Me di cuenta de que una persona muy cercana a mí se estaba hundiendo en las tinieblas cuando la encontré en su despacho, todavía lúcida, tratando de que sus encendedores desechables, los famosos crickets, sacaran alguna chispa o flama una vez agotada su reserva de combustible. Me quedé del todo ofuscado cuando el individuo, un fumador consuetudinario, me mostró su colección, no de pipas, que era con lo que fumaba, sino de encendedores inútiles de los cuales se servía durante buena parte del día en su intento por lograr que alguno, alguna vez, diera señales de vida. Llevaba meses haciendo eso con sus encendedores. Víctima de una forma severa de lo que antes se llamaba demencia senil y actualmente responde a distintos nombres, esa persona se fue apagando junto con la esperanza, supongo, de que alguna lucecita, esa chispa, apareciera.
Quizá prefiero, entre las novelas de Charles Dickens que he leído, Historia de dos ciudades (1859), porque me recuerda a la persona de los encendedores, un médico, por cierto, dada la similitud entre su condición y la del Dr. Manette quien, durante sus dieciocho años de prisión en la Bastilla, entretuvo su mente haciendo zapatos de madera, monomanía que conservó hasta que su hija Lucie lo encontró en un hotelucho de París y se lo lleva de regreso a Londres. Allí, el Dr. Manette recupera la razón y bendice el matrimonio de Lucie con Charles Darnay, para recaer en el autismo solo durante nueve días, aquellos que dura la luna miel de los recién casados en Warwickshire. Recae porque se entera, sin poder tolerar la angustia, de la verdadera identidad del marido de su hija, identidad que convertirá a Historia de dos ciudades en una de las más famosas novelas que se han escrito sobre la Revolución francesa. Darnay –no voy a detallar aquí una trama deliciosa que disgustó a muchos críticos por falaz y melodramática– es en realidad un aristócrata tratando de redimir la maldición de su estirpe, asociada a crímenes de horca y cuchillo que revelan el doble propósito político de Dickens en Historia de dos ciudades: la condena del Antiguo Régimen y la condena del terror revolucionario.
A los buenos propósitos de Darnay los estropea el honor que lo impele a salvar a un inocente –el administrador de sus señoríos, al cual había ordenado ser misericordioso con los campesinos– clamando por su ayuda y vuelve, inverosímilmente, a Francia, para caer preso a fines de agosto de 1792, lo cual le permite a Dickens hacer, de la guillotina, el gran motivo del libro. Preso un año y tres meses durante el Terror, a Darnay lo saca una vez de la cárcel su suegro, quien ha corrido a rescatarlo, junto con su hija, su nieta y su muy británica ama de llaves, la señorita Pross. Usufructuando su gloria como antiguo preso arrancado de la Bastilla, el Dr. Manette logra sacar una sola vez a su yerno de la cárcel pues en una segunda oportunidad ya no puede librarlo de los terroristas de la rue Saint-Antoine, personificados en el malévolo matrimonio Defarge. Carton, un fallido y pertinaz enamorado de Lucie, logra suplantar a Darnay y salvarle la vida, ofreciendo a cambio la suya a la guillotina.
Dickens, en su prólogo a Historia de dos ciudades, confesó de buena gana que debía sus páginas parisinas a la Historia de la Revolución francesa (1837), uno de sus libros preferidos y obra de su buen amigo Thomas Carlyle. Pese a haber quedado comprometido como uno de los involuntarios profetas del fascismo, la idea de revolución de Carlyle es bastante simple y forma parte, desde entonces, del sentido común popular: los abusos del Antiguo Régimen que los ingleses exageraron hasta convertirlos en materia de novela gótica (e Historia de dos ciudades es una variante de ese género), aunados a la atroz miseria de los campesinos franceses durante el siglo XVIII (otro de los tópicos ingleses tan discutidos en el continente), provocaron la Revolución. Para algunos ingleses de 1859, muy preocupados, según Edmund Wilson, porque el imperio de Napoleón III pudiese colapsar provocando una ola revolucionaria peligrosísima para la monarquía inglesa, la incuria social debía ser morigerada para impedir la violenta reacción popular, que aterraba más a Dickens que a Carlyle, como puede leerse en la otra novela “histórica” dickensiana, la siempre mal comprendida y nunca bien ponderada Barnaby Rudge (1841), su novela sobre los disturbios anticatólicos de 1780.
Cualquiera que haya leído la literatura conmemorativa traída a cuento por el bicentenario del nacimiento de Dickens estará familiarizado con los vericuetos de su fortuna, misma que solo varió considerablemente cuando Wilson pidió justicia para él en su célebre ensayo en “Los dos Scrooges” (incluido en La herida y el arco), en el cual, año de 1941, el crítico estadounidense hizo con Dickens lo mismo que el Dr. Manette con Darnay: correr al rescate de un gran hombre para salvarlo una vez, perderlo otra y terminar con un final feliz.
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