miércoles, 31 de agosto de 2011

Subdesarrollo y letras de osadía - Mario Benedetti



Los textos reunidos en este volumen son una selección realizada entre los ensayos breves, las conferencias y los artículos publicados por Mario Benedetti en el periodo que va desde 1963 hasta 1986. SUBDESARROLLO Y LETRAS DE OSADÍA no es sólo el título de uno de los dieciséis textos de la compilación, sino que también constituye «el obligado contexto de los desniveles y contrastes a que aluden los restantes, que directa o indirectamente se refieren a la realidad cultural de América Latina». «La rentabilidad del talento», «Septentrión y Meridión», «Maniobras y mecanismos de desinformación», son otros de los títulos de estos trabajos impregnados de penetración en el análisis de la situación del escritor frente al mundo.





Descripción de "el hombre de la Puerta Sol" en Aurora roja de Pío Baroja (Capítulo VI, Tercera parte)

Al acercarse el período de la coronación, los periódicos, por hablar de algo, dijeron que se preparaban a venir a Madrid policías extranjeros por si llegaban anarquistas con fines siniestros.



Al leer esto hubo un hombre que pensó que la tal noticia podía valer dinero. Este hombre no era un hombre vulgar, era Silvio Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol.



Entre los muchos Fernández, más o menos ilustres del mundo, Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol, era indudablemente el más conocido. No había mas que preguntar por él en la acera del café Oriental, en cualquiera de esos clubs al aire libre que en la Puerta del Sol se forman junto a los urinarios; todo el mundo le conocía.



Trascanejo era un hombre alto y barbudo, con un sombrero blando de ala ancha a lo mosquetero que le cubría media cara, una chaqueta de alpaca en verano, un abrigo seboso en invierno, y en las dos estaciones, una sonrisa suntuosa y un bastón.



Era un desharrapado que se las echaba de marqués.



-No me gustan los términos medios, ¿está usted? -decía-: o voy hecho un andrajoso, o elegante hasta el paroxismo.



El hombre de la Puerta del Sol vestía y calzaba indudablemente de prestado, y el que le prestaba las ropas debía ser más grueso que él, porque siempre estaba holgado en ellas; pero en cambio, el donador tenía el pie más pequeño, porque a Trascanejo los tacones le caían hacia la mitad de la planta del pie, con lo cual solía caminar a modo de bailarina. Trascanejo no trabajaba, no había trabajado nunca. ¿Por qué?



Un sociólogo de estos que ahora se estilan me ha dicho en secreto que piensa escribir una memoria para demostrar, casi científicamente, que el 80 al 90 por 100 de la golfería en España, literatos, cómicos, periodistas, políticos, etc., proviene en línea directa de los hidalguillos de las aldeas españolas en el siglo XVII y XVIII. La tendencia a la holganza, según el tal sociólogo, se ha transmitido pura e incólume de padre a hijos, y, según él, la clase media española es una prolongación de esta caterva de hidalgos de gotera, hambrones y gangueros.



Trascanejo era hidalgo a cuatro vientos, y por eso no trabajaba; su familia había tenido casa solariega y un escudo, con más cuarteles que Prusia, entre los cuales había un jefe que representaba tres conejos en campo de azur.



El hidalgo se pasaba el día en ese foro que tenemos en el centro de Madrid, al que llamamos Puerta del Sol.



Siempre tenía este hombre, que era un pozo de embustes y de malicias, alguna noticia estupenda para solazar a sus amigos íntimos.



-Mañana se subleva la guarnición de Madrid -decía con gran misterio-.



Tenga usted cuidado. Están comprometidos la Montaña, San Gil y algunos sargentos de los Docks. ¿Tiene usted un Pitillo? Yo iré a la estación del Mediodía con los de los barrios bajos.



Este hombre, almacén de noticias falsas, que anunciaba revoluciones y pedía cigarros, tenía una vida interesante. Vivía con su novia, señorita ya vieja, entre cuero y mojama, y la madre de ella, señora pensionista, viuda de un militar. Con la pensión y con lo que trabajaban las dos damas, pasaban con cierta holgura y hasta tenían bastante para convidar a comer a Silvio a diario.



Cada día este hombre, de una imaginación volcánica, preparaba un nuevo embuste para explicar que no le hubiesen dado un cargo de gobernador o de cosa parecida, y ellas le creían y tenían confianza en él.



El hombre de la Puerta del Sol, que en la calle era el prototipo del hablar cínico, desvergonzado e insultante, en casa de su novia era un hombre delicado, tímido, que trataba a su prometida y a la madre de ella con un gran miramiento. Entre la señorita ya acartonada y el golfo callejero se había desarrollado desde hacía veinte años un amor platónico y puro. Algún beso en la mano y una porción de cartas, ya arrugadas, eran las únicas prendas cambiadas de su amor.



Silvio había cobrado algunas veces-por servicios prestados a la policía, y la noticia de los posibles atentados anarquistas le puso en guardia.

Descripción de "el Libertario" en Aurora roja de Pío Baroja (Capítulo 1, Segunda Parte)

El que hablaba con Juan era un hombre ilustrado, que había vivido en Francia, en Bélgica y viajado por América. Solía escribir en un periódico anarquista, en donde firmaba: Libertario, y por este apodo se le conocía.



Había dedicado un artículo elogioso al grupo de Los Rebeldes, y luego había buscado a Juan para conocerle.



Sentados bajo el emparrado, el Libertario hablaba. Era éste un hombre delgado y alto, de nariz corva, barba larga y modo de expresarse irónico y burlón. A pesar de que a primera vista parecía indiferente y bromista, era un fanático. Trataba de convencer a Juan. Hablaba con un tono un tanto sarcástico, manoseando con sus dedos largos y delgados su barba de prócer, suave y flexible. Para él, lo principal en el anarquismo era la protesta del individuo contra el Estado; lo demás, la cuestión económica, casi no le importaba; el problema para él estaba en poder librarse del yugo de la autoridad. Él no quería obedecer; quería que si él se asociaba con alguien fuese por su voluntad, no por la fuerza de la ley. Afirmaba también que las ideas de bien y de mal tenían que transformarse por completo, y con ellas, las del deber y la virtud.



Hacía sus afirmaciones con cierta reserva y, de cuando en cuando, observaba a Juan con una mirada escrutadora.



El Libertario quería dejar una buena impresión en Juan, y ante él, sin alardes, iba exponiendo sus doctrinas.



Juan escuchaba y callaba; asentía unas veces, otras manifestaba sus dudas. Juan había tenido un gran desengaño al conocer a los artistas de cerca. En París, en Bruselas, había vivido aislado, soñando; en Madrid llegó a intimar con pintores y escultores, y se encontró asombrado de ver una gente mezquina e indelicada, una colección de intrigantuelos, llenos de ansias de cruces y de medallas, sin un asomo de nobleza, con todas las malas pasiones de los demás burgueses.



