En este texto inédito de Miguel Delibes, el autor de Los santos inocentes y premio Cervantes en 1993 exhibe desde su tradicional, recia y callada forma de estar en la vida y en la literatura, una admiración sin condiciones hacia la persona y la obra de Antonio López. Cuando faltan apenas dos semanas para que la Fundación Thyssen abra sus puertas a la antológica del pertinaz retratista de la Gran Vía madrileña, esta inclasificable pieza literaria de amistad y de tributo adquiere, de la mano de Delibes, valor de legado. Todo, o casi, está implícito en ella: el descubrimiento de la pintura de Antonio López en la Fundación March "en años políticamente tristes", aquel almuerzo juntos en El Caballo de Troya de Valladolid, la sincera rendición del escritor ante "la modestia machadiana" del aliño indumentario del pintor, y aquella tarde, en la casa de Miguel Delibes en Valladolid, en que el artista le midió la cabeza para una de las tres esculturas que tenía en mente: Delibes-Tàpies-Ferlosio. Un canto a la amistad. El texto formará parte del libro Antonio López. Pintura y escultura, que la editorial TF publicará en julio.
Miguel Delibes en lenliblog
MIGUEL DELIBES - EL PAÍS - Cultura - 12-06-2011
Deslumbrado por la magia del pincel de Antonio López, fui de los primeros en acercarme a su obra. ¿Para qué? ¿Y quién lo sabe? Yo buscaba algo, una muestra, una aproximación a su genio. Después aspiré a un recuerdo. En mi expectativa ávida, llegué a proponerle: "Lo que tú quieras, Antonio. Una interrogación, mis iniciales firmadas por ti. Algo". Él sonreía, los ojos bajos, con su bonhomía habitual, esa sonrisa flébil de hombre cuya naturaleza no le permite complacer a tanta gente. Mas el talento pictórico de Antonio era tan excelso y natural que atraía al más profano. Yo sabía que me leía, me decía que gustaba de mis escritos, pero esto nada tenía que ver con mi deseo.
Lo vi, lo visité, volví a verlo, a hablarle, él en Madrid, yo en Valladolid, pero el tiempo pasaba sin que nuestras relaciones progresaran. Transcurrieron más de tres décadas con infrecuentes encuentros, al cabo de las cuales fue Antonio López el que llegó a mí a través de un amigo común. ¡Cuánto habíamos envejecido! Antonio Piedra portaba la gran noticia:
"A Antonio López le gustaría hacer tu cabeza en bronce", me dijo.
Sentí un pequeño mareo, no me lo creí. No era posible que Antonio necesitase algo mío. Me emocioné, pero tanto insistió que acabé admitiéndolo, confundido. ¿Habría alguna otra cosa que pudiera desear más en el mundo? Se inició entre nosotros un trato más frecuente y familiar. Antonio López y yo nos veíamos y charlábamos. Antonio me observaba. Yo observaba a Antonio. Me cautivaba la naturalidad de su ofrecimiento, su absoluta espontaneidad sin asomo de esnobismo. Como si me pidiera un favor. Su manera de manifestarse estaba a mil leguas de la autosuficiencia, y seguía trabajando a su manera, pausada, sin prisas, nunca movido por una ambición pecuniaria.
¿Qué admirar más en Antonio? ¿Su persona o su obra? Su bondad, la modestia machadiana de su aliño indumentario, su humildad creadora, su absorbente profesionalidad, el afán de apartarse, de desplazar sobre otros su valía.
"Mi tío Antonio, el de Tomelloso, ese sí que sabe".
Tenía esta obsesión. Los elogios dedicados a él los aplicaba a su tío, con quien de niño mezcló los primeros colores. Él era solamente un copiador, un aprendiz. No era tarea fácil sacarle de su juicio. Él pintaba, sí, pero el genio era su tío. Y su tío, el de Tomelloso, era realmente un talento natural, pero Antonio era el maestro.
