Por Slavoj Žižek
Cuando vi The Matrix en un cine de barrio de Eslovenia, tuve la
oportunidad única de sentarme al lado del espectador ideal para la
película, es decir, de un idiota: un hombre que rozaba la treintena,
sentado a mi derecha y, tan absorto en la película, que
constantemente molestaba a los otros espectadores con
exclamaciones como: «¡Dios, la realidad no existe!»... Sin duda
prefiero esta ingenua inmersión en la película a las interpretaciones
intelectualoides y pseudosofisticadas que proyectan sobre la ella
refinados matices filosóficos o psicoanalíticos.
Sin embargo, no resulta difícil comprender la atracción que a nivel
intelectual ejerce The Matrix: ¿No es una de esas películas que actúan
como una especie de test de Rorschach, poniendo en marcha un
proceso universal de identificación, como el proverbial retrato de Dios,
que parece siempre estar mirándote directamente, lo mires desde
dónde lo mires - una de esas películas en las que se sienten reflejadas
casi todas las miradas? Mis amigos lacanianos me aseguran que los
autores del guión deben haber leído a Lacan; los defensores de la
Escuela de Frankfurt ven en la película una encarnación extrapolada
de la Kulturindustrie, con el dominio directo de la Sustancia social (del
Capital) alienada-reificada que coloniza nuestra vida interior y nos
utiliza como fuente de energía; los defensores de la New Age ven en
la película una fuente para especular sobre nuestro mundo como un
espejismo generado por una Mente global encarnada en la World Wide
Web. Esta serie de referencias nos remite a La República de Platón:
¿no calca The Matrix la imagen platónica de la cueva (seres humanos
comunes como prisioneros férreamente atados a sus asientos y
obligados a ser espectadores de una oscura representación de lo que
(engañados) consideran que es la realidad? Una diferencia esencial
entre la película y el texto platónico es, por supuesto, que cuando
alguna persona se escapa de la cueva, y asciende a la superficie de la
tierra, lo que encuentra ya no es la brillante superficie iluminada por
los rayos de sol de antaño, el Bien supremo, sino el desolado
«desierto de lo real». La principal dicotomía en este caso viene dada
por las posturas de la Escuela de Frankfurt y de Lacan: ¿debemos
historizar Matrix incorporándola a la metáfora del Capital que colonizó
la cultura y la subjetividad, o estamos hablando de la reificación del
orden simbólico en sí mismo? Sin embargo, ¿qué ocurre si la
alternativa misma que planteamos es falsa? ¿Qué pasa si el carácter
virtual del orden simbólico «en sí mismo» es la condición misma de la
historicidad?
Llegando al fin del mundo
Por supuesto, la idea de un héroe habitando un universo artificial
completamente manipulado y controlado no es, ni mucho menos,
original: The Matrix se limita a radicalizar el tema introduciendo la
realidad virtual. En este aspecto, la clave está en la ambigua relación
de la realidad virtual con el problema de la iconoclastia. Por un lado,
la realidad virtual constituye la reducción radical de nuestra
experiencia sensorial en toda su riqueza, ni siquiera a palabras, sino a
la mínima serie digital del 0 y el 1 que permite o bloquea la
transmisión de la señal eléctrica. Por otra parte, este mismo artefacto
digital genera una experiencia «simulada» de realidad que llega a
confundirse completamente con la «auténtica» realidad. Esto pone en
tela de juicio el concepto mismo de «auténtica» realidad. Como
consecuencia, la realidad virtual es, al mismo tiempo, la reafirmación
más radical del poder de seducción de las imágenes.
¿La más paranoica de las fantasías americanas no es que una persona
que vive en una pequeña e idílica localidad californiana, paraíso del
consumismo, de repente empiece a sospechar que el mundo en que
vive es un montaje, un espectáculo organizado para hacerle creer que
vive en un mundo real, mientras, en realidad, todos los que le rodean
no son sino actores y extras de un gigantesco espectáculo? El último
ejemplo de esta fantasía es la película de Peter Weir El show de
Truman (1998), con Jim Carrey en el papel del oficinista de provincias
que gradualmente descubre que es el héroe de una serie de televisión
que se transmite las 24 horas. Su ciudad está construida en un
enorme estudio de televisión con cámaras que le siguen
constantemente. La «esfera» de Sloterdijk aparece aquí literalmente
bajo el aspecto de la gigantesca esfera metálica que envuelve y aísla
la ciudad entera. La escena final de El Show de Truman podría
interpretarse como una representación de la experiencia liberadora de
rasgar el tejido ideológico de un universo cerrado y la apertura al
exterior, antes invisible desde el interior ideológico. Sin embargo, ¿no
es posible que el desenlace «feliz» de la película (no olvidemos que
millones de espectadores de todo el mundo aplauden los momentos
finales del show), con la liberación del héroe y, según se lleva al
espectador a pensar, su reencuentro con su verdadero amor
(¡repitiendo la fórmula de la producción de la pareja!) ideología en su
más puro estado? ¿No es posible que la ideología se encuentre en la
creencia misma de que más allá de los límites del universo finito
existe una «auténtica realidad» en la que hay que adentrarse?
Entre los predecesores de esta idea cabe mencionar a Phillip Dick, con
su Time Out of Joint (1959), en la que el héroe vive una modesta vida
en una idílica ciudad californiana a finales de los 50 para ir
descubriendo que la ciudad es un montaje llevado a cabo para
mantenerlo satisfecho.... La experiencia que subyace a Time Out of
Joint y El show de Truman es que el paraíso californiano consumista
del capitalismo tardío en su propia hiperrealidad (en cierto modo tan
irreal) está carente de sustancia, desprovisto de inercia material. Es
decir, no se trata sólo de que Hollywood recree la apariencia de una
vida real, carente del peso y la inercia de lo material: en la sociedad
del capitalismo tardío, una «vida social real» adquiere en sí misma
características de una farsa, con nuestros vecinos comportándose en
la vida «real» como actores y figurinistas. La verdad final del universo
capitalista utilitario y desespiritualizado es la desmaterialización de la
propia «vida real», su transformación en un espectáculo espectral.
Dentro del campo de la ciencia ficción, es preciso mencionar también
el Starship de Brian Aldiss, en el que dentro de una nave espacial
gigante miembros de una tribu viven en un mundo cerrado en un
túnel. Este túnel está aislado del resto de la nave por abundante
vegetación y la tribu permanece ignorante de la existencia de un
universo más allá de los límites del túnel; finalmente, unos niños
cruzan los arbustos y llegan al mundo exterior, poblado por otras
tribus. Entre otros precursores, quizás con un enfoque más ingenuo
cabe mencionar la película de George Seaton, 36 Horas, rodada a
principios de los sesenta y que narra la historia de un oficial del
ejército americano (interpretado por James Garner). El oficial, que
conoce los planes del Día D para invasión de Normandía, es apresado
accidentalmente por los alemanes unos días antes de que se lleve a
cabo la operación. Los alemanes, aprovechando que Garner está
inconsciente desde su apresamiento a causa de una explosión,
construyen rápidamente una réplica de un pequeño hospital
americano, y tratan de convencerlo de que ahora vive en 1950, que
América ganó la guerra y que ha perdido la memoria durante los
últimos seis años. Todo ello con la intención de que él les revele los
planes de invasión con el fin de prepararse. Por supuesto pronto
aparecen grietas en el mundo tan cuidadosamente construido….
(¿Lenin mismo no pasó los dos últimos años de su vida en un entorno
controlado bastante parecido para el que, como ahora sabemos, Stalin
mandaba imprimir una edición especial de Pravda censurando todas
las noticias referentes a las luchas políticas y con la justificación de
que el camarada Lenin debía descansar y no se debía perturbar su paz
con provocaciones innecesarias?)
