Bertrand Russell es conocido como uno de los filósofos y matemáticos más populares del siglo XX. La Autobiografía que acaba de relanzar Edhasa nos lo redescubre también como un gran prosista, un memorialista que con más de 90 años, logró compilar su vida con un estilo ágil y absorbente.
Texto CARLES BARBA - Revista Qué leer
Bertrand Russell nació el 18 de mayo de 1872 en un rincón de Gales, Trelleck, en el condado de Montmouth. Tanto su padre (lord Amberley) como su madre pertenecían a la nobleza británica. Su abuelo paterno, John Russell, fue todo un personaje dentro de la política inglesa: lideró a los whigs en la cámara de los comunes y ejerció de primer ministro durante dos mandatos. Por sus servicios a la corona se le dió una mansión en Richmond Park, Pembroke Lodge, por la que recalaron estadistas de todo el mundo. En una ocasión, ante una visita del sha de Persia, John Russell se disculpó por la pequeñez de su hogar, a lo que el otro contestó: “Sí, es una casa pequeña, pero encierra a un gran hombre”. El pequeño Bertrand respiró por tanto desde niño una atmósfera encumbrada: a los dos años, sin ir más lejos, una vez se topó en el salón del abuelo nada menos que a la reina Victoria. En todo caso, él en un principio se crió con sus padres en Gales, donde muy tempranamente se cernió sobre ellos la tragedia: su hermano Frank, siete años mayor, contrajo una difteria, de la que se recuperó pero que contagió a su hermana y madre, y ambas murieron en 1874. Lord Amberley (cuya carrera política había quedado truncada en 1868) no soportó las pérdidas y murió dos años después a causa de una bronquitis. Frank y Bertrand, en consecuencia, se trasplantaron a Londres, a Pembroke Lodge precisamente, y bajo la jurisdicción de lady Russell, una puritana intransigente que nunca se permitía sentarse en un sillón antes de que llegase la noche, a pesar de que en la casa contaba con ocho sirvientes fijos. Bertrand fue educado por preceptores privados y no pisó un centro académico hasta los 18 años, en que se incorporó a Cambridge. Institutrices germánicas le aseguraron un buen dominio del alemán y su hermano Frank se encargó de adiestrarle en aritmética y geometría. A este respecto, hay una anécdota ilustrativa: en una de las lecciones, Bertrand pidió a Frank que le demostrara algunos axiomas geométricos, a lo que el otro respondió que había de creer en ellos porque, en caso contrario, no podrían continuar; de manera que Bertrand los aceptó, pero sólo provisionalmente. El futuro pensador estaba aquí manifestando un rasgo profundo de su personalidad: siempre querría que todo estuviera fundamentado y justificado.
En medio de esta infancia solitaria –con plegarias a las ocho de la mañana y baños fríos en cualquier época del año– Bertrand a los once años se sintió de golpe fascinado por las matemáticas puras y, en particular, por los Elementos de Euclides. En la fuerza demostrativa de los números encontraba una armonía y un orden que en cambio echaba en falta en las prácticas religiosas. A los quince años comenzó a interesarse en los problemas filosóficos, pero como notaba la tácita desaprobación de su abuela se volvió aún más reservado y solitario. “Poco antes y poco después de mi dieciséis cumpleaños, escribí mis creencias y mis incredulidades utilizando letras griegas y signos fonéticos para mejor ocultarlas”, revelaría de mayor. Anotaba en clave cifrada cosas como ésta: “No tengo el valor de decir a los míos que apenas puedo creer en la inmortalidad”.
Los hechos y la experiencia
Cambridge, por tanto, representó una liberación y un afianzamiento. “Me encontré de repente entre gente que hablaba la clase de lenguaje que me era natural”. Russell había decidido estudiar matemáticas superiores. Resultó providencial que su primer examinador para su ingreso en el Trinity College fuera Alfred North Whitehead. Este docente calibró enseguida el potencial del aspirante, al punto que, en una de las clases de Estática que impartía, exhortó a sus alumnos a trabajar a fondo en un determinado punto, exonerando de ello sólo a Russell: “Usted no necesita estudiarlo, porque ya lo sabe”. No sólo encareció públicamente el talento del recién llegado. Animó a los alumnos más aventajados para que se preocuparan de él y así Russell se encontró muy pronto alternando con futuras lumbreras como Lowes Dickinson, Roger Fry, John McTaggart, G.E. Moore o los hermanos Trevelyan, Charles, Bob y George. Más adelante contactará en los claustros con John Maynard Keynes, E.M. Forster o Lytton Stratchey, que luego conformarán el célebre grupo de Bloomsbury. Pese a que Russell se licenció en 1892 con la máxima calificación, salió de este aprendizaje profundamente decepcionado (“en realidad se nos presentaba toda la ciencia matemática como un juego de agudas artimañas”, diría más tarde) y decidió volcarse en la filosofía, un ámbito que le parecía más congenial con las inquietudes de su intelecto. “¿Cuál es la diferencia entre ciencia y filosofía?”, le preguntarían en la BBC en 1959. “Ciencia es lo que sabemos y filosofía lo que ignoramos”, contestó.
