A
la llana y sin rodeos
En términos generales, los escritores se dividen en dos
esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de
quienes la viven como una adicción. El encasillado en las primeras cuida de su
promoción y visibilidad mediática, aspira a triunfar. El de las segundas, no.
El cumplir consigo mismo le basta y si, como sucede a veces, la adicción le
procura beneficios materiales, pasa de la categoría de adicto a la de camello o
revendedor. Llamaré a los del primer apartado, literatos y a los del segundo,
escritores a secas o más modestamente incurables aprendices de escribidor.
A comienzos de mi larga trayectoria, primero de literato,
luego de aprendiz de escribidor, incurrí en la vanagloria de la búsqueda del
éxito -atraer la luz de los focos, “ser noticia”, como dicen obscenamente los
parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel
Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad
atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo
sufrieron cuando fueron escritas. La vejez de lo nuevo se reitera a lo largo
del tiempo con su ilusión de frescura marchita. El dulce señuelo de la fama
sería patético si no fuera simplemente absurdo. Ajena a toda manipulación y
teatro de títeres, la verdadera obra de arte no tiene prisas: puede dormir
durante décadas como La regenta o durante siglos como La lozana andaluza.
Quienes adensaron el silencio en torno a nuestro primer escritor y lo
condenaron al anonimato en el que vivía hasta la publicación del Quijote no
podían imaginar siquiera que la fuerza genésica de su novela les sobreviviría y
alcanzaría una dimensión sin fronteras ni épocas.
“Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de
victoria”, escribe Fernando Pessoa, y coincido enteramente con él. Ser objeto
de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser
persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor. Desde la
altura de la edad, siento la aceptación del reconocimiento como un golpe de
espada en el agua, como una inútil celebración.
Mi condición de hombre libre conquistada a duras penas
invita a la modestia. La mirada desde la periferia al centro es más lúcida que
a la inversa y al evocar la lista de mis maestros condenados al exilio y
silencio por los centinelas del canon nacional- católico no puedo menos que
rememorar con melancolía la verdad de sus críticas y ejemplar honradez. La luz
brota del subsuelo cuando menos se la espera. Como dijo con ironía Dámaso
Alonso tras el logro de su laborioso rescate del hasta entonces ninguneado
Góngora, ¡quién pudiera estar aún en la oposición!
Mi instintiva
reserva a los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas,
incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido, me ha
llevado a abrazar como un salvavidas la reivindicada por Carlos Fuentes
nacionalidad cervantina. Me reconozco plenamente en ella. Cervantear es
aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta
con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños
nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por
el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la
previsible reacción violenta de las identidades religiosas o ideológicas que
sienten amenazados sus credos y esencias.
En vez de empecinarse en desenterrar los pobres huesos de
Cervantes y comercializarlos tal vez de cara al turismo como santas reliquias
fabricadas probablemente en China, ¿no sería mejor sacar a la luz los episodios
oscuros de su vida tras su rescate laborioso de Argel? ¿Cuántos lectores del
Quijote conocen las estrecheces y miseria que padeció, su denegada solicitud de
emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la cárcel sevillana por
deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del Rastro de Valladolid con su
esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año de la Primera Parte de su novela,
en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?
Hace ya algún tiempo, dedique unas páginas a los titulados
Documentos cervantinos hasta ahora inéditos del presbítero Cristóbal Pérez
Pastor, impresos en 1902 con el propósito, dice, de que “reine la verdad y
desaparezcan las sombras”, obra cuya lectura me impresionó en la medida en que,
pese a sus pruebas fehacientes y a otras indagaciones posteriores, la verdad no
se ha impuesto fuera de un puñado de eruditos, y más de un siglo después las
sombras permanecen. Sí, mientras se suceden las conferencias, homenajes,
celebraciones y otros actos oficiales que engordan a la burocracia oficial y
sus vientres sentados, (la expresión es de Luis Cernuda) pocos, muy pocos se
esfuerzan en evocar sin anteojeras su carrera teatral frustrada, los tantos
años en los que, dice en el prólogo del Quijote, “duermo en el silencio del
olvido”: ese “poetón ya viejo” (más versado en desdichas que en versos) que
aguarda en silencio el referendo del falible legislador que es el vulgo.
Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de
nuestras vidas, esa “exquisita mierda de la gloria” de la que habla Gabriel
García Márquez al referirse a las hazañas inútiles del coronel Aureliano
Buendía y de los sufridos luchadores de Macondo. El ameno jardín en el que
transcurre la existencia de los menos, no debe distraernos de la suerte de los
más en un mundo en el que el portentoso progreso de las nuevas tecnologías
corre parejo a la proliferación de las guerras y luchas mortíferas, el radio
infinito de la injusticia, la pobreza y el hambre.
Es empresa de los caballeros andantes, decía don Quijote,
“deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables” e imagino al hidalgo
manchego montado a lomos de Rocinante acometiendo lanza en ristre contra los
esbirros de la Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los
corruptos de la ingeniería financiera o, a Estrecho traviesa, al pie de las
verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes
levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen
es su instinto de vida y el ansia de libertad.
Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la
gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a la existencia de un mundo
aquejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y
exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello
es locura, aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para
defenderla.
El panorama a nuestro alcance es sombrío: crisis económica,
crisis política, crisis social. Según las estadísticas que tengo a mano, más
del 20% de los niños de nuestra Marca España vive hoy bajo el umbral de la
pobreza, una cifra con todo inferior a la del nivel del paro. Las razones para
indignarse son múltiples y el escritor no puede ignorarlas sin traicionarse a
sí mismo. No se trata de poner la pluma al servicio de una causa, por justa que
sea, sino de introducir el fermento contestatario de esta en el ámbito de la
escritura. Encajar la trama novelesca en el molde de unas formas reiteradas
hasta la saciedad condena la obra a la irrelevancia y una vez más, en la
encrucijada, Cervantes nos muestra el camino. Su conciencia del tiempo
“devorador y consumidor de las cosas” del que habla en el magistral capítulo IX
de la Primera Parte del libro le indujo a adelantarse a él y a servirse de los
géneros literarios en boga como material de derribo para construir un
portentoso relato de relatos que se despliega hasta el infinito. Como dije hace
ya bastantes años, la locura de Alonso Quijano trastornado por sus lecturas se
contagia a su creador enloquecido por los poderes de la literatura. Volver a
Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de
cordura, tal es la lección del Quijote. Al hacerlo no nos evadimos de la realidad
inicua que nos rodea. Asentamos al revés los pies en ella. Digamos bien alto
que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a
la injusticia.
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