La idea latente en estas cuestiones, es, por supuesto, la noción
premoderna de «haber alcanzado el fin del universo»: en aquellos
conocidos grabados, los sorprendidos viajeros se acercan a la pantalla
/ telón del cielo -una superficie plana con estrellas pintadas encima- la
agujerean y van más allá: exactamente lo mismo que ocurría al final
de El show de Truman. No es sorprendente que la última escena de la
película, cuando Truman asciende por las escaleras pegadas a la
pared en la que está pintado el horizonte sobre «cielo azul» y abre la
puerta tenga un toque definitivamente Magritte: ¿no estará volviendo
esta sensibilidad con nuevas ínfulas? ¿No indican obras como el
Parsifal de Syberberg, en la que el horizonte infinito también está
bloqueado por las proyecciones (claramente falsas) del fondo, que la
era de la perspectiva infinita cartesiana está llegando a su fin y que
hemos de volver a una especie de preperspectiva medieval renovada
del universo? Con gran perspicacia Fred Jameson también señala
fenómenos parecidos en algunas de las novelas de Raymond Chandler
y en películas de Hitchcock. Por ejemplo, la costa del Pacífico en
Farewell, My Lovely funciona como una especie de «final/límite del
mundo» más allá del cual yace un abismo desconocido; una función
similar tiene el vasto valle que se extiende ante nosotros frente a los
bustos del Monte Rushmore en la escena en que Eva-Marie Saint y
Cary Grant, huyendo de sus perseguidores, alcanzan la cima del
monumento: el valle al que Eva-Marie Saint hubiera caído si Cary
Grant no llega a tirar de ella. Resulta tentador hablar también la
famosa escena de batalla en un puente en la frontera entre Vietnam y
Camboya en Apocalypse Now, en la que el espacio más allá del puente
se siente como algo «más allá del universo conocido». Y tampoco
podemos olvidarnos de una de las ideas predominantes entre las
fantasías pseudocientíficas nazis. Según estas fantasías nuestra Tierra
no es un planeta flotando en el espacio infinito, sino una abertura
circular, un agujero, dentro de una masa compacta de hielo eterno,
en cuyo centro está el sol. Según algunos informes, los nazis estaban
incluso considerando la posibilidad de instalar telescopios en las islas
Sylt para observar América.
El «Verdadero» Gran Otro
Entonces, ¿qué es Matrix? Simplemente el «gran otro» lacaniano, el
orden simbólico virtual, la red que estructura nuestra realidad. Esta
dimensión del «gran Otro» es la de la alienación constitutiva del
sujeto dentro del orden simbólico: el «gran Otro» tira de los hilos,
mientras que el sujeto es una expresión del orden simbólico. En pocas
palabras, este «gran Otro» es el nombre para designar la Sustancia
social, para todo aquello por lo que el sujeto nunca está plenamente
en control de las consecuencias de sus actos, es decir, por lo que, en
última instancia, el resultado de su actividad siempre es algo diferente
de lo que había perseguido o anticipado. Sin embargo, llegados a este
punto, es esencial recordar las dificultades con que se topa Lacan en
los capítulos clave de su seminario XI para delinear el proceso que
sigue a la alienación y que constituye, de alguna manera, su
contrapunto: la «separación». La alienación DENTRO del gran Otro va
seguida de la separación DEL gran Otro. La separación tiene lugar
cuando el sujeto se da cuenta de que el gran otro es en sí mismo
carente de sustancia, puramente virtual, excluido, privado de la Cosa
– y la fantasía intenta llenar estas carencias del Otro y no las del
sujeto. Es decir, intenta (re)constituir la sustancia del gran Otro. Por
ello, la fantasía y la paranoia están indisolublemente unidos, la
paranoia es, a un nivel elemental, la creencia en un «Otro del Otro»,
un Otro más que, escondido tras el Otro del tejido social explícito,
programa los efectos (que a nosotros nos parecen) imprevisibles de la
vida social y, de este modo, garantiza su consistencia. Bajo el caos del
mercado, la degradación de la moral, etc… yace la estrategia
meditada de la trama judía… Esta visión paranoica se ha visto
impulsada por la digitalización de nuestra vida cotidiana en la
actualidad: a medida que nuestra existencia social al completo se
exterioriza y materializa en el gran Otro que es la red informática, es
fácil imaginar a un malvado programador borrando nuestra identidad
digital, privándonos así de nuestra existencia social, convirtiéndonos
en antipersonas.
Siguiendo en la misma onda paranoica, la tesis que se expresa en The
Matrix es que ese gran Otro se exterioriza en un ente que existe en la
realidad: el megaordenador. Hay –TIENE que haber- una Matrix
porque «las cosas no van bien, se pierden oportunidades,
continuamente hay algo que falla», es decir, la idea detrás de la
película es que existe un ente llamado Matrix que confunde la
«verdadera» realidad que se esconde detrás de todo. Como
consecuencia, el problema de la película es que no lleva su «locura» lo
suficientemente lejos, al presuponer que existe una »realidad»
auténtica más allá de nuestra realidad cotidiana que depende de
Matrix. En todo caso, y para evitar un terrible malentendido, hemos
de precisar que la idea contraria, es decir, que «todo lo que existe
está generado por Matrix», que NO hay una realidad última, sino sólo
una serie infinita de realidades virtuales que se reflejan unas en otras,
no es menos ideológica. [En las secuelas de The Matrix probablemente
descubriremos que el propio «desierto de lo real» está generado por
(otra) Matrix.] Mucho más subversiva que esta multiplicación de
universos virtuales hubiera sido la multiplicación de las realidades
mismas – algo que reprodujese el paradójico peligro que algunos
físicos advierten que entrañan los experimentos sobre alta aceleración
que se han llevado a cabo recientemente. Es bien sabido que los
científicos están tratando de construir un acelerador capaz de
conseguir que los núcleos de átomos muy pesados colisionen casi a la
velocidad de la luz. La idea es que esta colisión no sólo divida
violentamente el núcleo en los protones y neutrones que lo
constituyen, sino que también los pulverice dejando tras de sí un
«plasma», una especie de sopa energética constituida por partículas
quark y gluon sueltas. Estas partículas, ladrillos a partir de los cuales
se construye la realidad, nunca se habían estudiado en ese estado, ya
que sólo se ha dado una vez, muy brevemente, después del Big Bang.
En todo caso, esta posibilidad ha dado pie a un escenario de pesadilla:
¿qué pasaría si el éxito de este experimento produjese una máquina
diabólica, una especie de monstruo que devore el mundo con la
necesidad inexorable de aniquilar la materia ordinaria que la rodea
acabando así con el mundo tal y como lo conocemos? La ironía sería
que este fin del mundo, esta desintegración del universo serían la
prueba final e irrefutable de que la teoría que se está poniendo a
prueba es cierta, ya que absorbería toda la materia a un agujero
negro y generaría un nuevo universo, es decir recrearía
perfectamente el escenario del Big Bang.
La paradoja es, por lo tanto, que las dos versiones: (1) un sujeto que
flota libremente de una realidad virtual a otra como un fantasma,
consciente de que todas son falsas y (2) la suposición paranoica de
que hay una realidad más allá de Matrix son falsas. Ninguna de las
dos versiones capta lo Real. La película no se equivoca al insistir en
que hay una realidad tras la simulación de Realidad Virtual; Como le
dice Morfeo a Neo cuando le enseña las ruinas del paisaje de Chicago:
«Bienvenido al desierto de lo real». Sin embargo, lo real no es la
«verdadera realidad» tras la simulación virtual, sino el vacío que hace
que la realidad sea incompleta/incoherente, y la función de cada
Matrix simbólica es disimular esta incoherencia. Una de las maneras
de ocultarla es, precisamente, declarar que detrás de la realidad
incompleta e incoherente que conocemos hay otra realidad que no
está estructurada alrededor del callejón sin salida de la imposibilidad.