Como en Juan las decisiones eran rápidas y apasionadas, al retirar su fe de los artistas la puso de lleno en los obreros. El obrero era para él un artista con dignidad, sin la egolatría del nombre y sin envidia. No veía que la falta de envidia del obrero, más que de bondad, dependía de indiferencia por su trabajo; de no sentir el aplauso del público, y tampoco notaba que si a los obreros les faltaba la envidia, les faltaba también, en general, el sentimiento del valor, de la dignidad y de la gratitud.



Descripción de "las Escombreras" (entre Vallermoso y el Paseo de Areneros) en Aurora roja de Pío Baroja

Hay entre Vallehermoso y el paseo de Areneros una ancha y extensa hondonada que lentamente se va rellenando con escombros. Estos terrenos nuevos, fabricados por el detritus de la población, son siempre estériles. Algunos hierbajos van naciendo en los que ya llevan aireándose algunos años. En los modernos, manchados de cal, llenos de cascote, ni el más humilde cardo se decide a poblarlos.



Por encima de estas escombreras pasan continuamente volquetes con tres y cuatro mulas, rebaños de cabras escuálidas, burros blanquecinos, chiquillos harapientos, parejas de golfos que se retiran a filosofar lejos del bullicio del pueblo, mendigos que toman el sol y perros vagabundos. En la hondonada se ven solares de corte de piedras, limitados por cercas de pedruscos, y en medio de los solares, toldillos blancos, bajo los cuales los canteros, protegidos del sol y de la lluvia, pulen y pican grandes capiteles y cornisas marcados con números y letras rojas. En el invierno, en lo más profundo de la excavación, se forma un lago, y los chiquillos juegan y se chapotean desnudos.



En esta hondonada, en el borde del paseo de Areneros, al lado de unas altas pilas de maderas negras, había un solar, y en él, una taberna, un juego de bolos y una churrería.



El juego de bolos estaba en medio, la taberna a su derecha y la churrería a la izquierda. La taberna se llamaba oficialmente «La Aurora»; pero era más conocida por la taberna del Chaparro. Daba al paseo de Areneros y a un pasadizo entre dos empalizadas; tenía un escalón a la entrada, y una muestra llena de desconchaduras y de lepras. Por dentro era un cuarto muy pequeño con una ventana al solar. En medio de la taberna, por las mañanas, solían verse cuatro o cinco barreños con ceniza, y encima, unos pucheretes de barro, en donde hervía el cocido de unos cuantos mozos de cuerda que iban a comer allí.



El local tenía sus refinamientos de lujo y de comodidad; en las paredes había un zócalo de azulejos; en el invierno se ponía una estufa, y continuamente había, cerca de la ventana, un reloj parado de caja grande pintarrajeada.



La churrería estaba al otro lado del solar. Era una barraca hecha de tablas pintadas de rojo; tenía el tejado de cinc, y por en medio de él, salía una alta y gruesa chimenea, sujeta por cuatro alambres y adornada con una caperuza.



Como trazo de unión entre la churrería y la taberna, estaba el juego de bolos. Tenía éste su entrada por una valla pintada de rojo con un arco en la puerta. Se dividía en dos plazas separadas por un gran tabique o biombo, hecho con trapos sujetos con un alto bastidor. En el fondo, en un sotechado con gradas, se colocaban los espectadores.



Dando la vuelta al juego de bolos había una casita blanca casi cubierta con enredaderas; detrás de ésta, un antiguo invernadero arruinado, y junto a él, una noria, cuya agua regaba varios cuadros de hortalizas. Al lado del invernadero, medio oculto entre altos girasoles, se veía un coche viejo, una antigua berlina destrozada, sucia, con las portezuelas abiertas y sin cristales, que servía de refugio a las gallinas. La churrería, la taberna y el juego de bolos eran de los mismos dueños: dos socios que habitaban en la casita de las enredaderas.



Descripción de "la Salvadora" en Aurora roja de Pío Baroja

La Salvadora se fue con la Fea, a la que consideraba como su hermana; pero, a los pocos días, salió de la casa porque Jesús no la dejaba a sol y a sombra, empeñado en convencerla de que tenía que amontonarse con él. Entonces, la Salvadora fue a vivir con Manuel y con la Ignacia. Pactaron que ella daría una parte a la Ignacia, para la comida de su hermano y la suya. Buscaron casa y la encontraron en la calle de Magallanes que, además de ser barata, estaba cerca del taller donde trabajaba Manuel.



Al poco tiempo, ya no se hicieron cuentas aparte. La Salvadora fue la depositaria del dinero, y la Ignacia, la que llevaba el peso de la casa y hacía la comida, mientras lanzaba quejas contra el destino adverso.



Con el objeto de librarse de la explotación de los camiseros, la Salvadora y la Fea habían puesto, entre las dos, una tienda de confecciones de ropas para niños en la calle del Pez. La Salvadora iba todas las mañanas a la tiendecilla, y por la tarde trabajaba en casa. Luego se le ocurrió que podría aprovechar estas horas dando lecciones de bordado, y no se descuidó; puso su muestra en el balcón, y, al cabo de cuatro o cinco meses, iban, por la tarde, cerca de veinte chiquillas con sus bastidores a aprender a bordar.



Este trabajo, de día en el taller, por la tarde en la escuela y de noche en casa, y la falta de sueño, tenían a la muchacha flaca y con grandes ojeras. No recordaba lo que había sido de niña; su carácter se había dulcificado de tal manera, que estaba desconocida; lo único que persistía en ella era su amor al trabajo. A los veinte años, la Salvadora era una muchacha alta, esbelta, con la cintura que hubiera podido rodear una liga, y la cabeza pequeña.



Tenía la nariz corta, los ojos oscuros, grandes, el perfil recto y la barbilla algo saliente, lo que le daba un aspecto de dominio y de tesón.



Se peinaba dejándose un bucle que le llegaba hasta las cejas y le ocultaba la frente, y esto contribuía a darle un aire más imperioso.



Por la calle llevaba siempre un ceño de mal humor, pero cuando hablaba y sonreía variaba por encanto.



Su expresión era una mezcla de bondad, de amargura y de timidez que despertaba una profunda simpatía; su risa le iluminaba el rostro; pero, a veces, sus labios se contraían de una manera tan sarcástica, tan punzante, que su sonrisa entonces parecía penetrar como la hoja de un cuchillo.



Aquella cara tan expresiva, en donde se transparentaba unas veces la ironía y la gracia; otras, como un sufrimiento lánguido, contenido, producía a la larga un deseo vehemente de saber qué pasaba dentro de aquella cabeza voluntariosa. La Salvadora, como casi todas las mujeres enérgicas y algo románticas, era entusiasta de los animales; con ella la casa, al cabo de algún tiempo, parecía un arca de Noé. Había gallinas, palomas, unos cuantos conejos en el corral, dos canarios, un verderón y un gatito rojo, que se llamaba Roch.