En 1893 ya se había dado cuenta de esta fundamental distinción y había notado que, mientras la ciencia sólo cubría una pequeña parte de todo aquello que es susceptible de interesar al hombre, la filosofía tendía sus tentáculos sobre áreas inmensas aún por colonizar. A Russell, por otra parte, le atraía de la filosofía su acción correctiva sobre el conocimiento humano, demostrando que hay cosas que creíamos que sabíamos pero de las cuales en verdad no sabemos nada. De hecho, el cuestionamiento de valores comunmente admitidos ya había sido acometido por nuestro hombre durante su adolescencia en Pembroke Lodge (con las creencias victorianas de la familia); seguirá en Cambridge con la puesta en solfa de las matemáticas convencionales y, después, con la filosofía al uso entonces en las aulas, el kantismo y el hegelianismo. Su compañero G.E. Moore (dos años más joven) será cómplice en este desmontaje del idealismo alemán y en la suposición (odiosa para ambos) de que el espacio y el tiempo están solo en la mente. El joven Russell entendía más bien (en línea con Berkeley y Hume) que los hechos son independientes de la experiencia y que la experiencia es un aspecto muy restringido y cósmicamente trivial en relación con el funcionamiento general del universo.
En 1894, Russell se licencia en filosofía con sobresaliente y, para curarse del parroquialismo de Cambridge, emprende varios viajes, gracias en parte a la herencia de 20.000 libras legada por su padre. Viaja un par de veces a Berlín, donde entra en contacto con las matemáticas de figuras como George Cantor, K. Weiertrass y R. Dedekind. En Alemania descubre asimismo las tesis económicas de Marx y cree detectar los puntos débiles de la teoría de la plusvalía. Aprovecha los meses berlineses para familiarizarse con las prácticas del partido socialdemócrata, experiencia de la que destila su primer libro, La social democracia alemana. Se desplaza también por entonces a América, donde absorbe nuevos aires y tendencias. Americana será su primera mujer, Alys Pearsall Smith, cinco años mayor que él e hija de un importante industrial cuáquero de Filadelfia. La estricta abuela paterna desaprobará la unión.
A estas alturas de su vida, Bertrand Russell sintió la imperiosa necesidad de encararse de nuevo con las matemáticas y purgarlas de construcciones falaces. Para ello, buscó sus fundamentos esenciales en la lógica, una ciencia que en 2.000 años, desde Aristóteles al XIX, apenas se había modificado. En 1900 tuvo ocasión de asistir a un congreso internacional de filosofía, lógica e historia de la ciencia en París, y allí contactó con un matemático italiano, Giuseppe Peano, que le fortaleció en sus intuiciones. En 1903 tenemos a Russell publicando Los principios de las matemáticas, y en esa misma década, de 1900 a 1910, se lanza a escribir los Principia Mathematica a cuatro manos con su antiguo tutor, Alfred Whitehead. Este tratado le dejó exhausto, pero con la satisfacción de haber revolucionado los estudios en ese ámbito. Los Principia, en efecto, marcaron un antes y un después, y al reducir las matemáticas a unos cuantos principios elementales logicistas, y al mismo tiempo poner en el centro del pensamiento filosófico el análisis de su propia estructura lógica, se situaron en sintonía con las nuevas corrientes de la creación artística (la pintura abstracta, la música dodecafónica, etcétera). La obra deparó a Russell un prestigio mundial y, gracias a Alfred Whitehead, obtuvo la plaza de catedrático de Lógica en el Trinity College, puesto que ejerció en los siguientes cinco años. Para entonces, Russell comienza ya a incursionar en el activismo social que le será característico en su madurez y, entre otras iniciativas, apoya a un candidato liberal, Philip Morrell. Ello le pondrá en contacto con su esposa, lady Ottoline Morrell, mujer alrededor de la cual giró durante años la flor y nata de la intelligentzia inglesa. Russell no tarda en hacerse su amante y a través de ella conoce a gente de su entourage como Aldous Huxley, T.S. Eliot (con cuya depresiva mujer tendrá un breve lío) o D.H. Lawrence, entre otros.
