JOSÉ MARÍA GUELBENZU 17/05/2008
Pocos gigantes de la literatura han sido tan menospreciados en vida como lo fue Herman Melville. Tras sus dos primeros éxitos relativos, Typee y Omú (Alba, 1999), su vida literaria fue casi siempre cuesta abajo. A las dos novelas antedichas le siguió una extraña fantasía, Mardi, que desconcertó tanto a críticos y a lectores como al mismo Melville que, sin embargo, se rehizo ante su público con dos narraciones marineras: esta que comentamos, Redburn, en la que relata de modo más o menos autobiográfico su primera embarcada, y Chaqueta blanca (Alba, 1998). Detrás vendrían: una de las cumbres de la literatura de todos los tiempos, Moby Dick o La ballena, que fue acogida con indiferencia; la singular y extraordinaria Pierre o las ambigüedades (Alfaguara, 2002), que acabó de echar por tierra su ya mermado prestigio, y sus prodigiosos y arriesgados relatos, como los reunidos en los Tales of the Piazza ('La Piazza', 'Bartleby', 'El campanario', 'El vendedor de pararrayos', 'Las encantadas' y 'Benito Cereno'), entre otros. Excepto 'Las encantadas' (Berenice, 2008) y 'Benito Cereno' (Cátedra, 1998), todos sus relatos están reunidos en Cuentos completos (Alba, 2006). Agobiado por las deudas y el mantenimiento de la familia, acabó consiguiendo un puesto de inspector de aduanas en los muelles de Nueva York. Aún escribiría otro relato soberbio, Billy Budd (Cátedra, 1998), que no llegó a publicar en vida.
Entre los recuerdos asoma de pronto un cuadro que contiene la "estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones..."
Redburn -primera traducción al castellano- es un relato de iniciación que se apoya en su experiencia personal a bordo del St. Lawrence en la ruta Nueva York- Liverpool-Nueva York. Este viaje fue su primer contacto con el mar como marinero y podemos dividirlo en tres partes. La primera cuenta su trabajoso descubrimiento de la vida en el mar; la segunda, su estancia en Liverpool -con una escapada a Londres-, y la tercera es el viaje de regreso llevando a bordo un gran número de inmigrantes. Y en este libro es donde empieza a dibujarse la legendaria figura del único que quedó para contar la aventura de la ballena blanca.
El comienzo recuerda al niño del poema de Baudelaire que trata de imaginar el mundo a través de los mapas. El joven Redburn, hijo de un caballero arruinado y él mismo en un lamentable estado de precariedad, se embarca por necesidad y por sueño. La descripción de tal estado no admite concesiones; no hay un ápice de retórica, pinta las cosas como son y prende la atención de inmediato por su fiabilidad. No tendremos duda sobre lo que espera al muchacho, pero, por eso mismo, la poderosa verosimilitud del estilo nos empuja a leer más: no hay misterio en el desarrollo de la historia sino en cada uno de los avatares de la misteriosa iniciación a la vida. El relato de la partida, la primera salida al mar y la primera salida de América arrancan con una fuerza de convicción que allana y estimula la lectura. En esta novela semibiográfica no hay intriga encadenada propiamente dicha, pero tiene al lector siempre pendiente del relato por su capacidad de atender a lo significativo de la sucesión de hechos que pasan como estampas ante los ojos del lector; la mayoría de ellos (la conciencia de la extensión del océano, el primer cruce con otro barco en la inmensidad del mar...) contienen un alto valor simbólico, marca de la casa.
Redburn es un muchacho educado y puritano y de los sucesos extraerá siempre consecuencias morales y de comportamiento. Asimismo, Melville muestra su gusto por traer a la historia información interesante y minuciosa de todo orden sobre aquello donde se posa la mirada del chico, sea el oficio del mar o los objetos que descubre o las peculiaridades de la gente con la que convive. De este modo de hacer dará sobrada muestra en Moby Dick. Por cierto, entre los recuerdos asoma de pronto un cuadro en el salón de su casa que contiene la "estampa de una enorme ballena, tan grande como un barco y cubierta de arpones...".
La segunda parte muestra su estancia en Liverpool, que empieza con un chasco encantadoramente propio de un chico provinciano que nunca antes había salido de su casa: trata de conocer la ciudad siguiendo una vieja guía de su padre viajero celosamente guardada y releída y descubre que ya nada está en su sitio. Las descripciones de Liverpool transmiten su curiosidad y arrojo, cuyo motor es el deseo de conocer; son, en parte, de corte dickensiano, con algunas escenas formidables, como la estremecedora historia del pasaje Lancelot o un viaje a Londres que parece propio del más admirable folletón gótico. Son relatos de miseria, trapacería, perversión, ingenuidad, envilecimiento, pillería... Pero Redburn es un chico decente que juzga con severidad a las malas personas y se alegra y es generoso con los desgraciados. En su boca pone Melville reflexiones sobre el funcionamiento de la sociedad, las relaciones humanas, las leyes... perfectamente insertas en el cuadro de vida que despliega ante nuestros ojos.
El viaje de vuelta es menos tenso, en lo personal, que el de ida, porque ya está más impuesto en las leyes y la vida del mar. Aquí, con gran astucia, hace entrar a un personaje que es su contrafigura, lo que revela su instinto narrativo. Harry Bolton, un joven frívolo, desenvuelto en la buena sociedad pero sin un céntimo por su mala cabeza, fantasmón y simpático, se hace querer por Redburn y se convierten en compañeros de aventura. Bolton decide volver con Redburn a América... y ahí veremos la utilidad de ese contraste entre ambos para completar el carácter de nuestro héroe.
Redburn surge como una narración iniciática, muy pegada al mar, en la línea de un Richard Dana, pero en la que ya asoman tanto el mundo como esa cualidad formidable de Melville que es su capacidad de creación basada en lo simbólico, determinante en la lucha del héroe obsesionado y desgraciado contra la representación del mal en la naturaleza que representa la ballena blanca. Por cierto, que es de justicia aprovechar este comentario para advertir sobre la existencia de una edición de Moby Dick que tiene vocación de canónica por su justeza y el magnífico aparato informativo que la rodea. Me refiero a la edición y traducción de Fernando Velasco (Akal, 2007).
Y a este respecto, no me resisto a plantear una duda: la traducción de Moby Dick comienza como todas, con ese solemne y plural "Llamadme Ismael". La pregunta es: ¿a quién se dirige el náufrago? ¿A una cofradía de oyentes? ¿A una asamblea? No. El único interlocutor de Melville y de su personaje es el lector individual. ¿Por qué, entonces, no traducir ese "Call me Ishmael" por "Llámame Ismael"? -
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