«El gran Otro no existe»
El «gran Otro» también representa el campo del sentido común al que
se llega después de la libre reflexión. Filosóficamente, su última gran
versión es la comunidad comunicativa de Habermas con su ideal de
consenso regulador. Y es este «gran Otro» el que se desintegra
progresivamente hoy en día. Lo que tenemos hoy es una especie de
escisión radical. Por un lado el lenguaje objetivo de los expertos y
científicos que ya no se puede traducir al idioma común, accesible
para todos, pero que está presente como fórmulas fetiche que nadie
comprende realmente, pero que dan forma a nuestra imaginería
popular y artística (agujero negro, big bang, superstrings, Oscilación
cuántica…). No sólo en las ciencias naturales, sino también en la
economía y otras ciencias sociales, la jerga del experto se presenta
como un conocimiento objetivo con el que no se puede realmente
discrepar, y que no se puede traducir en términos de nuestra
experiencia normal. En pocas palabras, la distancia entre el
conocimiento científico y el sentido común no se puede salvar, y es
esta misma distancia la que eleva a los científicos a la categoría de
figuras de culto, de «gente que se supone que sabe» (el fenómeno
Stephen Hawking). La otra cara de la moneda son la multitud de
estilos de vida existentes que no se pueden traducir en términos unos
de otros: lo único que podemos hacer es asegurarnos las condiciones
para que coexistan en un ambiente de tolerancia dentro de una
sociedad pluricultural. El icono representativo del sujeto actual sería
quizás un programador de ordenadores indio que, durante el día
sobresale en su trabajo y por la noche, al llegar a casa, enciende una
vela en honor a la divinidad hindú local y respeta la tradición que
considera la vaca un animal sagrado. Esta división está perfectamente
reflejada en el fenómeno del ciberespacio. El ciberespacio debía
unirnos a todos en una Aldea Global, sin embargo lo que ha ocurrido
al final es que nos bombardean una multitud de mensajes
procedentes de universos incoherentes e incompatibles. En lugar de la
Aldea Global, del gran Otro, lo que tenemos es una multitud de
«pequeños otros», de señas de identidad tribales particulares entre
las que escoger. Con el fin de evitar otro malentendido hay que
aclarar que aquí Lacan no está, ni mucho menos, relativizando la
ciencia, convirtiéndola en una narrativa arbitraria más que se
encuentra, en último término, a la altura de los mitos de lo
Políticamente Correcto, etc..: la ciencia SÍ «toca lo Real», su
conocimiento ES «conocimiento de lo Real». La dificultad insalvable es
que la ciencia no puede desempeñar el papel de «gran Otro»
SIMBÓLICO. La distancia que separa la ciencia moderna de la
ontología filosófica aristotélica regida por el sentido común es
insalvable: ya surge con Galileo y llega a su culminación con la física
cuántica, en la que nos enfrentamos a las reglas/leyes que funcionan,
aunque nunca podrán traducirse en términos de nuestra experiencia
de la realidad representable.
La teoría de la sociedad del riesgo y su reflexivización global acierta al
subrayar el hecho de que nos encontramos en las antípodas de la
ideología universalista de la Ilustración, que presuponía que, a la
larga, las preguntas fundamentales se pueden resolver apelando al
«conocimiento objetivo» de los expertos: cuando nos encontramos
ante las opiniones diversas sobre las consecuencias de un nuevo
producto en el ambiente (pongamos por caso las verduras
genéticamente modificadas) buscamos en vano la opinión definitiva
del experto. La cuestión no es sólo que los auténticos problemas se
confunden como consecuencia de la corrupción de la ciencia derivada
de su dependencia financiera de las grandes compañías y de los
organismos estatales. Incluso aisladas de toda influencia externa, las
ciencias no nos pueden dar la respuesta. Los ecologistas predijeron
hace quince años que nuestros bosques morirían, ahora nos
enfrentamos a un exceso en el crecimiento de la madera... Donde
esta teoría de la sociedad de riesgo se queda corta es al exponer la
situación irracional en que todo esto nos deja a los sujetos normales:
una y otra vez nos vemos obligados a tomar una decisión, aunque
sabemos que no estamos ni mucho capacitados para decidir, que
nuestra decisión será arbitraria. Aquí, Ulrich Beck y sus seguidores
hacen referencia al debate democrático de todas las opciones y al
consenso: sin embargo, esto no resuelve el dilema paralizante: ¿por
qué un debate democrático con la participación de la mayoría ha de
tener mejores resultados cuando cognitivamente la mayoría sigue en
la ignorancia? La frustración política de la mayoría es, pues,
comprensible: se les pide que decidan mientras, al mismo tiempo,
reciben el mensaje de que no están en posición de para decidir
realmente, es decir, para medir los pros y los contras objetivamente.
Apelar a las «teorías de conspiración» es buscar una salida
desesperada del callejón, un intento de volver a conseguir un mínimo
de lo que Fred Jameson llama «mapeado cognitivo».
Jodi Dean llamó nuestra atención sobre un fenómeno curioso,
claramente observable en el «diálogo de sordos» entre la ciencia
oficial («seria», institucionalizada académicamente) y el vasto mundo
de las llamadas pseudo ciencias, desde la ciencia de los ovnis, hasta
los que quieren desvelar los secretos de las pirámides: uno no puede
sino sorprender ante la manera en que los científicos oficiales actúan
de una manera dogmática y desdeñosa mientras que los
pseudocientíficos apelan a hechos y argumentación sin los prejuicios
comunes. La respuesta en este caso está en que los científicos
establecidos hablan con la autoridad que les otorga el gran Otro,
representado en las instituciones científicas. El problema está en que ,
precisamente ese gran Otro se nos revela una y otra vez como una
ficción simbólica consensual. Así, cuando estamos ante teorías de
conspiración, deberíamos seguir paso por paso la correcta
interpretación de la novel de Henry James, Otra vuelta de tuerca: no
debemos aceptar ni la existencia de fantasmas como parte de la
(narrativa) realidad ni reducirlos, de manera pseudofreudiana, a ser
una «proyección» de las frustraciones sexuales de una heroína
histérica. Las teorías de conspiración no deben, por supuesto,
aceptarse como «hechos». Sin embargo no debemos tampoco
reducirlas a un fenómeno de histeria de masas. Esta idea sigue
basándose en el concepto de un «gran Otro», en el modelo de una
percepción «normal» de una realidad social compartida. No tiene en
cuenta que es precisamente esta idea de realidad la que está en tela
de juicio en nuestro tiempo. El problema no está en que las
investigaciones en torno a los ovnis y las teorías de conspiración
constituyan una regresión, al adoptar sus defensores una actitud
paranoica en la que no pueden aceptar la realidad (social); el
problema es que esta misma realidad se está tornando paranoica. La
experiencia contemporánea nos enfrenta una y otra vez a situaciones
en las que nos vemos forzados a tomar conciencia de hasta qué punto
nuestra percepción de la realidad y la actitud normal hacia esta
realidad está determinada por ficciones simbólicas, es decir, hasta qué
punto el «gran Otro» (que determina qué ha de considerarse como
normal y como una verdad aceptada y cuál es el horizonte del
significado en una sociedad concreta) no está ni mucho menos
fundamentado en «hechos», tal y como estos están representados en
el «conocimiento científico dentro de lo real». Tomemos como ejemplo
una sociedad tradicional en la que la ciencia moderna aún no se ha
convertido en el discurso dominante: si, en este espacio simbólico, un
individuo defiende los principios de la ciencia moderna, se le
despreciará como a un «loco». El quid de la cuestión es que no basta
simplemente con afirmar que no está «realmente loco», que es la
sociedad limitada e ignorante la que lo coloca en esta posición. En
cierto modo, ser tratado como un loco, ser excluido del gran Otro
social, ES estar loco. La «locura» no es una categoría que pueda
fundamentarse basándose directamente en «hechos» (en cuanto que
un loco no puede percibir las cosas de la manera en que son, ya que
está atrapado dentro de proyecciones alucinógenas), sino en la
relación que este individuo mantiene con el «gran Otro». Lacan
generalmente subraya el lado contrario de esta paradoja: «el loco no
es sólo un mendigo que cree ser un rey, también es un rey que cree
ser un rey», es decir, la locura representa la eliminación de la
distancia entre lo simbólico y lo real, una identificación inmediata con
el mandato simbólico. Tomemos otro ejemplo que plantea Lacan,
cuando un marido sufre celos patológicos y está obsesionado con la
idea de que su mujer se acuesta con otros hombres, su obsesión no
deja de ser una manifestación patológica incluso si se demuestra que
tenía razón y su mujer, en efecto, se acuesta con otros. Lo que hay
que aprender de tales paradojas es evidente: los celos patológicos no
dependen de la veracidad de los hechos, sino de la manera en que el
individuo integra estos hechos dentro de su economía libidinal. Sin
embargo, lo que deberíamos afirmar es que esta misma paradoja
también puede interpretarse en la otra dirección: la sociedad (su
campo sociosimbólico, el gran Otro) está «cuerda» o «normal» incluso
cuando hay pruebas de que se equivoca. (Quizás por ello Lacan se
llamaba a sí mismo «psicótico»: era psicótico en cuanto que no era
posible integrar su discurso en el campo del gran Otro).