Dependiente de la pluma
El estallido de la Gran Guerra va a poner patas arriba el modus vivendi de Russell. De golpe se desmorona el optimismo victoriano en que había crecido. Su Inglaterra aristocrática se resquebraja y la serena atmósfera académica de Cambridge ya nunca vuelve a ser la misma. Russell se manifiesta un antibelicista militante y clama por la neutralidad de su país en el conflicto. Su pacifismo le enemista con importantes sectores del establishment y con amigos y colegas tales como Whitehead (quien perdió a un hijo de 18 años en el frente). Se afilia a la Asociación Antirreclutamiento y se compromete en las defensa de los objetores. A consecuencia de todo ello, se le expulsa de la cátedra del Trinity y, a causa de un artículo donde presuntamente ofende al ejército norteamericano, se le condena a seis meses de cárcel. Él aprovecha la reclusión para escribir una Introducción a la filosofía matemática, y se troncha de risa cuando el guardián que le hace la ficha, al preguntarle la religión y contestar que agnóstico, refunfuña: “Bueno, hay muchas religiones, pero supongo que todas ellas adoran al mismo Dios”. En la prisión encontró además a compañeros que no le parecieron en nada moralmente inferiores al resto de las personas.
De todas estas experiencias va a salir un Russell nuevo y regenerado, que va abandonando la filosofía pura de raíz lógica y epistemológica para volcarse cada vez con más beligerancia en el activismo social y la polémica política. Esta deriva le granjeará luego acerbos opositores y también fervorosos defensores. Su biógrafo Ray Monk, por ejemplo, cree que su obligación debió ser siempre la de producir grandes tratados, y que a partir de 1920 malgastó sus dones en la agitación social y la literatura popular. Aldous Huxley, en cambio, se felicitaba de poder leer a un filósofo que, ya hablara de ética, sociedad, arte o lógica, se expresaba siempre inteligiblemente, en un lenguaje claro y sincero. Y Albert Einstein, al leer el russelliano libro El ABC de la relatividad, confesó que él nunca habría sabido escribir una introducción a su teoría tan asequible y a la vez fiel. Por lo demás, Russell, al prodigarse después de la Gran Guerra como incansable publicista (llegó a escribir una sesentena de libros, cientos de artículos y más de 40.000 cartas), obró en consonancia con su propia familia, que desde hacía cuatro siglos venía teniendo una importante presencia en la vida pública de Inglaterra. Hay desde luego otra razón que explica su gran fecundidad periodística y libresca: al ser descabalgado de Cambridge y ninguneado por instituciones académicas a las que desagradaban sus heterodoxos puntos de vista religiosos, educativos, en materia sexual, etcétera, hubo de depender económicamente de su pluma y de los derechos de sus obras más populares. Por ejemplo, en los años 1940 pudo mantenerse a sí mismo y a los suyos gracias sobre todo a las venta de su Historia de la filosofía occidental, hoy en día todavía un clásico equiparable en valor divulgativo a la Historia del arte de Gombrich.
Rebovinemos la cinta. En 1919, Bertrand Russell, ya divorciado de su primera esposa, conoce a Dora Black, una importante feminista británica, con la que se casará en 1921. Antes aprovecha su disponibilidad académica, y emprende varios viajes: a España, Rusia y China nada menos. Visita en concreto Barcelona, invitado por Eugenio d’Ors, y luego pasa el verano con Dora en las Baleares, en Sóller. La estancia en Rusia le resultará transformadora: como le ocurrirá más tarde a Gide, pulsará in situ el totalitarismo soviético y se convertirá en furibundo anticomunista. El periplo por China no es menos instructivo. Dio clases en Pekín durante un año y, aunque quedó gratamente impresionado por las tradiciones del país, advirtió su creciente militarismo y lo denunció luego con su habitual valentía.
De regreso a Inglaterra, él y Dora fundan en Beacon Hill (Sussex) una escuela progresista, en la que matriculan a sus propios hijos. No se enseña religión ni ninguna asignatura patriótica, y en verano se tolera que los niños se desprendan de toda la ropa para los ejercicios físicos. El colegio hubo de cerrar al cabo de cinco años por mala gestión financiera. Por entonces, Russell publica Matrimonio y moral (1929), donde expresa opiniones libertarias sobre la pareja y la sexualidad por las que más adelante, en Estados Unidos, será estigmatizado y apeado como profesor del City College de Nueva York. Paradójicamente, cuando su perfil se presenta cada vez más izquierdoso e iconoclasta, fallece su hermano Frank (1931) y a él le toca heredar su título de conde. En lo sucesivo, ocupará un escaño en la Cámara de los Lores. Entretanto, su vida sentimental sigue siendo muy ajetreada. En 1935 se separa de Dora Black y al año siguiente se casa con Patricia Spence, la governess de los dos hijos habidos con Dora. Esta atractiva joven se convierte en su colaboradora intelectual y le ayuda a redactar, entre otros, Los papeles Amberley, una historia de sus padres. Patricia le da un tercer hijo, Conrad, que luego será un importante historiador y miembro también de la Cámara de los Lores.
