De las efemérides relacionadas con la salud de nuestro mundo, sin duda la más consolidada es la que aprovecha el contundente 21 de marzo, arranque de la primavera, para que nos acordemos de los bosques. Otras veintitantas fechas vagan melancólicamente buscando un hueco en el marasmo de días mundiales. Si acaso, sólo el 22 de abril, día de la Tierra, provoca movilizaciones importantes. Que el 29 de diciembre sea el día mundial de la Biodiversidad no parece gozar de una buena fecha. En primer lugar porque sería más apropiado hacerlo una jornada antes, es decir, el día de los Inocentes, ya que de una matanza indiscriminada de no culpables se trata: sólo que de la máxima actualidad y arreciando. Tampoco es buen momento para recordar la acelerada extinción de las especies porque pasa demasiado inadvertida en el fragor navideño. Además ni los medios de comunicación, ni los de recepción, todos nosotros, andamos ahora dispuestos a recordar que nuestro éxito, como especie, se salda con el fracaso total de buena parte de la creatividad de lo espontáneo. Lamento pues abrumarles con lo irreparable, con las cifras más cruentas en materia ambiental. Además son tan ambiguas como el mismo futuro de todo ser viviente. Sencillamente no conocemos la cuantía exacta de lo que destruimos porque apenas conocemos lo que tenemos. Perdón, pues, por traerles a la memoria lo que la memoria de los humanos aún no ha incorporado. Me refiero a que nuestro planeta está poblado por multiplicidades encadenadas. Acaso vivan en él unos 111 millones de especies de plantas y de animales. Acaso sean cinco o 10 veces menos. Sólo podemos estar seguros de que cada día descubrimos unos cuantos seres nuevos, con lo que, según los máximos expertos, en el año 2000 nos acercaremos a la portentosa cifra de conocer aproximadamente el 1% de la vida del planeta. No resulta menor nuestra ignorancia sobre lo que destruimos, además irreversiblemente. Pero sabemos que más de un animal o planta desaparecen cada hora. E invariablemente eran más antiguos que nosotros y en sus cuerpos se escondían infinidad de respuestas a nuestra curiosidad y a nuestras necesidades. Son elementos insustituibles de la cultura del Planeta. Se acaban, en cualquier caso, 15.000 veces más deprisa que en cualquier otro momento de la historia de la vida. Y como, insisto, muchas lo hacen sin que siquiera fueran descritas por la ciencia, su reconstrucción resulta un imposible absoluto.
Pero hay poderosas fuerzas que están actuando en la dirección contraria. Caben serias esperanzas de rectificación. Ante todo porque se ha convertido en uno de los temas a debate, dentro del campo de la filosofía moral, el que entendamos que la defensa multiplicidad biológica nos hace más humanos y no menos. Y que sólo por eso tiene un inmenso valor en sí misma y para nosotros, tanto desde la perspectiva utilitarista como desde el punto de vista ético. Véase sin ir más lejos el excelente repertorio de sólidos argumentos puestos a nuestra disposición por Jesús Mosterín en su reciente libro Vivan los animales.
Es más, desde que se ha desentrañado por completo el primer código genético completo hemos descubierto el íntimo parentesco que realmente existe entre todos los organismos vivos y que anticiparon intuitivamente, entre otros, el budismo, Francisco de Asís y Jeremy Benthan. Pero no podemos recordar la extinción masiva sin mencionar que equivale milimétricamente con ese mal que tanto nos aterra. El Alzheimer no es más que la pérdida de lo que más nos hace, es decir, la memoria, que no es sólo el espacio del recuerdo sino de buena parte de los sentimientos. Es la que nos informa de quiénes somos, qué hicimos y qué sabemos. Pues bien, la erosión de la multiplicidad biológica de este planeta no es más que la destrucción, lenta y constante, de la sabiduría del mismo: un Alzheimer colectivo que destruye lo que además no tenía más fin que el aprender a que la vida dure y nos dure.
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