La ortografía es un poderoso factor de unidad lingüística. De hecho, uno de los objetivos que las Academias afirman perseguir con la Ortografía de la lengua española de 2010 es contribuir a dicha unidad.
El español es una lengua hablada por una ingente comunidad que abarca varios cientos de millones de personas. Como lengua oficial, está presente en cuatro continentes; y, de hecho, está representada en los cinco. No es extrañar, por tanto, que su pronunciación presente un sinfín de variantes. Por ejemplo, unos somos seseantes; otros, ceceantes; y otros, distinguidores. En unas zonas se ha impuesto el yeísmo y en otras todavía pollo se opone a poyo.
Toda esta variación queda recubierta por una ortografía esencialmente unitaria. Este párrafo, sin ir más lejos, sonará muy diferente dependiendo de si lo lee en voz alta alguien de Valladolid, de Sevilla, de Chiclana de la Frontera, de Buenos Aires, de Antofagasta, de La Habana o de Tijuana. La escritura hace abstracción de tales disparidades y unifica las palabras en una grafía común. Esto facilita el entendimiento. Imaginemos, si no, lo que ocurriría si los unos escribieran secesión; los otros, sesesión; y los de más allá, cececión. O si lo que en un pueblo es llorar en el de al lado se convirtiera en yorar y en otro, incluso, en shorar.
La ortografía desempeña, por tanto, una función unificadora frente a las variantes locales. Y esto no es una particularidad nuestra. Es así en cualquiera de las modernas lenguas de cultura. Es más, esta función cobra más relieve aún en casos como el del inglés, donde la variación de unos territorios a otros puede llegar a ser drástica; o en el chino, con variedades lingüísticas o dialectos que no siempre son mutuamente comprensibles de palabra, pero sí por escrito. Esto fue así, incluso, en el latín arromanzado de la época medieval, que era latín por fuera y lengua vulgar por dentro: sobre el papel, para las personas cultas (o sea, quienes sabían leer y escribir), era latín; pero al leerlo en voz alta se transformaba por arte de birlibirloque en la lengua que hablaban todos corrientemente y que se iría convirtiendo poco a poco en castellano, normando o toscano.
Si la escritura garantiza la unidad en la dimensión espacial, también lo hace en la temporal. La ortografía es, por naturaleza, conservadora, por lo que no refleja inmediatamente las alteraciones en la pronunciación que se van acumulando con el tiempo. Nuestro actual sistema de reglas se basa en la ortografía académica de 1815. Se eliminaron entonces algunos de los desajustes entre escritura y pronunciación que venía arrastrando la tradición ortográfica castellana como resultado de cambios fonológicos o de inconsistencias históricas. Así, por ejemplo, la equis podía representar el fonema /j/ como en exemplo y la secuencia de fonemas /ks/, como en éxodo. Al eliminar esta y otras irregularidades, se facilitó el aprendizaje de la lectura y la escritura. Pero nada es gratis, como podemos comprobar cuando cae en nuestras manos un libro antiguo: hay una barrera ortográfica que dificulta el acceso.
Del mismo modo, si mañana nos decidiéramos a acometer una reforma que acercara la escritura y la fonología, todos los documentos impresos y electrónicos que venimos acumulando desde el siglo XIX se tornarían ilegibles para las generaciones que se alfabetizaran con el nuevo sistema. Por eso hay que tentarse muy bien la ropa antes de lanzarse a tales empresas, que suelen generar resistencias de todo tipo entre quienes ya saben leer, que acarrean costes económicos considerables y provocan una ruptura de la tradición cultural.
Pero todo esto es solo una vertiente del problema, que es la que tiene que ver con la unidad interna de la lengua. La ortografía académica es sumamente respetuosa con ella. Y la seguirá respetando de grado o por fuerza. Todos hemos sido testigos del revuelo que se ha armado cuando se han retocado algunos aspectos marginales del sistema de acentuación gráfica, como eliminar la tilde de guion o no tildar la o cuando va entre cifras. Como para plantearse simplificar el uso de ge y jota o, no digamos, eliminar la hache…
Sin embargo, este mimo de la unidad interna deja paso a un furor reformista cuando de lo que se trata es de la otra vertiente de la unidad lingüística, la que podemos denominar unidad externa. Nuestra lengua no ha estado nunca aislada. Se ha ido conformando en el contacto y el intercambio con las lenguas de su entorno geográfico y cultural. No es posible entender lo que es hoy el español sin tener en cuenta que forma parte de una comunidad lingüística y cultural en la que convive dentro de la península ibérica con el gallego, el portugués, el euskera y el catalán; y, pasados los Pirineos, con el francés, el inglés, el alemán o el italiano. Los pueblos que hablan estas lenguas han mantenido y mantienen intensas relaciones lingüísticas, comerciales, políticas, religiosas, artísticas, etc. Por encima de sus diferencias evidentes, comparten una historia, unos valores, una visión del mundo. En América, en África o en Asia, la lengua española ha seguido cultivando y estrechando los lazos con las otras lenguas europeas que, como ella, hicieron el viaje a estos continentes y, además, los ha extendido a las lenguas nativas como el quechua, el aimara o el tagalo que sobrevivieron al encontronazo con los europeos.
Todas estas lenguas comparten una porción considerable de su léxico, que está formada por los denominados internacionalismos. Cualquier hispanohablante estrictamente monolingüe, pero con hábito de lectura, reconocerá sin mayor dificultad un gran número de palabras en un periódico inglés, francés, alemán o danés. No hay que ir a Oxford ni a Cambridge para entender por escrito la palabra inglesa action. Sin embargo, si una reforma ortográfica del inglés la convirtiera mañana en algo así como ækshon, nos ayudarían a pronunciarla, pero la dificultad inicial de acceso al inglés escrito se incrementaría considerablemente.
No es de extrañar por ello que tengan una pésima acogida ocurrencias como la de castellanizar grafías asentadas como la de Qatar. La forma con cu es claramente la que predomina a escala internacional para el nombre de ese país. Al convertirla en Catar, hacemos una dudosa aportación a la facilidad de escritura del castellano al precio de convertirnos en una isla lingüística. Teniendo en cuenta que en el mundo de hoy el acceso a la información se realiza preferentemente a través de Internet, por escrito y no necesariamente en castellano, esa supuesta facilidad se puede convertir en un quebradero de cabeza cada vez que queramos localizar las últimas noticias sobre algún acontecimiento producido en ese país o, simplemente, comprar un billete de avión para visitarlo. Cuando alteramos la grafía de topónimos e internacionalismos, estamos levantando barreras donde no las había.
Además, estas innovaciones académicas tienden a ser de ida y vuelta. Quienes adoptaran en su día la grafía camicace se encontrarán hoy con el paso cambiado porque las Academias han vuelto ya al redil internacional y nuevamente prefieren la forma kamikaze. La castellanización de güisqui tuvo el éxito que el sentido común permitía esperar. Pero nuestros académicos vuelven a la carga en la Ortografía de 2010 (pp. 86-87) y nos proponen que escribamos wiski. Y digo yo: el whisky ¿no sería mejor no tocarlo?
En definitiva, es cierto que la ortografía constituye un factor de unidad lingüística; pero también lo es que esa unidad se da, asimismo, en un conjunto orgánico que rebasa los límites de nuestra comunidad de hablantes y que quizás este sea un valor que también convenga respetar.
¿O no? ¿Tú qué piensas?
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