Fustigador del átomo
La Segunda Guerra Mundial sorprende al pensador en Estados Unidos, donde ha ido asumiendo distintos profesorados (los más prominentes, en la universidad de Chicago y en la de California). Esta vez la invasión de Polonia y las tropelías nazis le revuelven las entrañas, y no ve más opción que apoyar la guerra contra Hitler. A mediados de los 1940 se queda sin empleo y lo saca del berenjenal la Barnes Foundation de Filadelfia. Esta institución le encarga la Historia de la filosofía occidental, que se aupará a las listas de best sellers y le supondrá unos muy necesitados ingresos. En 1944, en fin, Russell puede regresar a Cambridge. La Universidad desea reparar su expulsión de 1916 y le ofrece un lectorado. Ha superado ya la setentena, pero no da síntomas de cansancio. Tampoco le desanima la tibieza con que ha sido recibido su último libro estrictamente filosófico, El conocimiento humano. Su alcance y sus límites (1948). A la vista de unos tiempos que le parecen caóticos, vuelve a postular su fe en el empirismo: “No podemos estar seguros de que la ciencia sea cierta, pero tiene más oportunidades de ser cierta que ninguna otra cosa”. Lleno de vitalidad, acepta ejercer de intelectual mediático, y empieza a prodigarse en la BBC, en charlas y conferencias televisadas. En 1949 y 1950 le vienen dos importantes reconocimientos: la Order of Merit y el Nobel de Literatura. Tan animoso está que, tras divorciarse de Patricia Spence en 1952, a los ochenta años se casa con Edith Finch, una filadelfiana que será ya su última esposa y la mujer con la que mejor se compenetre. En todo caso, no le faltarán a Russell serios contratiempos privados: su primogénito John se volverá esquizofrénico (y lo propio le ocurrirá a su mujer), con lo cual Bertrand y Edith tendrán que correr con la custodia de los hijos de ambos.
En los 1950 y 1960, el refundador de la lógica matemática se convierte en un sulfúrico agitador social y en un fustigador de las grandes potencias mundiales. En 1954 desde la BBC condenó las pruebas atómicas en el atolón de Bikini, y en 1955 cofirmó con Einstein un manifiesto donde, ante la creciente escalada nuclear, argumentaban: “Tenemos por delante, si lo elegimos, un progreso continuo en felicidad, conocimiento y sabiduría. ¿Por el contrario elegiremos la muerte por no poder olvidar nuestras disputas?”.
La posición de Russell se radicalizará a partir de 1960, cuando entra a su servicio como secretario el joven estadounidense Ralph Schoenman. Influido por él, en un mitin llega a proferir que Kennedy y McMillan eran “mucho peores que Hitler”. Tras el asesinato de Dallas, cuestiona el Warren Report en el que se establecía que el presidente había sido liquidado por Oswald. Asimismo se involucra en las protestas contra la guerra del Vietnam y con Sartre articulan un documento donde denuncian las atrocidades cometidas por los norteamericanos. Bajo el aguijón de Schoenman, el nonagenario humanista no para de enviar telegramas a Kruschev, Johnson, Chu En Lai, Nehru y otros mandatarios, urgiéndoles a la paz y el desarme total. Y su venerable y elegante figura de largos cabellos blancos es detectable en muchas de las marchas y sentadas que en el Londres pop y hippie de la época protestan contra la Guerra Fría.
Bertrand Russell, en sus últimos tres años de vida, volvió a coger la pluma para escribir con una prosa vivaz y brillante nada menos que su Autobiografía. En muchos de sus mejores libros había volcado ya sus recuerdos, pero ahora, retirado en una tranquiila casa campestre de su Gales natal, pudo sistematizarlos y darles un aliento tan panorámico como trepidante. Cumplido este trabajo, seguramente sintió que le quedaban pocas cosas por realizar. En 1970, a los 97 años, moría en su residencia de Penrhywdendraeth, tan lúcido como había vivido
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