescentes / y perseguirnos hoy por las salas vacías / en ronda de jinetes que disuelve el espejo / negado, con su doble, la realidad de este poema". Acallado el eco del último verso, Caballero Bonald leyó de su último libro publicado, La noche no tiene paredes, y sorprendió anunciando que leería un poema de Gimferrer, de La muerte en Beverly Hills: "En las cabinas telefónicas / hay misteriosas inscripciones dibujadas con lápiz de labios. / Son las últimas palabras de las dulces muchachas rubias que / con el escote ensangrentado se refugian allí para morir". El poeta barcelonés correspondió leyendo Salvedad, de Caballero Bonald, un epigrama que recuerda la leyenda según la cual aquellos que han sobrevivido a tres naufragios alcanzan la inmortalidad. Tras la lectura, su autor explicó que, después de naufragar dos veces, él ha dejado de navegar para no sobrevivir a un tercer naufragio: "Qué incómodo ser inmortal". Puede que sea verdad, pero ayer, durante hora y media larga, la inmortalidad de instaló, mientras se hacía de noche, en el rincón más gongorino del Paseo de Recoletos de Madrid. El ciclo Conversaciones de poetas continúa hoy con la intervención de Darío Jaramillo y Andrés Trapiello. Hasta el día 31 les seguirán Amalia Iglesias y Juan Carlos Mestre, Blanca Andreu y Juan Cobos Wilkins, Clara Janés y Jaime Siles, Antonio Colinas y César Antonio Molina.
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