Es tentador declarar, a lo Kant, que el error de la teoría de la
conspiración es en cierto modo análogo al «paralogismo de la razón
pura», a la confusión entre dos niveles: la sospecha (del sentido
común científico, social, etc. recibido) como una postura metodológica
formal y la positivación de esta sospecha en otra parateoría global que
lo explique todo.
Aislar lo Real
Desde otro punto de vista, Matrix también funciona como la
«pantalla» que nos separa de la realidad, que hace que podamos
soportar «el desierto de lo real». Sin embargo, llegados a este punto,
no debemos olvidar la radical ambigüedad de lo Real en Lacan: no se
trata del último referente que ha de ser
cubierto/aburguesado/domesticado mediante la pantalla de la
fantasía. Lo real es también y primordialmente la pantalla misma,
concebida ésta como el obstáculo que desde un principio siempre
distorsiona nuestra percepción del referente, es decir, de la realidad
exterior. En términos filosóficos, es en este punto en el que reside la
diferencia entre Kant y Hegel: para Kant, lo real es el mundo de lo
noumenal, que percibimos «esquematizado» gracias a la pantalla que
constituyen las categorías trascendentales; por el contrario, para
Hegel, como afirma de forma ejemplar en la introducción a su
fenomenología, este salto que Kant hace entre el noumenos y las
categorías trascendentales no existe. Hegel introduce tres términos:
cuando una pantalla nos aísla de lo real, normalmente genera una
idea de lo que es en sí mismo, más allá de la pantalla (de la
apariencia), de tal manera que la distancia entre apariencia y la cosa
en-sí-misma siempre es algo ya dado para nosotros. Como
consecuencia, si a la Cosa le restamos la distorsión de la Pantalla,
perdemos la Cosa misma (en términos religiosos, la muerte de Cristo
es la Muerte del propio Dios, no sólo de su encarnación humana). Es
por ello que para Lacan, que en este caso se ajusta a las ideas de
Hegel, la Cosa en sí misma es, en última instancia, la mirada, no el
objeto que se percibe. Así, volviendo a Matrix: Matrix misma es lo
Real que distorsiona nuestra percepción de la realidad.
Una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss sobre la
disposición espacial de las edificaciones en Winnebago, una de las
tribus de los Grandes Lagos, sacado de su Antropología Estructural,
puede ser esclarecedor. La tribu se divide en dos subgrupos
(«moieties»), «los que vienen de arriba» y «los que vienen de abajo»;
cuando pedimos a una persona que dibuje en un pedazo de papel o en
la arena un plano esquemático de su aldea ( la disposición espacial de
las casas) obtenemos dos respuestas muy diferentes dependiendo del
grupo al que pertenece el individuo. Los miembros de ambos
subgrupos perciben la aldea como un círculo. Sin embargo, para el
primer subgrupo, dentro de este círculo hay otro de casas centrales,
de modo que tenemos dos círculos concéntricos. Para el otro, sin
embargo, el círculo está partido en dos por una clara línea divisoria.
Es decir, un miembro del primer subgrupo (llamémoslo «conservador–
corporativista») percibe el plano de la aldea como un anillo de casas
dispuesto más o menos simétricamente en torno a un templo central,
mientras que un miembro del segundo («revolucionario/antagonista»)
percibe su aldea como dos grupos de casas separados por una
frontera invisible… La idea principal de Levi-Strauss es que este
ejemplo no debería incitarnos a propugnar un relativismo cultural,
según el cual la percepción del espacio social depende del grupo al
que pertenece el individuo: esta ruptura entre dos percepciones
«relativas» significa una referencia velada a una constante (no a una
disposición objetiva «real» de las edificaciones, sino a la simiente de
un trauma, de un antagonismo fundamental entre los habitantes de la
aldea, que éstos son incapaces de simbolizar, de explicarse, de
«interiorizar», de aceptar: un desequilibrio en las relaciones sociales
que impide que la comunidad se asiente como un colectivo en
armonía. Las dos percepciones del plano son, simplemente maneras
no reconciliables de enfrentarse a este antagonismo traumático, de
curar la herida mediante la imposición de una estructura simbólica
equilibrada. No es necesario afirmar que lo mismo ocurre con la
diferencia sexual: ¿no son lo «masculino» y lo «femenino» como las
dos configuraciones de casas de la aldea de Levi-Strauss? Con el fin
de disipar la ilusión de que nuestro universo «desarrollado» no está
dominado por la misma lógica, baste recordar la escisión de nuestro
espacio político entre Derecha e Izquierda: una persona de izquierdas
y una de derechas se comportan exactamente del mismo modo que
miembros de los dos subgrupos de la aldea de Levi-Strauss. No
ocupan espacios diferentes dentro del espacio político: cada uno de
ellos percibe de manera diferente la disposición del espacio este
espacio. Un individuo de izquierdas la percibe como un campo dividido
por algún antagonismo fundamental, mientras que uno de derechas la
percibe como la unidad orgánica de una comunidad, que sólo ve
perturbada su paz por la intrusión de extraños.
Sin embargo, Levi-Strauss penetra más en el problema y hace una
afirmación fundamental: ya que los dos subgrupos forman, en
cualquier caso, una tribu única, que vive en la misma aldea, esta
identidad debe inscribirse simbólicamente de alguna manera. ¿Cómo,
si la articulación simbólica y todas las instituciones sociales de la tribu
son parciales y están excesivamente influidas por esta ruptura
fundamental y constitutiva?: Mediante lo que Levi-Strauss
ingeniosamente denomina la «institución cero», una especie de
equivalente institucional al famoso maná, ese significante vacío que
carece de una significación determinada, al tenerla sólo en presencia
del significado en sí mismo (esto entendido como lo contrario a la
ausencia de significado). Por tanto, la institución cero es una
institución específica sin función positiva, determinada: su única
función es la puramente negativa de señalar la presencia y actualidad
de la institución social como concepto, entendida en oposición a su
ausencia, al caos presocial. Es al referirse a esa institución cero que
los miembros de la tribu son capaces de percibirse a sí mismos como
tal, miembros de una misma tribu. ¿No constituye esta institución,
pues, la ideología en su estado más puro, es decir, la encarnación
directa de la función ideológica de proporcionar un espacio neutral y
que englobe todo y en el que el antagonismo social se borre y todos
los miembros de la sociedad se puedan identificar? Y, ¿no es la lucha
por la hegemonía sino una lucha por determinar qué sesgos
dominarán esta institución cero, qué significación particular
predominará? Un ejemplo específico: ¿no es el concepto moderno de
nación una de estas instituciones cero que surgió con la disolución de
los vínculos sociales basados en el parentesco directo o las matrices
simbólicas tradicionales? Es decir, el concepto «nación» surgió cuando
la modernización inició su ataque y las instituciones sociales perdieron
gradualmente su apoyo en la tradición naturalizada y adquirieron
experiencia dentro del «contrato». En este sentido es de especial
importancia tener en cuenta el hecho de que la identidad nacional se
experimenta como algo, cuando menos, mínimamente «natural»,
como una manera de pertenecer cimentada en la «sangre y la tierra»,
es decir, lo opuesto al pertenecer «artificial» a las instituciones
sociales establecidas (estado, profesión...): las instituciones
premodernas funcionaban como entidades simbólicas «naturalizadas»
(basadas en tradiciones incuestionables). En el momento en que las
instituciones se empezaron a concebir como artefactos sociales surgió
la necesidad de una institución-cero «naturalizada» que sirva de
terreno común neutral.