Yo había tenido la primera noticia de Antonio en la Fundación Juan March, en años políticamente tristes. La March llevaba la batuta de la cultura y el que quería saber por dónde iban los tiros en arte debía vivir conectado a ella. Allí vi su primera obra en blanco y negro y me dije: "Si la Fundación lo instala aquí, es que es ya un artista consumado". Aún era un chico, pero sus dibujos en blanco y negro, acogedores, domésticos (¡ay aquel dormitorio en desorden de la casa de sus padres, tan auténtico, tan vivo!), me entusiasmaron. Sus grabados no estaban expuestos, pero la gente visitaba la Fundación impaciente, anticipándose a la primera muestra.
Luego, su carrera meteórica: el color. Aquella encrucijada de la Gran Vía madrileña en cuya elaboración trabajaba únicamente dos o tres minutos cada mañana durante unos pocos días, para respetar los matices de la luz. El cine: la película El sol del membrillo, de una meticulosidad prodigiosa, explicada por él mismo en una documentada lección. La escultura, la tercera dimensión, el paso decisivo, que inició con los Reyes de España en el Patio Herreriano de Valladolid. El tiempo solo conseguía ir perfilando su genialidad, cuyos ecos llegaron pronto a los portavoces de París y Nueva York. El realismo de Antonio se erigía en modelo plástico del momento. Decididamente la maestría de Antonio López había salvado las últimas fronteras.
Al llegar la primavera me avisó: venía a Valladolid, a verme. Comimos juntos en El Caballo de Troya con María Moreno, su mujer, tocada también por la magia de la pintura. Antonio habló con su encogimiento habitual de su decisión de hacer mi cabeza en bronce, de su ilusión, de los pasos dados hasta el momento. Volvimos a separarnos, mas en un corto plazo volvió por Valladolid -yo ya estaba demasiado viejo- a tomar los puntos de mi cráneo, a medirme. Fue una operación silenciosa, a pesar de los espectadores, tanto que se hubiera sentido volar una mosca. Yo me sentía conmovido ante el interés de Antonio. Hablar en ese momento me hubiese parecido una profanación. No he vuelto a verlo.
Meses después encontré a Antonio Piedra, el amigo común, en la calle, en Valladolid. Y tomé la decisión de sonsacarle a cualquier precio. No podía vivir en silencio su empeño. Di un rodeo y le pregunté si había visto al gran hombre:
-Claro, a eso iba.
-Y dime ¿trabaja?
Se entabló de pronto un forcejeo entre mi ávida curiosidad y la educada reserva de Piedra. Yo aspiraba a una sola palabra, pero definitiva. Antonio, en cambio, había decidido callar, esperar a que fueran la obra y el autor quienes hablaran en su momento. No me atrevía a atacar de frente y apelé a artimañas pueriles:
-¿Me parezco?
-Eso es secundario.
-Ya lo sé, pero en Antonio quizá no.
Antonio Piedra sonreía, consciente de mi decepción. Le pregunté cuándo podría ver "mi cabeza"; no podía soportar la espera.
-Antonio quiere llevarla a Valladolid en octubre, el día de tu homenaje, y presentarla a los hispanistas asistentes al tiempo que tus obras completas.
-Pero yo no puedo esperar hasta octubre, Antonio -dije.
-Tú verás, pero ese es el proyecto.
Se cerraba; no soltaba prenda; se mantenía en sus trece. Yo me mostraba torpe en mis pretensiones de hacerle hablar. Olvidando que me hubiera conformado con cualquier cosa, ataqué de nuevo:
-Pero, por favor, Antonio, ¿es un trabajo importante?
-De Antonio López, ¿qué más quieres? Con eso está dicho todo.
-Y ¿está logrado?
Antonio, al hablar del otro Antonio, mantenía una actitud reverencial, de respeto. Emitió un levísimo cloqueo y se diría, por sus ademanes y la exageración de su rostro, por la manera de abrir la boca, un poco exagerada, que iba a pronunciar un largo discurso, pero dijo simplemente:
-Estás hablando, la verdad.
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