Algunas veces Manuel, cuando salía pronto de la imprenta, bajaba por la calle Ancha y esperaba a la Salvadora. Pasaban las modistas en grupos, hablando, bromeando, casi todas muy peripuestas y bien peinadas; la mayoría, finas, delgaditas, la cara indicando la anemia, los ojos maliciosos, oscuros, verdes, grises; unas con mantilla, otras de mantón, y sin nada a la cabeza. En medio de algún grupo de éstos solía aparecer la Salvadora: en invierno, de mantón; en verano, con su traje claro, la mantilla recogida y las tijeras que le colgaban del cuello. Se destacaba del grupo de sus amigas y se acercaba a Manuel, y los dos juntos marchaban calle arriba, hablando de cosas indiferentes, algunas veces sin cambiar una palabra.



Descripción de "la calle Magallanes" en Aurora roja de Pío Baroja


La casa estaba en esa plazoleta sin nombre, cruzada por la calle de Magallanes, cerca de antiguos y abandonados cementerios. Limitaban la plazoleta, por un lado, unas cuantas casas sórdidas que formaban una curva, y por el otro, un edificio amarillo, bajo, embutido en larga tapia. Este edificio amarillo, con su bóveda pizarrosa, su tinglado de hierro y su campana, era, a juzgar por un letrero medio borrado, la parroquia de Nuestra Señora de los Dolores.



A derecha e izquierda de esta iglesia seguía una tapia medio derruida; a la izquierda, la tapia era corta y tenía una puerta pequeña, por cuyas rendijas se veía el cementerio, con los nichos vacíos y las arcadas ruinosas; a la derecha, en cambio, la pared, después de limitar la plazoleta, se torcía en ángulo obtuso, formando uno de los lados de la calle de Magallanes, para lo cual se unía a las verjas, paredones, casillas y cercas de varios cementerios escalonados unos tras de otros. Estos cementerios eran el general del Norte, las Sacramentales de San Luis y San Ginés y la Patriarcal.



Al terminar los tapiales en el campo, desde su extremo se veían en un cerrillo las copas puntiagudas de los cipreses del cementerio de San Martín, que se destacaban rígidas en el horizonte.



Por lo dicho, se comprende que pocas calles podrían presentar méritos tan altos, tan preeminentes para obtener los títulos de sepulcral y de fúnebre como la de Magallanes.



En Madrid, donde la calle profesional no existe, en donde todo anda mezclado y desnaturalizado, era una excepción honrosa la calle de Magallanes, por estar francamente especializada, por ser exclusivamente fúnebre, de una funebridad única e indivisible. Solamente podía parangonarse en especialización con ella alguna otra callejuela de barrios bajos y la calle de la justa, hoy de Ceres. Esta última, sobre todo, dedicada galantemente a la diosa de las labores agrícolas, con sus casuchas bajas en donde hacen tertulia los soldados; esta calle, resto del antiguo burdel, poblada de mujeronas bravías, con la colilla en la boca, que se hablan de puerta a puerta, acarician a los niños, echan céntimos a los organilleros y se entusiasman y lloran oyendo cantar canciones tristes del presidio y de la madre muerta, podía sostener la comparación con aquélla, podía llamarse, sin protesta alguna, calle del Amor, como la de Magallanes podía reclamar con justicia, el nombre de calle de la Muerte.



Otra cualidad un tanto paradójica unía a estas dos calles, y era que, así como la de Ceres, a fuerza de ser francamente amorosa, recordaba el sublimado corrosivo y a la larga la muerte; así la de Magallanes, por ser extraordinariamente fúnebre, parecía a veces una calle jovial, y no era raro ver en ella a algún obrero cargado de vino, cantando, a alguna pareja de golfos sentados en el suelo, recordando sus primeros amores.



La plazoleta innominada, cruzada por la calle de Magallanes, tenía una parte baja por donde corría ésta y otra a un nivel más alto, que formaba como un raso delante de la parroquia. En este raso o meseta, con una gran cruz de piedra en medio, solían jugar los chicos novilleros de la vecindad.



Todas las casas de la plazoleta y de la calle de Magallanes eran viviendas pobres, la mayoría de piso bajo, con un patio grande y puertas numeradas; casi todas ellas eran nuevas, y en la línea entera únicamente había una casa aislada, una casita vieja de un piso, pequeña y rojiza.



Tenía la tal casuca un tejado saliente y alabeado, puerta de entrada en medio, a un lado de ésta una barbería y al otro una ventana con rejas.



Algunas casas, como los hombres, tienen fisonomía propia, y aquélla la tenía; su fachada era algo así como el rostro de un viejo alegre y remozado; los balcones con sus cortinillas blancas y sus macetas de geranios rojos y capuchinas verdes, debajo del alero torcido y prominente, parecían ojos vivarachos sombreados por el ala de un chambergo.



La portada de la barbería era azul, con un rótulo blanco que decía:



LA ANTISÉPTICA



PELUQUERÍA ARTÍSTICA



En los tableros de ambos lados de la tienda había pinturas alegóricas: en el de la izquierda se representaba la sangría por un brazo, del cual manaba un surtidor rojo, que iba a parar con una exactitud matemática al fondo de una copa; en el otro tablero se veía una vasija repleta de cintas oscuras. Después de contemplar éstas durante algún tiempo, el observador se aventuraba a suponer si el artista habría tratado de representar un vivero de esos anélidos vulgarmente llamados sanguijuelas.


¡La sangría! ¡Las sanguijuelas! ¡A cuántas reflexiones médico-quirúrgicas no se prestaban estas elegantes alegorías! Del otro lado de la puerta de entrada, en el cristal de la ventana con rejas, escrito con letras negras, se leía:



REBOLLEDO



MECÁNICO-ELECTRICISTA



SE HACEN INSTALACIONES DE LUCES



TIMBRES, DINAMOS, MOTORES



LA ENTRADA POR EL PORTAL



Y, para que no hubiera lugar a dudas, una mano con ademán imperativo mostraba la puerta, oficiosidad un tanto inútil, porque no habla más portal que aquél en la casa.



Los tres balcones del único piso, muy bajos, casi cuadrados, estaban atestados de flores. En el de en medio, la persiana verde, antes de llegar al barandado, se abombaba al pasar por encima de un listón saliente de madera; de este modo, la persiana no cubría completamente el balcón y dejaba al descubierto un letrero que decía:



BORDADORA



SE DAN LECCIONES



El zaguán de la casa era bastante ancho; en el fondo, una puerta daba a un corralillo; a un lado partía recia escalera de pino, muy vieja, en donde resonaban fuertemente los pasos.



Eran poco transitados aquellos parajes; por la mañana pasaban carros con grandes piedras talladas en los solares de corte y volquetes cargados de escombros.



Después, la calle quedaba silenciosa, y en las horas del día no transitaban por ella más que gente aviesa y maleante.