Y, volviendo a la diferencia sexual, es tentador arriesgarse a proponer
la hipótesis de que, quizás, la misma lógica de la institución cero
debería aplicarse no sólo a la sociedad en su unidad, sino también en
su escisión antagonista: ¿qué pasaría si la diferencia sexual se
redujera en última instancia a una especie de institución cero de la
ruptura social de la humanidad, la diferencia mínima cero
naturalizada? (Una ruptura que, antes de señalar una diferencia social
determinada señala la diferencia en sí). La lucha por la hegemonía es
pues, una vez más, la lucha por decidir cómo las otras diferencias
sociales específicas determinarán el sesgo de esta diferencia cero. Es
este el trasfondo el que uno debe tener en cuenta al interpretar una
importante característica (que a menudo se pasa por alto) del
esquema lacaniano de significante: Lacan sustituye el esquema
tradicional presentado por Saussure (sobre la línea la palabra «arbre»
y debajo el dibujo de un árbol) con el siguiente esquema: sobre la
línea, dos palabras una al lado de la otra («homme» y «femme») y
debajo, dos dibujos idénticos de una puerta. Con el fin de enfatizar el
carácter diferencial del significante, Lacan empieza por sustituir el
esquema único con la dicotomía hombre/mujer, con la diferencia
sexual. Lo verdaderamente sorprendente, sin embargo, es el hecho de
que, a nivel del referente imaginario, NO HAY DIFERENCIA (Lacan no
nos facilita un índice gráfico de lo que es la diferencia sexual, es decir,
un dibujo esquemático de un hombre y de una mujer, como el que
aparece en casi todos los lavabos públicos hoy en día, sino la MISMA
puerta reproducida dos veces). ¿Es posible establecer más claramente
que la diferencia sexual no designa ninguna oposición biológica
basada en propiedades «reales», sino una oposición puramente
simbólica con la que nada corresponde en los objetos designados:
nada excepto lo Real de un x sin identificar que no puede ser captado
en la imagen del significante?
Volviendo al ejemplo de Levi-Strauss de las dos representaciones del
pueblo: es en este ejemplo en el que percibimos precisamente en qué
sentido lo Real interviene a través de la anamorfosis. Primero
tenemos la ordenación «real» y «objetiva» de las casas, y luego las
dos formas de simbolizarla que distorsionan la ordenación de manera
anamórfica. Sin embargo, lo «real» no es esta ordenación sino el
núcleo traumático del antagonismo social que distorsiona la
perspectiva que los miembros de la tribu tienen sobre mismo
antagonismo. Lo real es, de esta manera, la X excluida que es
responsable de la distorsión anamórfica de nuestra perspectiva sobre
la realidad. (Y, curiosamente, este modelo de tres niveles es paralelo
al modelo de la interpretación de los sueños de Freud: lo central del
sueño no es el pensamiento latente que se desplaza/traduce a la
textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe
a través de la distorsión misma del pensamiento latente en la textura
explícita.)
Lo mismo ocurre con el mundo del arte contemporáneo: dentro de
este mundo, el retorno más importante de lo REAL NO se produce con
la intrusión brutal e impactante de excrementos, cadáveres mutilados,
mierda, etc. Estos objetos, sin duda, están fuera de lugar, pero para
que estén fuera de lugar, debe existir un espacio (vacío). Es este
espacio el que representa el arte minimalista, empezando por
Malevitch. Es en este punto en el que reside la complicidad entre los
dos iconos contrarios de la cúpula modernista: Kazimir Malevitch y su
«The Black Square on the White Surface» («Cuadrado Negro sobre
fondo blanco») y Marcel Duchamp con su exposición de objetos
prefabricados como si fueran obras de arte. La idea que subyace a la
elevación de Malevitch de un objeto ordinario y cotidiano a la
categoría de obra de arte no es una virtud innata del objeto: es el
propio artista quien, al poner en relieve el (o, más exactamente,
CUALQUIER) objeto y situándolo en un espacio concreto, lo convierte
en obra de arte. La naturaleza de la obra de arte no es una cuestión
de «por qué» sino de «dónde». Por tanto, lo que hace Malevitch con
su disposición minimalista es retratar -aislar- este espacio en sí, el
espacio (o marco) vacío dotado con la propiedad protomágica de
transformar todo lo que se encuentre dentro de su campo en una obra
de arte. En pocas palabras, no hay Duchamp sin Malevitch: sólo
después de que el ejercicio artístico aísle el marco/lugar-en-sí, vacío
de todo contenido, puede permitirse pasar a la estrategia de lo
prefabricado. Antes de Malevitch, un orinal no hubiera dejado de ser
un orinal, aunque lo expusiesen en la más prestigiosa de las galerías.
El surgir de los excrementos dislocados es, por tanto, estrictamente
correlativo al surgir del espacio exento de objetos, del marco vacío
como tal. Como consecuencia, lo Real en el arte contemporáneo posee
tres dimensiones que de algún modo reflejan dentro de lo Real la
triada de lo Imaginario-Simbólico y Real. Lo Real es, primero de todo,
la mancha anamórfica, la distorsión de la imagen directa de la
realidad como imagen distorsionada, como semblanza pura que
«subjetiviza» la realidad objetiva. Por tanto, lo Real hace las veces en
este caso del espacio vacío, de la estructura de una construcción que
nunca está, que se percibe como tal pero que sólo puede construirse
retroactivamente y debe presuponerse como tal: lo real como
construcción simbólica. Finalmente, lo Real es el objeto excrementicio
dislocado, lo Real «en sí mismo». Si aislamos lo Real, así concebido,
no es más que un mero fetiche cuya presencia fascinante y
cautivadora disfraza lo estructural dentro de lo Real, de la misma
manera que en el antisemitismo nazi el «judío» era el objeto
excrementicio que oculta lo real «estructural» del antagonismo social
que resulta intolerable. Estas tres dimensiones de lo Real son el
resultado de tres métodos de distanciamiento de la realidad
«normal». Un método hace de esta realidad objeto de una distorsión
anamórfica, otro introduce un objeto que no tiene lugar en esa
realidad, otro resta/borra todo contenido (objeto) de la realidad, de
tal modo que lo único que queda es el espacio mismo que estos
objetos llenaban, ahora vacío.
El toque freudiano
La falsedad de Matrix es, quizás, más directamente detectable cuando
se designa a Neo como «el Elegido». ¿Quién es «el Elegido»? El
espacio que este ocupa es un espacio establecido dentro del vínculo
social. Existe, primero el Elegido del significante maestro, la autoridad
simbólica. Incluso una de las manifestaciones más terroríficas de la
vida social, recogida en los recuerdos de los supervivientes de los
campos de concentración, aparece el Elegido, aquel individuo que no
se doblegó, que, en las condiciones intolerables que llevaron a los
otros a la lucha egoísta por la supervivencia pura, milagrosamente
mantuvo e irradió una dignidad y generosidad «irracional». En
términos de Lacan, estamos ante la función Y’a de l’Un: incluso en
este caso, hubo un Elegido, que sirvió para cimentar un mínimo de
solidaridad, mínimo que define el vínculo social propiamente dicho
(entendido este vínculo en contraposición con la colaboración dentro
del marco de una estrategia de supervivencia pura). Hay dos
características esenciales en este caso: primero, este individuo
siempre se percibió como uno (nunca hubo una multitud de ellos,
como si, obedeciendo a algún tipo de oscura necesidad, este exceso
del milagro inexplicable de la solidaridad tuviera que encarnarse en un
único ser); Segundo, lo importante no era lo que este ser único hizo
por los demás, sino su presencia entre ellos (es decir, lo que permitió
a los demás sobrevivir fue la consciencia de que, a pesar de que la
mayor parte del tiempo ven reducida su existencia a ser máquinas de
supervivencia, hay uno que mantiene una dignidad humana). De
manera similar a las risas enlatadas, tenemos en este caso algo así
como dignidad enlatada, en la que el Otro (el Elegido) retiene mi
dignidad por mí, en mi lugar o, más específicamente, en la que yo
mantengo mi dignidad A TRAVÉS del otro: pueden haberme reducido
a una lucha cruel por la supervivencia, pero la conciencia misma de
que existe este Elegido que mantiene su dignidad, me permite a MI
mantener un vínculo mínimo con lo humano. A menudo, cuando este
Elegido perdía el control o se destapaba que era un farsante, los otros
presos perdían su deseo de sobrevivir y se convertían en muertos
vivientes indiferentes. Paradójicamente, su disposición a luchar por la
supervivencia más cruda se veía sustentada por esta excepción, por el
hecho de que a él no lo habían rebajado a ese nivel. De esta manera,
cuando la excepción desaparecía, la lucha perdía su fuerza. Lo que
esto significa, por supuesto es que este Elegido no estaba definido
exclusivamente por su cualidades «reales» (a este nivel puede haber
habido varios individuos como él, o podría ser, incluso, que no se
mantuviese realmente entero, sino que fuese una farsa, una
actuación): el excepcional papel que representaba era el de la
transferencia. Es decir, ocupaba un espacio construido (presupuesto)
por los demás.
