Cómo no estar cansado a esa edad, después de tantos años de un trabajo tan asiduo, tan inmenso, tan incierto
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 17 NOV 2012 - El País
Hay un momento en que un novelista que percibía muy bien el pulso de su tiempo y se nutría de él para inventar sus ficciones parece perder ese latido que hasta entonces se había confundido sin esfuerzo con el suyo propio. Entonces se refugia en evocaciones más o menos lujosas o nostálgicas de su pasado, o de otros pasados ajenos o más lejanos que lo seducen porque en ellos no parecen existir los agrios conflictos o las realidades fragmentadas y confusas del presente, y porque en esos mundos apartados quedan más verosímiles los estereotipos que ahora urde en vez de personajes una imaginación fatigada.
Les pasa también a los directores de cine, y el efecto es todavía más evidente, porque el cine tiene más capacidad de inmediatez que la literatura. Aunque sigan viviendo en la misma ciudad que retrataban en otros tiempos y que convertían sin aparente esfuerzo en espacio de fábulas contemporáneas, prefieren encerrarse en los hangares de los estudios para reconstruir en ellos con meticulosidad enfermiza escenarios del pasado en los que la intención de autenticidad se confunde con el amontonamiento barroco. Extenuada o perdida la inspiración, queda el amaneramiento y el exhibicionismo de la técnica. Ajeno al mundo que probablemente ya le fatigaba o estaba dejando de entender Fellini se perdía en los laberintos fastuosos y cada vez más opresivos que se hacía construir en Cinecittà: daba igual que fingieran la Roma imperial, la Venecia de Casanova, un transatlántico de lujo de la época del Titanic. Una deriva semejante ha seguido Martin Scorsese, que se había educado admirando el nervio callejero de los directores italianos, y que nos ha dejado el retrato indeleble de la luz sucia de Nueva York en los años setenta, la cualidad lívida de las caras y las cosas bajo los neones excesivos de las cafeterías abiertas toda la noche y la negrura amenazadora y fronteriza que comenzaba entonces al otro lado de casi todas las esquinas, tan sólo un paso más allá de la claridad rojiza de las farolas. Ahora Scorsese hace recreaciones de época que tienen toda la pompa de los decorados de ópera de Franco Zeffirelli.Pero también Rossellini, que había prácticamente inventado la mirada contemporánea en el cine, que había rodado casi sin medios y convertido en ficciones los hechos acuciantes del final de la guerra casi al mismo tiempo y al mismo ritmo en el que sucedían, acabó dirigiendo solemnidades pedagógicas sobre el proceso de Sócrates o la corte de Luis XIV en Versalles.
(Un caso distinto era Visconti: para él la historia del siglo anterior formaba parte del ahora: en su imaginación narrativa y visual los dramas suntuosos del tiempo de la independencia de Italia explicaban el origen de todo lo que había venido después, como para Faulkner la vergüenza irreparable de la esclavitud había seguido infectando la vida en el Sur. En los dos casos el pasado no es un refugio contra las inclemencias del presente, sino la fosa abierta de una excavación en la que siguen encontrándose los despojos de un crimen).
Algunas veces, en los últimos años, leyendo con desilusión creciente algunas de las novelas que publicaba Philip Roth, he pensado en el maleficio de estos directores de cine. El Newark de su infancia y de su primera juventud había sido el territorio central de una serie de novelas en las que se examinaba, con una especie de furiosa lucidez, con una capacidad asombrosamente terrenal de rememoración e invención, las vidas de dos generaciones de judíos americanos, no ya los emigrantes llegados de Europa sino los hijos y los nietos: la generación que había empezado a americanizarse en las escuelas públicas pero todavía hablaba yídish y raramente llegaba a la universidad y sobre todo la siguiente, la del propio Roth; esa fue la primera que no sufrió las barreras invisibles o explícitas del antisemitismo, la que fue a universidades sin cuotas limitadas para judíos y además se hizo adulta en la atmósfera de emancipación y ruptura de los años sesenta, la que ya no habló yídish y se marchó muy lejos de los barrios de emigrantes a los que habían llegado sus abuelos y en los que nacieron sus padres.
El mejor Roth es el cronista de ese mundo, de las personas modeladas por ese tránsito de los tiempos y de las generaciones: los que soñaban con irse, los que se asfixiaban, los que se quedaban atrás, los que se sometían, los que se rebelaban, los que salían adelante y los que caían aplastados, los que sucumbían a la ruina o a la deshonra, los aniquilados por la pura mala suerte.
Quizás fue en La conjura contra América —la grandilocuencia del título lo hacía a uno desconfiar— donde se produjo una mutación. Por primera vez la nostalgia endulzaba lo que hasta entonces había contado sin rastro de sentimentalismo una imaginación fielmente alimentada por la claridad de la memoria. Philip Roth se tomaba el trabajo de inventar una historia alternativa en la que un presidente nazi marginaba y despojaba de sus derechos civiles a los judíos de Estados Unidos sin mencionar ni por un momento que en el país real de esa misma época muchos millones de personas eran marginados y perseguidos por ser negros, y desde luego carecían de derechos civiles. La familia, la comunidad judía, ya no eran el cogollo asfixiante del que hacía falta huir a toda prisa y fuera como fuera: ahora aparecían como los pilares de un orden protector y benéfico, de lazos firmes y valores seguros, amparado al final por los símbolos restablecidos de la legalidad americana. Los retratos de Philip Roth habían tenido a veces una crudeza y un estremecimiento como de Lucien Freud. Ahora parecían ilustraciones deNorman Rockwell.
Cuando narraba el presente, en una tras otra de sus novelas, se concentraba con un éxtasis monótono en la primacía de la enfermedad, de la ruina y la muerte. El paraíso estaba infaliblemente en el pasado. Empecé a leer Némesis y me aburrió pronto la reconstrucción demasiado evidente del Newark intacto, anterior al deterioro y a las imperfecciones de la realidad y del presente, invocado no por el flujo azaroso de la memoria sino por una pericia como de esos directores artísticos que saben ambientar tan bien las películas en los años cuarenta: la calle central del barrio con sus pequeños negocios y sus tiendas, con gente amable en las aceras, la cafetería con un jukebox en el que suena oportunamente I’ll Be Seeing You, momento que aprovecha el narrador para contarnos que era una canción muy popular en la época, etcétera.
Ahora Philip Roth dice que se retira, casi a los 79 años, que no escribirá más novelas, que ni siquiera hablará de ellas. Cómo no estar cansado a esa edad, después de tantos años de un trabajo tan asiduo, tan inmenso, tan incierto. Yo sólo quisiera que alguna vez, ya sin prisa, sin la urgencia de escribir una novela, la Gran Novela, la Gran Novela Americana, Philip Roth se deje llevar por un aire de inspiración, por la libertad y la desvergüenza y la liviandad casi póstumas de algunos grandes viejos, y nos vuelva a contar una historia verdadera y perfecta.
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