Algún trapero, sentado en los escalones de la gran cruz de piedra, contemplaba filosóficamente sus harapos; algunas mujeres pasaban con la cesta al brazo, y algún cazador, con la escopeta al hombro, cruzaba por aquellos campos baldíos.



Al caer de la tarde los chicos que salían de una escuela de párvulos llenaban la plaza; pasaban los obreros, de vuelta del Tercer Depósito, en donde trabajaban, y ya al anochecer, cuando las luces rojas del poniente se oscurecían y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, se oía, melancólico y dulce, el tañido de las esquilas de un rebaño de cabras.




domingo, 28 de agosto de 2011

Curso personal de novela: La gran novela latinoamericana por Carlos Fuentes




JORDI GRACIA 27/08/2011 El País

 

En Carlos Fuentes no ha desmayado nunca ni el analista ni el cronista de la actualidad política y desde muy antiguo el novelista ha coexistido con el lector de literatura y novela, particularmente latinoamericana. Este volumen tiene algo de recapitulación y de regreso a viejas lecturas centrales del autor y también de los múltiples seguidores de literatura en español. Quizá incluso algún afortunado lector reconozca en lo que es una imprecisa primera parte (hasta la página 300, más o menos) los materiales de algún curso universitario, aunque no se indica en el texto: da igual, porque en todo caso el tono y el formato tiende a ser el de un curso de novela latinoamericana escrito con la fluidez, la amenidad y la ausencia de los habituales enredos gremiales y verbales.





La segunda parte está más cerca de la reunión de reseñas y artículos breves sobre la narrativa más reciente -es decir, en torno a los últimos cuarenta años- y pierde también algo de la personalidad lectora que exhibe Fuentes en la primera, cuando se concentra en una sola novela o un solo autor por extenso, con originalidad, con incursiones frecuentes y jugosas en su autobiografía civil y cede incluso a la confidencia lujosa: su determinación de no conocer a Borges personalmente para preservar "la sensación prístina de leerlo como escritor", la felicidad de conocer a un desarmante Juan Carlos Onetti o las múltiples alusiones a Alfonso Reyes que aparecen en el texto (aunque algún último lector del manuscrito en la editorial debió advertir las repeticiones de anécdotas y hasta frases divertidas, como la de Philip Roth).



El análisis tiene un eje teórico fuerte que se desdibuja en el curso mismo de la lectura, pero está ahí con voluntad de tesis: "Imaginar América, contar el Nuevo Mundo, no sólo como extensión sino como historia. Decir que el mundo no ha terminado porque es no sólo un espacio limitado, sino un tiempo sin límite. La creación de esa cronotopía -tiempo y espacio- americana ha sido lo propio" de esa narrativa. Por razones muy distintas son particularmente brillantes el capítulo sobre Machado de Assis y su Brás Cubas, el de Juan Rulfo y Pedro Páramo -"misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda"- o la Rayuela de Cortázar enfocada desde las armas de la ironía, el humor y la imaginación porque "fueron, son y serán las del erasmismo en el contrapunto mítico, épico y utópico de la tradición hispanoamericana".



El eje de fondo de las 150 páginas finales está en la voluntad de reconectar la invención nueva con la tradición a través de capítulos y subcapítulos: agrupa en uno la obra de mujeres y otro poco convincente se ocupa del grupo del crack -Volpi, Padilla, Urroz...-, al que acepta llamar así, quizá como desembocadura de la ruta del boom al búmerang: el primero "trajo un humor a contrapelo, implícito, enmascarado, irónico (...), pero sólo el búmerang salió a carcajada limpia por los fueros de la comedia". A la cabeza se viene Bryce Echenique, que lamentablemente apenas sale, pero la alusión quiere valer para buena parte de los posteriores a la sagrada familia (para entendernos). En todo caso, los análisis que allí comparecen van desde alguien que es poco nuevo y muy bueno, como Ricardo Piglia y Blanco nocturno, hasta uno que siendo nuevo tiene una obra ya rotunda, como Juan Gabriel Vásquez. De la "ficción argentina" afirma que es "la más rica de Hispanoamérica", y pese a eso apenas se menciona de pasada a Ernesto Sábato -como si siguiese descolocado en su infierno- y puede que haya alguna lógica implícita en la ausencia de un Manuel Puig, o la mucho más llamativa y extraña del chileno Roberto Bolaño.



Cierra la librería que 'enamoró' a Hugh Grant y Julia Roberts


Fachada de The Travel Bookshop.- ALASTAIR GRANT (AP)

El establecimiento que inspiró la película 'Notting Hill' será clausurado después de 32 años por falta de un comprador

AGENCIAS / EL PAÍS - Londres - 24/08/2011




La librería de viajes de la película Notting Hill, aquel lugar bohemio del barrio londinense en el que Julia Roberts y Hugh Grant se enamoraban para ensoñación de los que se cansaron de las citas románticas a la luz de las velas, cierra en dos semanas después de 32 años. Su propietario desde hace 25 reside en Francia y ha decidido desprenderse de The Travel Bookshop, como se llama la tienda, ya que su único hijo no quiere hacerse cargo del negocio y no encuentra otro comprador.



Saara Marchadour, encargada de la librería hasta hace dos meses, cuenta en el periódico británico The Guardian que otra de las causas del inesperado cierre es la crisis económica que castiga a los pequeños comercios. La librería anunció hace un par de días en su cuenta en la red social Twitter que comenzaban a liquidar existencias "con pena, aunque con una sonrisa en la cara".



Un grupo de escritores británicos ha reaccionado a la noticia y ha iniciado una campaña para tratar de salvar The Travel Bookshop. Los intelectuales se han ofrecido voluntarios para hacer turnos de un día en la librería. "Es un lugar maravilloso, único y muy apreciado por los londinenses", dice la poetisa Olivia Cole, de 30 años, habitual de la tienda. "El hecho de que un escritor se convierta en vendedor por un día añade más romanticismo al lugar", añade Cole.



Alec Baldwin, el novio de Roberts en el filme hasta que Grant se cruza en su vida con sus libros de viajes y exploradores, se ha unido a la iniciativa en su Twitter: "Salvad The Travel Bookshop", tuiteó ayer en su cuenta.



El colorido establecimiento se había convertido en un lugar de peregrinación para los miles de aficionados de la película, que recaudó tras su estreno en 1999 más de 253 millones euros en todo el mundo. Aunque en la película no aparece el mismo local que ahora cierra sus puertas, The Travel Bookshop sirvió de inspiración para sus guionistas. "Cogieron la decoración de la librería y la reprodujeron en una tienda de antigüedades cerca de Portobello".



Diminutivo



Un diminutivo es, según el Diccionario de términos filológicos[1]:

1.Palabra ordinariamente formada mediante la adición de un sufijo (-ico, -ito, -uelo, -illo, etcétera) al que tradicionalmente se atribuye una significación empequeñecedora: paquetito, plazuela, etc. Investigaciones modernas han denunciado como característica del diminutivo la expresión de un afecto.