En The Matrix, por el contrario, el Elegido es aquel que es capaz de
ver que nuestra realidad cotidiana no es real, sino un universo virtual
codificado. Es, por tanto, él quien es capaz de desconectarse de ella,
manipularla y suspender sus reglas (volar por el aire, detener las
balas...). La virtualización de la realidad es esencial para la función de
este Elegido: la realidad es una invención cuyas reglas se pueden
poner en suspenso, o al menos reescribirse. Dentro de este concepto
reside la idea paranoica de que el Elegido puede suspender la
resistencia de lo real («Si decido hacerlo puedo traspasar un muro..».,
es decir, la imposibilidad que ello entraña para la mayoría de nosotros
no es sino una deficiencia en la voluntad del sujeto). Sin embargo, en
este punto la película vuelve a quedarse corta: en la escena
memorable en la sala de espera de la profeta que decidirá si Neo es el
Elegido se ve a un niño que dobla una cuchara con la mente y le dice
al asombrado Neo que la manera de hacerlo no es convencerme de
que puedo doblar la cuchara, sino convencerme de que NO HAY UNA
CUCHARA.... Sin embargo, ¿qué pasa CONMIGO? ¿El siguiente paso
no debería haber sido aceptar el concepto budista de que yo MISMO,
el sujeto, no existo?
Con el fin de definir lo que es falso en The Matrix, deberíamos
distinguir la simple imposibilidad tecnológica de la falsedad
fantasmática: viajar en el tiempo es (probablemente) imposible, pero
los escenarios fantasmáticos son «verdaderos» en la medida en que
representan los callejones sin salida libidinales. Como consecuencia, el
problema de The Matrix no es la ingenuidad científica de sus trucos: la
idea de pasar de la realidad a la realidad virtual a través del teléfono
es bastante lógica ya que sólo necesitamos un espacio/agujero por el
que escapar. (Quizás una solución más acertada hubiera sido el
inodoro: ¿el reino donde los excrementos desaparecen después de
tirar de la cadena no es, al fin y al cabo, una de las metáforas del
terroríficamente sublime Más Allá del caos primordial y preontológico
en el que desaparecen las cosas? Aunque racionalmente somos
conscientes de lo que pasa con los excrementos, el misterio
imaginario sigue latente - la mierda no deja de ser un exceso que no
tiene un lugar en nuestra realidad cotidiana. Lacan tenía razón cuando
afirmaba que la transición de animal a ser humano se produce en el
momento en que el animal se pregunta qué hacer con sus
excrementos, en el momento en que estos se convierten en un exceso
que molesta al animal. Por tanto, lo Real no es en esencia la cosa
horriblemente asquerosa que reemerge del lavabo, sino el agujero en
sí, el espacio que permite la transición a un orden ontológico
diferente: la cavidad topológica o la torsión que «curva» el espacio de
nuestra realidad para que percibamos/imaginemos los excrementos
desapareciendo adentrándose en una dimensión alternativa que no
forma parte de nuestra realidad cotidiana. El problema es una falta de
coherencia fantasmática más radical que surge con la mayor claridad
cuando Morfeo (el líder afroamericano del grupo de la resistencia que
cree que Neo es el Elegido) intenta explicar al todavía perplejo Neo lo
que es Matrix: bastante previsiblemente lo relaciona con un fallo en la
estructura del universo:
«Ha sido así toda tu vida. La sensación de que algo no funciona en el
mundo. No sabes lo que es, pero está ahí, como una astilla clavada en
tu mente y te está enloqueciendo. [...] Matrix nos rodea, está por
todas partes, incluso en esta habitación [...] Es el mundo que ha sido
puesto ante tus ojos para ocultarte la verdad. NEO: ¿Qué verdad?
MORFEO: Que eres un esclavo, igual que los demás naciste en
cautiverio... en una prisión que no puedes oler, saborear ni tocar. La
prisión de tu mente».
En este punto, surge la principal contradicción en la película: la
experiencia de la falta/la inconsistencia/el obstáculo debe actuar como
evidencia del hecho de que lo que percibimos como realidad es una
farsa. Sin embargo, hacia el final de la película Smith, el agente de
Matrix da una explicación diferente, mucho más freudiana:
«Sabía que la primera Matrix fue diseñada para ser un
perfecto mundo humano donde nadie sufriera, donde
todos consiguieran ser felices? Fue un desastre. Nadie
aceptó ese programa. Se perdieron cosechas enteras
[de humanos funcionando como baterías]. Algunos
creían que no teníamos el lenguaje de programación
para describir su mundo perfecto. Yo creo que como
especie los seres humanos definen su realidad con el
sufrimiento y la tristeza. Así que el mundo perfecto era
un sueño del que sus primitivos cerebros querían
constantemente despertar. Por ese motivo Matrix fue
rediseñada así: en el apogeo de su civilización».
De ello se deduce que la imperfección de nuestro mundo, es, al
mismo tiempo, la marca de su virtualidad y la de su realidad. De
hecho, podemos afirmar que el agente Smith (recordemos que no es
un ser humano como los otros sino una encarnación virtual directa de
Matrix, el gran Otro en sí mismo) ocupa el lugar del analista dentro
del universo de la película: la lección que nos enseña es que la
experiencia de enfrentarnos a un obstáculo insalvable es la condición
óptima para que los humanos podamos percibir algo como realidad.
La realidad es, en última instancia, resistencia.
Malebranche en Hollywood
Una nueva incoherencia en la película se detecta cuando trata el tema
de la muerte: ¿Por qué muere uno «realmente» en la realidad virtual
regulada por Matrix? La película responde con una respuesta
oscurantista: «NEO: Si te matan en Matrix, ¿mueres aquí? [es decir,
no sólo en la realidad virtual, sino también en la vida real] MORFEO:
El cuerpo no puede vivir sin la mente». La lógica detrás de esta
solución es que tu cuerpo «real» sólo puede mantenerse vivo
(funcionar) en conjunto con la mente, es decir, con el universo mental
en el que estás inmerso: así que si estás en una realidad virtual y te
matan dentro de esa realidad, esta muerte afecta a tu cuerpo real...
La respuesta alternativa más evidente (sólo puedes morir en la
realidad) también es insuficiente. La trampa es decidir si el sujeto
está COMPLETAMENTE inmerso en la realidad virtual que controla
Matrix o si sabe o SOSPECHA cuál es la verdadera situación. Si la
respuesta es SÍ, entonces sólo la regresión a un estado de
distanciamiento adánico, anterior a la caída, nos volvería inmortales
en el mundo de la realidad virtual. Como consecuencia, Neo, que ya
está liberado de la inmersión total en la realidad virtual debería
SOBREVIVIR a su lucha contra el agente Smith, lucha que tiene lugar
DENTRO DE LA REALIDAD VIRTUAL controlada por la Matriz (de la
misma manera en que es capaz de detener balas, debería haber sido
capaz de deshacer los golpes que hieren su cuerpo). Esto nos lleva al
ocasionalismo de Malebranche: la matrix DEFINITIVA es, más que el
dios de Berkeley -de cuya mente depende el mundo-, el dios
ocasionalista de Malebranche.
