sábado, 10 de diciembre de 2011

Textos literarios del Tema 3 - Editorial Bruño - 4º ESO

JUAN VALERA


22 de Marzo.

Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de saluda mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. (…)
Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía. (…)
Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy presente. (…)
Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende. (…)
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. (…) Pepita tendrá veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda, como Vd. sabe, de un capitán retirado.

19 de Mayo.

Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que me envía. Hoy los necesito más que nunca. (…)
No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la ardiente mirada de que ya he hablado a Vd. Sus ojos están dotados de una atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los míos. (…)
 Un sentimiento de abnegación se alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus ojos. (…) Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante.(…) Apenas me alimento; apenas duermo. (…) No me queda más recurso que huir.

Fragmentos de Pepita Jiménez
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EMILIA PARDO BAZÁN

En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan. (…)

 De nuevo la increpó airadamente el marqués:

-¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?

Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro. (…) Julián creyó al pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora; pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los perdigueros, en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y más estrecha fraternidad.

El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que, convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza, lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico, obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián se compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo.

-¡Pobre! -murmuró cariñosamente-. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo sangre? (…)

Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto en el marqués.

-¡Farsante! -gritó-. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué vas a meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se conocen los valientes?

 Diciendo así, colmaba de vino su vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un sorbo. El marqués aplaudió (…)

-¿Y no le hará daño tanto vino? -objetó Julián, que sería incapaz de bebérselo él.
-¡Daño! (…)  Déle usted otros tres, y ya verá...

Fragmento de Los pazos de Ulloa
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BENITO PÉREZ GALDÓS

Una noche, cuando menos se le esperaba, apareció al fin avergonzado, compungido, la ropa hecha jirones, imagen del hijo pródigo. Con la alegría de verle, no fue la severidad de Isidora tan grande como cumplía, y le perdonó. Tenía Mariano entre sus maldades, desarrolladas por el abandono, algunas cosas buenas, y la cualidad mejor era la franqueza con que confesaba sus delitos sin ocultar nada. (…) Todo cuanto había hecho en la semana lo contó puntualísimamente; pero ninguna parte de aquella Odisea de travesuras causó tan penoso efecto en el alma de la señorita de Rufete como estas palabras:
«Estuve en casa de mi tía Encarnación, ¿sabes?..., y mi tía Encarnación y la tía Palo -- con -- ojos comían juntas; y mí tía Encarnación me dijo: «Anda, pillete, anda con tu hermana a que te dé de comer y te vista de señorito, pues bien puede hacerlo». Entonces mi tía Encarnación y la tía Palo -- con -- ojos se pusieron a hablar de ti, y mi tía Encarnación dijo que tú tienes un novio marqués que te da mucho dinero».
Isidora se quedó yerta; pero como el mostrar enfado por aquel ultraje habría sido ocasión de que entrara más en malicia el chico, harto malicioso ya, fingió tomar a broma el caso, aunque le destrozaba el alma, y se echó a reír. (…) Isidora, que recibió del marqués de Saldeoro otra visita platónica y una nueva remisión de fondos por cuenta, al parecer, del Canónigo, salió de aquella sombría situación de escaseces y apuros; pagó sus deudas, compró un Diccionario de la Lengua castellana y llevó a su hermano al teatro, de lo que este recibió tanto gusto, que en algunos días apareció como transformado, encendida la imaginación por las escenas que había visto representar, y manifestando vagas inclinaciones al heroísmo, a las acciones grandes y generosas. Contenta Isidora de esto, comprendió cuánto influye en la formación del carácter del hombre el ambiente que respira, las personas con quienes tiene roce, la ropa que viste y hasta el arte que disfruta y paladea.
Animada Isidora al ver que no carecía su hermano de algún fundamento bueno y sólido para construir en él la persona decente, determinó que no corriera un día más sin ponerlo en un colegio. Pasados Reyes, el señorito fue confiado a un profesor que apacentaba su rebaño de chicos en un colegio de la calle de Valverde. Mal, muy mal le supo al de Rufete la sujeción, porque sobre todos sus instintos malos y buenos dominaba el de la vagancia y el gusto de correr por calles y caminos, con cierto afán como de buscar aventuras. La mortificación de su amor propio al ver que le eran muy superiores niños de menos edad que él, aumentaba el horror que hacia el colegio y su maldito profesor sentía. (…) La poca estimación que se le tenía mató en él sus escasos deseos de aprender. Concluyó por despreciar el colegio como el colegio le despreciaba a él, de donde vino su costumbre de hacer novillos, la cual aumentó de tal modo que, sin saberlo su hermana, dejó de asistir un mes entero al estudio.
En aquellos días de aventuras y pilladas y esparcimiento, cualquiera que hubiese tenido interés en seguir los pasos de este desgraciado chicuelo le habría visto encaramándose en la verja de la puerta principal de la Plaza de Toros para alcanzar a ver algo del ensayo de la mojiganga, o bien jugando en los tejares adyacentes, o en el río entre las lavanderas. En sus compañías, que al llegar al colegio fueron de niños decentes, descendió poco a poco hasta el más bajo nivel, concluyendo por incorporarse a las turbas más compatibles con su fiereza y condición picaresca.  

Fragmento de La desheredada
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LEOPOLDO ALAS “CLARÍN”

Celedonio, ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo a la plazuela; y si se le antojaba, disparaba chinitas sobre algún raro transeúnte, que le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.

-¡Mira tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo, casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.

-¡Qué ha de poder! -respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las llaves para subir a tocar las oraciones. (…)

- Mia, chico, ¿quiés que le atice al señor Magistral que entra ahora?

-¿Le conoces tú desde ahí?

-Claro bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. (…)

-¡El Laudes! -gritó Celedonio-; toca, que avisan.

Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo. (…)

Empezaba el otoño. Los prados renacían, la hierba había crecido fresca y vigorosa con las últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y pomares, que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban sobre prados y maizales con tonos oscuros; la paja del trigo, escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle, reflejaban la luz como espejos. (…)

 Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?

-¿Será Chiripa? -preguntó Celedonio entre airado y temeroso.

-No; es un carca, ¿no oyes el manteo?

Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, magistral de aquella santa iglesia catedral y provisor del Obispado. El delantero sintió escalofríos.

 Pensó:

-¿Vendrá a pegarnos?

No había motivo, pero eso no importaba. El vivía acostumbrado a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don Fermín era un personaje de los más empingorotados, se le figuraba Bismarck usando y abusando de la autoridad para repartir cachetes.

 

Fragmento de La Regenta

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