Los sufijos derivativos más habituales en español son:

-ito, -ita (y sus variantes -ico, -ica / -illo, -illa)

-ete, -eta

-ín, ína

-ejo, -eja

-uelo, -uela

La adición de un sufijo es la forma más normal de expresar el diminutivo. En otras lenguas se emplean adjetivos que equivalen a pequeño, pero en español se prefiere cambiar la terminación (un buen ejemplo es El principito, que en francés es Le petit prince).


Índice
1 Valor de los diminutivos


2 Nombres que no forman diminutivos


2.1 Por razones fonéticas


2.2 Los derivados aumentativos


2.3 Los nombres que aluden a...


2.4 Los nombres abstractos y los de acción


3 Los diminutivos y los compuestos


3.1 La naturaleza formal del compuesto


3.2 El grado de fusión entre las partes del compuesto


3.3 Interpretación literal o figurada del compuesto


4 Terminación según el género


5 Acentuación


6 El proceso de derivación diminutiva


6.1 Terminados en –ito, -cito, -ecito (y sus variantes en género femenino –ita, -cita, -ecita)


6.2 La terminación -uelo


7 Distribución


8 Notas y referencias



  1.  Valor de los diminutivos

Los diminutivos no cambian el significado de las palabras de las que se derivan, pero aminoran el tamaño del objeto al que se refieren. Su función es enfatizar el mensaje que se transmite.

En ocasiones pueden añadir un valor apreciativo o afectivo, en función del contexto, que a veces es el único matiz que se presenta, y no el de tamaño, cuando dicho objeto no puede ser disminuido, como en pesetilla o semanita.

Además, hay palabras como ganchillo, acerico o pañuelo que con el tiempo se han lexicalizado, es decir, han perdido la connotación diminutiva que tuvieron en su origen.

2. Nombres que no forman diminutivos

No existe un criterio claro que permita saber si una palabra puede tener un diminutivo, y puede depender del uso. En alguna ocasión, se puede formar un diminutivo de un nombre no compatible para llamar la atención.

Por razones fonéticas

Los nombres terminados en –ao.

Podrían tomarse por vulgarismos de unas supuestas formas cultas terminadas en –ado, excepto en las variantes dialectales que se caractericen por la pérdida de la -d- intervocálica a final de palabra, como en el caso del andaluz (pescado>pescao>pescaíto). La única excepción es bacaladito, al que se ha añadido una –d- (igual que se le añade a, por ejemplo, bacaladero).

cacao *cacaíto

nao *naíto Los nombres terminados en -s.

Cortés *cortesito

Finolis *finolisito Los derivados aumentativos

No se puede hacer el diminutivo de un aumentativo ya que son derivados de significados opuestos, a menos que se aplique a un aumentativo que pueda admitir grados de dimensión, como para puñetazo se puede derivar puñetacito, saloncito o silloncito.

Casaza +ita

Librazo +ito Los nombres que aluden a...

Idiomas.

Fiestas.

Lugares.

Territorios o instituciones en que ejerce un mando una autoridad.

Profesiones o actividades con el sufijo –ista.

Los puntos cardinales o de orientación.

Los nombres abstractos y los de acción

Sí lo admiten si se han lexicalizado como un nombre concreto y contable (aspereza>asperecita [callosidad en la piel] o alianza>aliancita' [anillo]) o con los terminados en –ura, -miento, -ción, -sión y –zón, ya que el diminutivo resulta familiar y aceptable para el hablante por ser recurrentes en la lengua a modo de nombres concretos y contables.

El resto, como agudeza, alevosía, gravedad, abundancia, etc., no admiten las formas en diminutivo.

3. Los diminutivos y los compuestos

Los compuestos, por lo general, no pueden tener sufijos apreciativos.

Entre los criterios para establecer qué compuestos pueden derivarse con diminutivos y cuáles no, los más importantes son:

La naturaleza formal del compuesto

Los compuestos formados por dos nombres enlazados de la preposición de solo admiten los diminutivos en el primer elemento del compuesto, tienen un carácter estrictamente afectivo cuando se refieren a la cualidad de una persona y no se pueden derivar si son expresiones metafóricas.

Tocinillo de cielo y no *Tocino de cielillo

Piquito de oro (carácter afectivo)

Cabeza de turco

Lengua de trapo El grado de fusión entre las partes del compuesto

Los compuestos formados por un adjetivo y un nombre se pueden derivar con diminutivos sin problemas, aunque la forma de derivarlos dependerá del grado de cohesión al que hayan llegado los formantes.

El significado del compuesto altavoz es muy distinto de lo que significaría en una frase la unión de estas dos palabras por separado. El diminutivo sería altavocito, puesto que se forma a partir de la palabra altavoz, mientras que si se hubiera formado a partir del segundo elemento del compuesto el resultado sería altavocecito (de voz, vocecita).

El significado del compuesto malaleche se percibe de forma muy similar a como se entendería en una frase la unión de estas dos palabras por separado. Es por ello que el diminutivo se forma a partir del segundo formante, de leche, lechecita y, por lo tanto, obtenemos malalechecita y no *malalechita, que sería el resultado de derivar a partir del compuesto.

Interpretación literal o figurada del compuesto

Los compuestos que se interpretan de forma figurada se derivan a partir del primer formante, como bracito de gitano, que se referiría a un dulce de esta clase, de pequeño tamaño.

Los compuestos que se interpretan de forma literal se derivan a partir del segundo formante, como brazo de gitanito, que se referiría al brazo de un niño gitano.

4. Terminación según el género

En general, la terminación es la del género que corresponde a la palabra a la que se añade: -ita para el femenino e -ito para el masculino:

la casa, la casita

el libro, el librito

el jefe, el jefecito

la señal, la señalita

el canal, el canalito Sin embargo, los nombres femeninos que terminan en –o y los nombres masculinos que terminan en –a, conservan la terminación de la palabra:

la foto, la fotito

la mano, la manito (en América)

la moto, la motito

el planeta, el planetita

el cura, el curita

el esquema, el esquemita

el diploma, el diplomita

el día, el diita

5.  Acentuación

Los diminutivos que terminan en -ía/-io se acentúan a menudo cuando se forman como -iita/-iito, pero según las reglas generales (llanas terminadas en vocal) no se debe hacer:

día, diita, no *diíta

Rocío, Rociito, no *Rociíto

6. El proceso de derivación diminutiva

Terminados en –ito, -cito, -ecito (y sus variantes en género femenino –ita, -cita, -ecita)

Estas pautas sirven para la formación de la mayoría de los diminutivos, aunque hay excepciones que no se ajustan a ellas, debido a que todavía no hay un estudio definitivo que establezca un modelo riguroso de diminutivización.

1.Monosílabas, cuya tendencia es a formarse con la forma –ecito (panecito) y dar lugar a palabras tetrasílabas. Hay casos, como en pie, que para llegar a las cuatro sílabas se duplica el interfijo –ec-, dando lugar al diminutivo pi-ec-ec-ito.