Sin duda, Malebranche con su «ocasionalismo» fue el filósofo que ha
proporcionado el esqueleto conceptual más adecuado para sostener la
idea de la realidad virtual. Malebranche, discípulo de Descartes,
abandona la absurda referencia cartesiana a la glándula pineal para
explicar la coordinación entre la sustancia material y la espiritual, es
decir, entre cuerpo y alma; ¿cómo entonces explicar la coordinación
entre los dos, si no hay ningún punto de contacto entre ambos, si no
hay ningún momento en que el alma pueda tener una acción causal
sobre el cuerpo o viceversa? Ya que estos sistemas causales (el de las
ideas en mi mente y el de las interconexiones corporales) son
completamente independientes, la única solución es que una tercera
sustancia verdadera (Dios) las coordine continuamente y medie entre
ellas manteniendo una ilusión de continuidad. Cuando pienso en
levantar la mano y mi mano posteriormente se eleva, mi pensamiento
es sólo la causa indirecta y «ocasional» de mi movimiento: al
percatarse de que mis pensamientos están dirigidos a levantar la
mano, Dios pone en funcionamiento la otra cadena causal, la material,
que lleva a mi mano a elevarse. Si en el lugar de «Dios» colocamos al
gran Otro -el orden simbólico- podemos percibir la similitud del
ocasionalismo con la postura de Lacan. Como Lacan argumentó en su
polémica contra Aristóteles en televisión, la relación entre el cuerpo y
el alma nunca puede ser directa ya que el gran Otro siempre se
interpone. El ocasionalismo es, pues, esencialmente un nombre para
la naturaleza «arbitraria del significante», para el espacio que separa
el sistema de ideas del sistema de causalidad corpórea (real). Es a
través del gran Otro que explicamos la coordinación entre los dos
sistemas, de tal manera que, cuando mi cuerpo muerde una
manzana, mi alma experimenta una sensación de placer. El objetivo
del antiguo sacerdote azteca es salvar este mismo espacio cuando
organiza sacrificios humanos con el fin de asegurarse de que el sol
vuelve a salir. El sacrificio humano es en este caso una petición a Dios
para que mantenga la coordinación entre las dos secuencias, la
necesidad corporal y la concatenación de eventos simbólicos. A pesar
de lo «irracional» que nos puede parecer el sacrificio organizado por el
sacerdote azteca, la premisa en la que se basa se acerca mucho más
a la verdad que nuestra idea intuitiva de que la coordinación entre el
cuerpo y el alma es directa. Es decir, de acuerdo con esta segunda
idea, es «natural» que yo experimente una sensación placentera
cuando muerdo una manzana, ya que esta sensación está producida
directamente por la manzana: lo que se pierde es el papel de
mediador del gran Otro que garantiza la coordinación entre la realidad
y cómo la experimentamos mentalmente. ¿No ocurre lo mismo con
nuestra inmersión en la realidad virtual? Cuando alzo la mano para
empujar un objeto hacia el interior del espacio virtual, este objeto, en
efecto, se mueve. La ilusión que yo experimento es que fue el
movimiento de mi mano el que provocó el cambio de posición del
objeto. Es decir, al estar inmerso en este mundo, paso por alto el
complicado mecanismo de coordinación informática, paralelo al papel
de Dios, que garantiza la coordinación de ambas series en el
ocasionalismo.
Es bien sabido que el botón de «Cerrar puertas» en casi todos los
ascensores no es más que un placebo disfuncional que se coloca allí
para dar a las personas la falsa impresión de que de algún modo
participan y contribuyen a aumentar la rapidez con que se realiza el
viaje en ascensor. Al apretar el botón, la puerta se cierra en el mismo
momento en que lo hubiera hecho si sólo hubiéramos apretado el
botón del bajo sin intentar «acelerar» el proceso presionando también
el botón de «Cerrar las puertas». Este caso claro y extremo de falsa
participación es una metáfora adecuada para retratar la falsa
participación de los individuos en el proceso político «postmoderno».
Se trata del más puro ejemplo de ocasionalismo. Según Malebranche,
estamos apretando botones como el de «cerrar las puertas» y sólo la
actividad incesante de Dios coordina esta acción con los sucesos que
le siguen (las puertas se cierran) mientras nosotros seguimos
pensando que sucedió gracias a que apretamos el botón...
Por eso es esencial mantener la radical ambigüedad en torno a la
manera en que el ciberespacio afectará a nuestras vidas: esto no
depende de la tecnología como tal sino de la manera en que esta se
inscribe en la sociedad. La inmersión en el ciberespacio puede
intensificar nuestras experiencias corporales (una nueva sensualidad,
un nuevo cuerpo con más órganos, nuevos sexos...), pero también
hace posible a la persona que manipula la maquinaria que controla el
ciberespacio robarnos literalmente nuestros cuerpos (virtuales),
despojándonos de nuestro control sobre ellos de tal manera que se
rompa la relación con ellos como algo «que nos pertenece». Nos
encontramos con la ambigüedad característica de la idea de
mediatización: originalmente este término designaba el gesto
mediante el cual un sujeto se veía despojado de su derecho directo e
inmediato de tomar decisiones; el gran maestro de la mediatización
política fue Napoleón, que dejaba a los monarcas de las naciones
conquistadas la ilusión de poder, mientras que, en realidad, no
estaban en posición de ejercitar ese poder en absoluto. A un nivel
más general podríamos decir que esta «mediatización» del monarca
es lo que define la monarquía constitucional, en la que la función del
monarca se reduce a la del gesto simbólico de «poner los puntos
sobre las íes»: firmar, dotando así de fuerza performativa a los
edictos cuyo contenido determina el gobierno democráticamente
elegido. Y ¿no ocurre lo mismo, mutatis mutandis, con la
informatización progresiva de nuestra vida cotidiana? En este proceso
el sujeto también se «mediatiza» cada vez más, perdiendo sin darse
cuenta su poder bajo la falsa ilusión de que éste está aumentando.
Cuando nuestro cuerpo se mediatiza (atrapado en la sistema de los
medios electrónicos se somete a la vez a la amenaza de una
«proletarización» radical: el sujeto se reduce potencialmente a ser
puro $, ya que hasta mi experiencia personal puede ser robada,
manipulada o regulada por el «Otro» mecánico. Podemos ver, de
nuevo, cómo la posibilidad de una virtualización radical coloca al
ordenador en una posición que es directamente equivalente a la que
ocupa Dios en el ocasionalismo de Malebranche. Al coordinar la
relación entre la mente y (lo que yo siento como) el movimiento de
mis extremidades (en la realidad virtual, podemos imaginarnos
perfectamente un ordenador que se descontrola y empieza a actuar
como un Dios Malévolo, alterando la relación entre la mente y mi
percepción del cuerpo como parte de mí. En la realidad (virtual) se
suspende o, incluso, contradice la orden de mi mente de que levante
la mano. Como consecuencia, la experiencia fundamental que es la de
mi cuerpo como algo mío, se ve perturbada... Parece, pues, que el
ciberespacio hace realidad la fantasía paranoica elaborada por
Schreber, el juez alemán cuyas memorias analizó Freud: el «universo
interconexo» es psicótico en cuanto que parece la materialización de
la alucinación de Schreber sobre los rayos divinos mediante los cuales
Dios controla la mente humana. En otras palabras, ¿no explica la
externalización del gran Otro y su materialización en el ordenador la
dimensión naturalmente paranoica del universo interconectado? O,
dicho de otro modo: lo normal es que en el ciberespacio la capacidad
de cargar la conciencia en un ordenador finalmente libere a las
personas de sus cuerpos, pero también libere a las máquinas de «su»
gente...
Montaje de la Fantasía Fundamental
La última incoherencia que encontramos en la película se refiere a las
ambiguas condiciones de la liberación de la humanidad que anuncia
Neo en la última escena. Como resultado de su intervención se
produce en un ERROR de SISTEMA de Matrix; al mismo tiempo Neo se
dirige a las personas que aún se hallan atrapadas en Matrix como el
Salvador que les enseñará cómo liberarse de las represiones de Matrix
- podrán romper las leyes físicas, doblar metales, volar por el aire. Sin
embargo, el problema es que todos estos «milagros» sólo serán
posibles mientras continuemos DENTRO de la realidad virtual que
mantiene Matrix, rompiendo o alterando sus normas: nuestra
condición «real» es aún ser esclavos de Matrix. En cierto modo
estamos simplemente haciéndonos con poder adicional para alterar
las normas de nuestra prisión mental. ¿Qué pasa con la opción de
salir de Matrix y adentrarnos en la «auténtica realidad» en la que
somos criaturas miserables viviendo en la faz de una tierra asolada?
