jueves, 30 de agosto de 2012

'Los románticos españoles y la música popular' por José Ramón Ripoll


Desde la segunda mitad del xviii, el sonado debate que en Europa se libraba entre clásicos y románticos no tuvo en España demasiado eco. Desprovista de enjundia ideológica y artística, tal discusión tomó cuerpo en el seno de las guerras napoleónicas, entre patriotas y afrancesados o entre conservadores y liberales. Puede decirse que salvo sucesos aislados, la realidad cultural española permaneció al margen o, todo lo más a la cola, de cuanto ocurría en sus países vecinos. En el panorama musical no aconteció ninguna sorpresa, si exceptuamos los casos del vasco Juan Crisóstomo Arriaga, niño prodigio que murió a los veinte años de edad, y al que llamaban el Mozart español, el navarro Ramón Garay, el violinista y compositor Jesús de Monasterio, Tomás Bretón, y alguno más. Casi todo se reducía a una graciosa imitación de formas, giros y fraseos de aquello que nos llegaba de mano de los genios.
El Romanticismo y sus consecuencias trajeron consigo la revisión de la música popular de cada territorio. Difícil es encontrar a un compositor del siglo xix que no haya utilizado en su obra algún elemento del folclore de su propia tierra, incluso de paisajes lejanos, lo que otorgaba al autor cierto halo de exotismo, inherente al espíritu romántico. Sin embargo, el músico español no supo acudir a tiempo, ni en la forma precisa, a las fuentes originarias de la tradición. Hasta finales de siglo y principios del xx no se puede hablar de una profunda incursión en el acervo popular por parte de los compositores españoles, como ocurrió en el centro de Europa desde la transición del clasicismo hacia las nuevas formas y estilos. Cuanto ocurrió en España no pasó de ser un simple coqueteo con una música que aún no había sido lo suficientemente valorada, estudiada y ordenada.
El crítico, compositor y musicólogo, figura capital para el impulso y desarrollo de la música española Adolfo Salazar, nos advierte de ello:
La guitarra —nos dice— es uno de sus agentes predilectos, y cuando Glinka viene a España, en los años 1845, escucha con deleite la música popular de las regiones por donde pasa: Navarra, Castilla la Vieja, Madrid, por fin Murcia y Andalucía. La guitarra, cuyo modelo andaluz era el del rondeño Francisco Rodríguez Murciano, o «El Murciano», le produce un efecto agudo y comienza a aprender las fórmulas de acompañamiento. Por fin —añade— la música italiana que tiene tan esclavizados a los españoles como a los rusos, le hastía y decide marcharse; pero no sin decir a los españoles qué es lo que podían hacer con su música, como lo hizo él en sus páginas Una noche de verano en Madrid, y la Jota aragonesa, con El jaleo de Jerez y otra Obertura española.
Quedan pocos años para que se funde en Sevilla El folklore español, una sociedad dedicada al estudio y recopilación de las tradiciones populares, bajo el impulso de Antonio Machado Álvarez, padre de los poetas Antonio y Manuel. A partir de este tardío evento, se crean asociaciones, tribunas y academias destinadas a custodiar el tesoro más valioso de nuestra música. Colecciones como La Música del Pueblo, de Núñez Robres (Madrid, 1869), Cantos y bailes populares, de Inzenga (Madrid, 1888), Cancionero de Burgos(Sevilla, 1903), Cancionero Salmantino. de Dámaso Ledesma (Sevilla, 1907), las importantes aportaciones de Juan Ignacio de Iztueta, que reunió en 1826 un buen número de danzas y canciones vascas o el valiosísimo trabajo musicológico de Felipe Pedrell, resumido en su Cancionero musical popular español, ofrecieron a los compositores españoles las herramientas para poner en marcha una música propia e inspirada en las raíces autóctonas. La atmósfera grisácea del Romanticismo español comienza, gracias a la inestimable labor de estos estudiosos, a dejar entrar luces de diferentes colores y tonalidades, cambiando por completo el panorama de nuestra música: una luz que llegaba, no de arriba, sino de lo más profundo de la tierra.

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