1.Bisílabas, admiten cualquier forma (-ito, -cito, -ecito), aunque la distribución suele ser de la siguiente manera:

suelen formar palabras trisílabas cuando terminan en...

•... vocal átona –a: cama>camita

•... vocal átona –o: coro>corito



suelen formar palabras tetrasílabas cuando termina en...

•... consonante: reloj>relojito, doctor>doctorcito

•... vocal –e: traje>trajecito, sastre> sastrecito

•... vocal tónica –a: sofá>sofalito

•... vocal tónica –o: ¿?



1.Polisílabas,

Tienden a formarse con –ito si terminan en...

•... vocal: palmera>palmerita, sombrero>sombrerito.

•... consonante que no sea –n o –r: esposas>espositas.



Tienden a formarse con –cito si terminan en –n o –r: chaquetón>chaquetoncito, vestidor>vestidorcito.

Los sufijos diminutivos -ico, e -illo funcionan de la misma manera que -ito y su uso depende más de las preferencias regionales que del contexto lingüístico.

Estas normas, además, pueden resultar alteradas a causa de las variantes dialectales, como en el caso de algunas zonas del español de América, que prefiere la forma –ito en lugar de –cito (sol> solito, solecito).

La terminación -uelo

Cuando se forma un diminutivo con esta terminación de una palabra que acabe en dos vocales que no formen diptongo y cuya penúltima sea e o i tónicas, pasa a ser -huelo (para reflejar la pronunciación): de aldea, aldehuela.

7. Distribución

Los diminutivos más frecuentes, son su distribución, son:[1]

-ito o -ita: es el más común y usado por los hispanohablantes; así, la palabra "gordo", agregándose la raíz se convierte en "gordito", si se termina en la silaba "co", como la palabra "flaco", se convierte en, flaquito. Además en algunas palabras, se usan de forma más amplia, como:



cito, como "toquecito", no "toquito". "Suavecito", en vez de "suavito".



ecito, ecita, como "lucecita", en vez de "lucita".

-ico o -ica: es común en la parte oriental de España, es decir, Andalucía Oriental, La Mancha, Aragón, Navarra, Murcia y Comunidad Valenciana occidental (parte castellano hablante); Una forma parecida se da en los países bañados por el Caribe: Venezuela, Cuba, República Dominicana, Colombia y Costa Rica. En el caso de las regiones españolas es sustituto de "ito", en cambio, en los países caribeños es para evitar una cacofonía cuando la última sílaba de la palabra comienza por "t"; en vez de usarse, por ejemplo, con la palabra "gato", "gatito", o con "potro", "potrito", en estos países se dice "gatico" y "potrico".

-illo o -illa: Se usa especialmente en España (siendo muy común en Andalucía) y un uso mucho menor en América. Sus usuarios lo emplean con la característica de que no expresa connotación enfático-afectiva alguna, a diferencia del otro diminutivo que utilicen, ya sea -ito o -ico (en el sureste peninsular).

-ete o -eta: Es de origen catalán y valenciano y de uso más informal que los anteriores. Se usa también en La Mancha. Ejemplos: amigo, amiguete.

-ín o -ina: Su empleo se extiende especialmente por Asturias, Extremadura, Castilla y León y Andalucía Occidental es otro sustituto del diminutivo "ito", aunque se usa de una manera más exclamativa, por ejemplo la palabra "pelo", en vez de "pelito" se prefiere usar "pelín"..

-uco o -uca: Es el diminutivo propio de Cantabria, donde su uso es muy común y en numerosas ocasiones denota afecto o cariño: hermanuco, casuca, puebluco. En otras ocasiones es sustituto del diminutivo -ito -ita: bajuco (bajito), pero no denota cariño, simplemente se usa como diminutivo. En ciertas zonas de la Cantabria más rural se emplea el -ucu. Cantabria es conocida popularmente como "la Tierruca". Este diminutivo tiene un uso muy restringido en el resto de España, donde habitualmente posee un carácter despectivo: ventanuco.

8. Notas y referencias

1.↑ http://es.wikipedia.org/wiki/Diminutivo

1.^ Diccionario de términos filológicos, Fernando Lázaro Carreter, 1968, ed. Gredos, Madrid. ISBN 84-249-1111-3.

2."La derivación apreciativa", por Fernando A. Lázaro Mora, en el vol. 1 de Gramática descriptiva de la lengua española, dirigido por I. Bosque y V. Demonte. 1999, ed. Espasa, Madrid. ISBN 84-239-7918-0 (tomo 1); ISBN 84-239-7917-2(obra completa).

3.Procedimientos de formación de palabras en español, Ramón Almela Pérez. 1999, ed. Ariel, Barcelona. ISBN 84-344-2844-X.

POR QUÉ LEER A LOS CLÁSICOS - Italo Calvino



Por qué leer los clásicos, Barcelona, Tusquets (Marginales, 122), 1993

Empecemos proponiendo algunas definiciones.

I. Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: «Estoy

releyendo...» y nunca «Estoy leyendo ...».

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de

vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro

con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale

exactamente como primer encuentro.

El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña

hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído

un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas

que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre

queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.

Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano.

¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos

novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En

Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de

ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en

Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos

lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría

reducida de personas que cuando se encuentran empiezan en seguida a

recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas.

Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos,

cansado de que le preguntaran por Emile Zola, a quien nunca había

leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió

que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa

genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo

ensayo.

Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad

madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir

que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La

juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un

sabor particular y una particular importancia, mientras que en la

madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y

significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

II. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha

leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se

reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para

saborearlos.

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por

impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de

uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo)

formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura,

proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación,

esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza:

cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la

juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura,

sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman

parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos

olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse

olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos

dar será entonces:

III. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando

se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la

memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las

lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los

mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva

histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado

y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha

importancia. En realidad podríamos decir:

IV. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la

primera.

V. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:

VI. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras, que la definición 5 remite a una formulación más explicativa,

como:

VII. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de

las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han

dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más

sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si

leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que

las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y

no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos

en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones.

Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la

legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora

aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o

Demonios de Dostoyevski, no puedo menos que pensar cómo esos

personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.

La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación

con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará

bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible

bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la

universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro

que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio

hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión

de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la

bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo

que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar

sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir

que:

VIII. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos

críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces

descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber)

pero no sabíamos. que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona

con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da

mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un

origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos

hacer derivar una definición del tipo siguiente:

IX. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto

más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto

es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta

la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o

por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe

hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o

con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La

escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección;

pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de

cualquier escuela.

Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con

el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del

arte. Hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha

concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick,

y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho

de la vida lo asocia con episodios Pickwickianos. Poco a poco él mismo,

el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las

aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por

este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

X. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a

semejanza de los antiguos talismanes.

Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo

soñaba Mallarmé.

Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de

oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y

hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de

contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una

antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me

bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo

entre mis autores. Diré por tanto:

XI. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para

definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin

hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí

distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale

tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada

en una continuidad cultural. Podríamos decir:

XII. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya

leído primero los otros y después lee aquél, reconoce en seguida su lugar en la

genealogía.

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo

que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las

otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a

preguntas como: «Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en

lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y

«¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer

los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la

actualidad?».

Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique

exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio,

Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del

método, el Wilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con

alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo

esto sin tener hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones

para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de

vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna

contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer

los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última

encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y

provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y

mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de

situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los

libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo

contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube

intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los

clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de

la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una

equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un

nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción. Tal vez el ideal

sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos

indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas,

mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y

articulado en la habilitación. Pero ya es mucho que para los más la

presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de

la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a

todo volumen. Añadamos por lo tanto:

XIII. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a categoría de ruido de

fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

XIV. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la

actualidad más incompatible se impone.

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con

nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del

otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra

cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que

convenga a nuestra situación.

Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi,

dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la

formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de

toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en

general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los

casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina).

Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía

también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de

los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje

de Colón en Robertson.

Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la

biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han

sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas

las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno

una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería

comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado

para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van

a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los

descubrimientos ocasionales.

Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he

citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el

artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender

quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son

indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los

extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los

italianos.

Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los

clásicos se han de leer porque («sirven» para algo. La única razón que se

puede aducir es que leer los clásicos

Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no

es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que

sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta,

Sócrates aprendía un aria para flauta. "¿De qué te va a servir?", le

preguntaron. "Para saberla antes de morir"».

Definición porqué, porque, por que y por qué

Fundación Fundéu


véase también el artículo reciente de Alberto Bustos en El Blog de Lengua Española

En los medios de comunicación escritos es muy frecuente ver cómo se confunden las expresiones porqué, por qué, porque y por que.



Porqué es un sustantivo, sinónimo de ‘causa’, ‘motivo’ o ‘razón’: «El responsable de fotografía de la casa de subastas explica el porqué de su valor», que puede ir también en plural: «Los porqués del entrenador no tienen sentido».



Por qué es la combinación de la preposición por y el interrogativo qué: «¿Por qué no aumenta el número de vivienda protegida?»; se reconoce si se le agrega la palabra razón: «Le preguntaron por qué (razón) ingresó al club».



La palabra porque es una conjunción que equivale a puesto que, dado que, ya que...: «Es difícil porque hay tres equipos más de un nivel muy alto». También puede tener valor de finalidad con un verbo en subjuntivo, equivalente a para que: «Hizo lo que pudo porque (o para que) su trabajo fuera excelente». En este caso, también es válida su escritura en dos palabras.



Por que es la combinación de por y el pronombre relativo que y se reconoce fácilmente porque siempre se puede intercalar un artículo entre ellos: «Ese es el motivo por (el) que decidió no ir».



También puede tratarse de la preposición por exigida por verbo, sustantivo o adjetivo, y la conjunción que: «Se preocupa por que no le paguen nada» (preocuparse por algo).

sábado, 27 de agosto de 2011

Rincón de Haikus - Mario Benedetti



Otros enlaces de interés:

El Rincón del Haiku (Revista de poesía en español dedicada al haiku japonés)
Los mejores haikus en la red (Blog dedicado al mundo del haiku: artículos, haiku clásico y moderno, colaboraciones, etc.)




Mario Benedetti, Rincón de haikus, Madrid: Visor, 1999; México: Alfaguara, 1999



Nota previa (palabras del autor)



Hace tiempo que soy lector de haikus, pero confieso que el primero que me sedujo como forma poética se lo debo a Julio Cortázar, cuyo título postumo, Salvo el crepúsculo, fue tomado de un notable haiku de Matsuo Bashoo (1644-1694): "Este camino / ya nadie lo recorre / salvo el crepúsculo". Años después me enteré de que la traducción pertenecía a Octavio Paz (en colaboración con Eikichi Hayashiya).



El origen del haiku, con su severa pauta silábica, 5-7-5, se remonta al siglo XVI. Ciertos eruditos lo vinculan formalmente al katauta, un breve poema que oscilaba entre la pauta 5-7-5 y la 5-7-7; otros lo derivan del haikai, que se creaba en grupo y podía tener hasta cien versos. Paulatinamente se fue asentando la forma de 17 filabas, en la rígida combinación 5-7-5, que es sin duda la que produce un efecto poético más impactante. No obstante, hubo al parecer otras formas precursoras del haiku: chooka, tanka, sedooka, y especialmente el renga, canción encadenada, fruto de varios poetas, que vino a introducir un elemento festivo en la literatura japonesa. En todas estas formas aparecen los versos de 5 y de 7 sílabas en distintas concatenaciones, y también se va afirmando el concepto de estación. Vale la pena aclarar que la rima casi no se usa en este envase lírico tan peculiar; en cambio se ha empleado bastante en las traducciones.



Para esta revisión histórica, recomiendo especialmente el excelente y documentado estudio de Fernando Rodríguez-Izquierdo, El haiku japonés / Historia y traducción, 2a ed. Hiperión, Madrid, 1994 (es autor de diez o doce libros más sobre tema tan especializado) y, para no salir del aporte en castellano, diversos estudios y traducciones de Ricardo de la Fuente y Yutaka Kawamoto (Haijin. Antología del jaiku, Hiperión, Madrid, 1992), y Antonio Cabezas (Jaikus inmortales, Hiperión, Madrid, 3a ed. 1997), así como cuidadas traducciones, casi siempre en edición bilingüe, de autores de haikus como Matsuo Bashoo, Yosa Buson, Issa Kobayashi y Masaoka Shiki.



En América Latina, el estudio más serio y bien informado pertenece a la puertorriqueña Gloria Ceide-Echevarría: El haikai en la lírica mexicana, Ediciones de Andrea, México, 1967, basado en la tesis doctoral del mismo título, presentada en la Universidad de Illinois en 1965.



El gran maestro y creador de haikus es, sin lugar a dudas, Matsuo Bashoo, a quien Octavio Paz (en colaboración con Eikichi Hayashiya), dedicó su excelente estudio: Matsuo Bashoo, "Sendas de Oku", Barral Editores, Barcelona, 1970. No obstante, como bien señala Fernando Rodríguez-Izquierdo (ob.cit.,pág.65), "Bashoo no representa un corte radical con el pasado literario. Su formación estética e intelectual era muy profunda, y gracias a ella había asimilado el espíritu de la cultura del Japón. En haiku, él mismo se reconoce deudor de la escuela Dantin. Bashoo viene a reanimar el haiku, pero sin prescindir de tendencias que ya estaban insertas en su proceso de evolución".