Al modo de Adorno, deberíamos afirmar que estas faltas de
coherencia son los momentos de verdad de la película: señalan los
antagonismos dentro de nuestra experiencia social del capitalismo
tardío, unos antagonismos que se refieren a dicotomías ontológicas
básicas como realidad y dolor (realidad como algo que perturba el
régimen del principio del placer), libertad y sistema (la libertad es sólo
posible dentro del sistema que, a su vez, es un obstáculo para su
realización total). Sin embargo, en última instancia el mérito de la
película es que está a un nivel diferente. Hace años, una serie de
películas de ciencia ficción como Zardoz o La fuga de Logan (Logan’s
Run) preconiza la situación posmoderna actual: el grupo aislado que
vive una vida aséptica en un lugar apartado añora la experiencia del
mundo real de decadencia material. Hasta la llegada del
posmodernismo, ‘utopía’ era el esfuerzo por romper con el tiempo
histórico y entrar en otra dimensión atemporal. Con la coincidencia en
la era posmoderna del «fin de la historia» con la total disponibilidad
del pasado en memoria digital, en esta época en que VIVIMOS la
utopía atemporal como una experiencia ideológica diaria, la utopía se
convierte en una añoranza de la Historia Real en sí misma, de la
memoria, de retazos del pasado auténtico. La utopía es pues el
esfuerzo por salir de la cúpula cerrada al hedor y la decadencia de la
cruda realidad. Matrix exprime esta inversión combinando la utopía
con la distopía: la realidad misma en que vivimos, la utopía
intemporal que escenifica Matrix está orquestada para que podamos
ser reducidos a una condición pasiva como meras baterías vivientes
que proporcionen a Matrix energía.
El impacto especial de la película no reside, pues, en su tesis central
(aquello que experimentamos como realidad es un mundo de realidad
virtual artificial generado por «Matrix», el megaordenador que está
directamente conectado a nuestras mentes), sino en su imagen
central: la de millones de seres humanos que llevan una vida
claustrofóbica en cunas llenas de agua y a los que se mantiene vivos
con la sola intención de que generen energía (electricidad) para
«Matrix». Así que, cuando algunas de las personas «despiertan» de su
inmersión en la realidad virtual controlada por Matrix, este despertar
no es a un vasto espacio exterior de realidad, sino la consciencia
terrible de este encierro en el que cada uno de nosotros es tan sólo un
organismo fetal, inmerso en el fluido prenatal... Esta pasividad
extrema es la realización de la fantasía que mantiene nuestra
experiencia consciente como objetos activos, autoafirmativos, es la
fantasía perversa por excelencia, la noción de que somos los
instrumentos de la jouissance del Otro (Matrix), que nos chupa la
sustancia vital como a pilas. Ahí reside el auténtico enigma libidinal de
este dispositivo: ¿Por qué necesita Matrix energía humana? La
solución energética pura es, por supuesto, absurda: matrix podría
haber encontrado fácilmente otra fuente de energía más fiable que no
requiriese la complicada trama de realidad virtual coordinada para
millones de individuos humanos (aquí surge otra incongruencia: ¿por
qué Matrix no abstrae a cada individuo en su propio universo artificial
solipsista?). La única respuesta coherente es la siguiente: Matrix se
alimenta de la jouissance humana. Con esto volvemos a la tesis
lacaniana fundamental de que el gran Otro mismo, lejos de ser una
máquina anónima necesita un flujo constante de jouissance. Es esta la
perspectiva en la que tenemos que colocar el estado de cosas que
presenta la película: lo que la película representa como la escena de
nuestro despertar a la realidad de nuestra situación es, en realidad lo
opuesto, la fantasía fundamental que sustenta nuestra existencia.
La conexión íntima entre perversión y ciberespacio hoy en día es algo
común. Según el punto de vista generalizado, el escenario perverso
escenifica el «rechazo de la castración»: la perversión puede
percibirse como una defensa contra el motivo de la «muerte y la
sexualidad», contra la amenaza de mortalidad así como la imposición
contingente de la diferencia sexual, Lo que el pervertido representa es
un universo en el que, como en los dibujos animados, un ser humano
puede sobrevivir a cualquier catástrofe; un universo en el que nadie
está obligado a morir o a escoger entre uno de los dos sexos. Como
tal, el universo del pervertido es el universo del orden simbólico puro,
del transcurrir del juego del significante, sin las ataduras de finitud de
lo Real. En un primer acercamiento, podría parecer que nuestra
experiencia del ciberespacio concuerda perfectamente con este
universo: ¿no es también el ciberespacio un universo liberado de la
inercia de lo real, constreñido sólo por normas autoimpuestas? ¿No
ocurre lo mismo con la realidad virtual de Matrix? La «realidad» en la
que vivimos pierde su carácter inexorable, se transforma en un
mundo de reglas arbitrarias (impuestas por Matrix) que podemos
violar si tenemos una Voluntad lo suficientemente fuerte... Sin
embargo, según Lacan, lo que esta idea común descuida es la relación
única entre el Otro y la jouissance de perversión. ¿Qué significa esto
exactamente?
En «Le prix du progres», uno de los últimos fragmentos de Dialektik
der Aufklärung, Adorno y Horkheimer citan el argumento del fisiólogo
francés del siglo XIX, Pierre Flourens, contra la anestesia con
cloroformo para uso medico: asegura que no se puede probar que el
anestésico no funcione sólo en nuestro sistema neurológico
mnemónico. En resumen, mientras nos masacran vivos en la mesa de
operaciones sufrimos un dolor terrible sin atenuación, pero, más
tarde, al despertar, no lo recordamos.... Para Adorno y Horkheimer
esto es, por supuesto, la metáfora perfecta del sino de la Razón
basada en la represión de la naturaleza misma: el cuerpo, la parte de
la naturaleza dentro del sujeto, siente el dolor sin atenuantes. Sin
embargo, debido a la represión, el sujeto no lo recuerda. Es aquí que
la naturaleza encuentra la venganza perfecta por nuestro dominio: sin
saberlo somos nuestras principales víctimas, masacrándonos vivos....
¿no es posible interpretar esto como la fantasía perfecta de
interpasividad, de la Otra Escena en la que pagamos el precio por
nuestra intervención activa en el mundo? NO hay un agente libre
activo sin este apoyo fantasmático, sin esta Escena Alternativa en la
que el Otro lo manipula totalmente. Un sadomasoquista estaría muy
dispuesto a asumir este sufrimiento como el camino a la existencia.
Puede que esto nos sirva para entender la obsesión de los biógrafos
de Hitler con la relación que éste mantuvo con su sobrina, Geli
Raubal, a la que encontraron muerta en el apartamento de Hitler en
Munich en 1931, como si las presuntas perversiones sexuales de
Hitler fuesen «la clave oculta», el íntimo eslabón perdido, el apoyo
fantasmático que explicase el personaje público. Así describe Otto
Strasser la escena: «/.../ Hitler la obligaba a desvestirse (mientras) él
permanecía tumbado en el suelo. Entonces ella se ponía de cuclillas
sobre su cara para que él la examinase de cerca, lo que le provocaba
gran excitación. Cuando llegaba a la cima de su excitación, pedía que
le orinase encima, y así conseguía su placer». Resulta clave aquí la
absoluta pasividad del papel de Hitler en esta escena como el apoyo
fantasmático que lo llevó a su actividad política, tan frenéticamente
destructiva. No es de extrañar que Geli estuviese desesperada y
sintiese repugnancia ante estos rituales.
Es ésta la mejor manera de entender Matrix: en esta yuxtaposición
entre dos aspectos de la perversión: por un lado la reducción de la
realidad al mundo virtual regulado por reglas arbitrarias que se
pueden suspender, por otro, la verdad oculta de esta libertad, la
reducción del sujeto a una pasividad absoluta e instrumentalizada.
Título Original: The Matrix, or, the two sides of Perversion.
Philosophy Today; Celina; 1999; Volume: 43.
http://www.egs.edu/faculty/zizek/zizek-the-matrix-or-two-sides-ofperversion.
html
http://www.nettime.org/Lists-Archives/nettime-l-
9912/msg00019.html.
Traducción: Carolina Díaz
Extraído de Acción Paralela No. 5.
http://www.accpar.org/numero5/index.htm
Fuente: http://es.geocities.com/zizekencastellano
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