Después de Bashoo, viene una larga nómina de autores de haikus: Onitsura (1660-1738), incluso una mujer, Chiyo (1701-1775), Taniguchi Buson (1716-1783), Issa Kobayashi (1762-1826). Ya en el siglo XIX aparece Masaoka Shiki, que después de tantos poetas religiosos, incorpora su presencia de agnóstico (ver: Masaoka Shiki, Cien haikus, traducción y presentación de Justino Rodríguez, edición bilingüe, Hiperión, Madrid, 1996).



Más cercano a Buson que a Bashoo y aunque sólo vive 35 años, Shiki es uno de los más notables autores de haikus. Ya en el siglo XX, una nueva tendencia, "Shinkeikoo", hace que los nuevos poetas japoneses se aparten del haiku clásico y su rigor tradicional.



Desde inicios del siglo XX, el haiku empezó a extender su influencia en poetas de Occidente, en especial el francés Paul Louis Couchoud y el inglés B. H. Chamberlain, así como algunos españoles. Pero sólo influencias. No era frecuente hallar en la lírica occidental (particularmente la parnasiana y la impresionista) la fiel transcripción de la célebre pauta 5-7-5. Ni siquiera en traducciones. En España, y tal como destaca Ricardo de la Fuente, aparecen rastros (sólo rastros) del haiku en los Machado, Juan Ramón Jiménez, Guillen, García Lorca y en particular Juan José Domenchina, autor de un haiku tan clásico como: "Pájaro muerto / ¡Qué agonía de plumas / en el silencio!"

En América Latina, el poeta más cercano al haiku fue indudablemente José Juan Tablada. No obstante, y como señala Ceide-Echevarría, "no intenta conservar las 17 sílabas del haikai [o haiku] japonés; en sólo tres de los poemas de Un día... se ciñe a las 17 sílabas tradicionales, aunque no a la distribución clásica de tres versos de 5, 7 y 5 sílabas". Por otra parte, Tablada apela casi siempre a la rima, un recurso normalmente descartado por los poetas japoneses.



De todas maneras, la introducción del haikai efectuada por Tablada en la poesía mexicana, tuvo influencia en muchos otros poetas de ese país. Cabe mencionar a Rafael Lozano y otros postmodernistas; a José Gorostiza, Jaime Torres Bodet, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer, Elias Nandino y otros "contemporáneos". También, y fundamentalmente, a Octavio Paz, y, en capas más recientes, Juan Porras Sánchez y Carlos Gaytán. Cabe destacar que la influencia del haiku en casi todos estos nombres fue más bien indirecta. Curiosamente, un sevillano, José María González de Mendoza, considerado mexicano porque vivió largamente en México, gran admirador de Tablada, es uno de los pocos que fue fiel a la clásica estructura del 5-7-5, como en este haiku: "El rojo acento / de tus labios me llama / donde me quemo", o en este otro: "Mi vida es muda / ni novia ni amistades... / ¡Ah sí! La luna".



Personalmente, no he estado en Japón ni conozco su lengua. Tampoco soy un experto en la historia y el desarrollo del haiku. Sí tengo bien leídos y disfrutados, en buenas traducciones, numerosos haikus en la pauta clásica, que es la que siempre me ha cautivado. Está de más decir que, por el mero hecho de presentar en este volumen, más de doscientos haikus de mi propia cosecha, no me considero un "haijin" (así se denomina en japonés al que escribe haikus) rioplatense.



Simplemente, el haiku clásico, como forma lírica, se me figuró siempre un desafío, tanto por su estructura fija como por su brevedad obligada, que lo hace aún más ceñido que, por ejemplo, el soneto, que en la poética española es tal vez la estructura clásica más rígida. Con sólo 17 sílabas y con una distribución invariable (5-7-5), el haiku es en sí mismo una unidad, un poema mínimo y no obstante completo. De ahí su visión instantánea, su condición de chispazo, a veces su toque de humor o de ironía. Bashoo dejó para la posteridad esta curiosa definición: "Haiku es simplemente lo que está sucediendo en este lugar, en este momento".



También forma parte del desafío el hecho de que si bien el haiku ha encontrado en América Latina buenos y hasta excelentes traductores, en cambio ha tenido escasos cultores originales. Salvo el ya mencionado Tablada, los otros que se atrevieron con esa pauta lo hicieron muy tímida y esporádicamente. Y aun esos intentos ocurrieron casi exclusivamente en México y cercanías. El mismo Tablada, casi nunca se cinó a la pauta clásica, aunque debe reconocerse que sus mejores logros los obtuvo cuando no se evadió del 5-7-5, verbigracia: "Trozos de barro, / por la senda en penumbra / saltan los sapos". En Perú, está el caso singular de Arturo Corcuera, que en sus varias veces editado Noé delirante, sin incorporar ningún haiku propiamente dicho, revela una influencia muy bien asimilada, que le conduce a un libro original y chispeante.



En el Río de la Plata, y en general en América del Sur, el haiku ha sido casi ignorado como lectura (no olvidar al argentino Kazuya Sakai, que sin embargo fue en México donde publicó su libro Japón: hacia una nueva literatura, El Colegio de México, 1968) y por supuesto como género a cultivar. Una singular excepción es nada menos que Jorge Luis Borges, que fue un buen conocedor de la poesía japonesa. En 1972 ya había incorporado seis tankas en El oro de los tigres, pero es en La cifra (1981), libro dedicado a María Kodama, donde incluye 17 haikus originales, no traducciones (curiosamente la cifra 17 se corresponde con el número obligatorio de sílabas del haiku clásico), todos con la estructura fija heredada de Bashoo (5-7-5). Hay que senalar que en esos poemas mínimos de última hora hay algunos de notable calidad. A diferencia de Tablada, Borges, cuando elige el haiku, no se aparta ni una sola vez de la norma clásica.



En mi caso particular, es obvio que no me he puesto a imitar a poetas japoneses, ni siquiera a incorporar sus imágenes y temas preferidos. Apenas he tenido la osadía de introducirme en esa pauta lírica, pero no apelando a tópicos japoneses sino a mis propios vaivenes, inquietudes, paisajes y sentimientos, que después de todo no difieren demasiado de mis restantes obras de poesía.



Encerrar en 17 sílabas (y además, con escisiones predeterminadas), una sensación, una duda, una opinión, un sentimiento, un paisaje, y hasta una breve anécdota, empezó siendo un juego. Pero de a poco uno va captando las nuevas posibilidades de la vieja estructura. Así la dificultad formal pasa a ser un aliciente y la brevedad una provocativa forma de síntesis.



Ahora, con el perdón de Bashoo, Buson, Issa y Shiki, ya considero al haiku como un envase propio, aunque mi contenido sea inocultablemente latinoamericano. Y ya que en mi caso no se trata de traducciones, que a menudo exigen matices y variaciones formales que no figuran en la pauta tradicional, he querido que mis haikus no se desvíen en ningún caso del 5-7-5. Esta fidelidad estructural es, después de todo, lo único verdaderamente japonés de este modesto trabajo latinoamericano.





M.B.

Puerto Pollença, Mallorca-Madrid, 1999.







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