Siguieron adelante, metiéndose en el barro; comenzaba a llover de
nuevo. Propuso Manuel entrar en la taberna de la Blasa, y por la escalera
del paseo Imperial bajaron a la hondonada de las Injurias. La taberna
estaba cerrada. Entraron en una callejuela. Los pies se hundían en el
barro y en los charcos. Vieron una casucha con la puerta abierta y
entraron. El Hombre-boa encendió una cerilla. La casa tenía dos cuartos
de un par de metros en cuadro. Las paredes de aquellos cuartuchos
destilaban humedad y mugre; el suelo, de tierra apisonada, estaba
agujereado por las goteras y lleno de charcos. La cocina era un foco de
infección: había en medio un montón de basura y de excrementos; en los
rincones, cucarachas muertas y secas.
Por la mañana salieron de la casa. El día se presentaba húmedo y
triste; a lo lejos, el campo envuelto en niebla. El barrio de las Injurias se
despoblaba; iban saliendo sus habitantes hacia Madrid, a la busca, por
las callejuelas llenas de cieno; subían unos al paseo Imperial, otros
marchaban por el arroyo de Embajadores.
Era gente astrosa: algunos, traperos; otros, mendigos; otros, muertos
de hambre; casi todos de facha repulsiva. Peor aspecto que los hombres
tenían aún las mujeres, sucias, desgreñadas, haraposas. Era una basura
humana, envuelta en guiñapos, entumecida por el frío y la humedad, la
que vomitaba aquel barrio infecto. Era la herpe, la lacra, el color amarillo
de la terciana, el párpado retraído, todos los estigmas de la enfermedad
y de la miseria.
-Si los ricos vieran esto, ¿eh? -dijo don Alonso.
-¡Bah! , no harían nada -murmuró Jesús.
-¿Por qué?
-Porque no. Si le quita usted al rico la satisfacción de saber que
mientras él duerme otro se hiela y que mientras él come otro se muere
de hambre, le quita usted la mitad de su dicha.
-¿Crees tú eso? -preguntó don Alonso, mirando a Jesús con asombro.
-Sí. Además, ¿qué nos importa lo que piensen? Ellos no se ocupan de
nosotros; ahora dormirán en sus camas limpias y mullidas,
tranquilamente, mientras nosotros...
Hizo un gesto de desagrado el Hombre-boa; le molestaba que se
hablara mal de los ricos.
Salió el sol; un disco rojo sobre la tierra negra; luego, a las
escombreras de la Fábrica del Gas de encima de las Injurias comenzaron
a llegar carros y a verter cascotes y escombros. En las casuchas de la
hondonada, alguna que otra mujer se asomaba a la puerta con la colilla
del cigarro en la boca.
Una noche, el sereno de las Injurias sorprendió a los tres hombres en
la casa desalquilada y los echó de allí.
Los días siguientes, Manuel y Jesús -el titiritero había desaparecido- se
decidieron a ir al asilo de las Delicias a pasar la noche. Ninguno de los
dos se preocupaba en buscar trabajo. Llevaban ya cerca de un mes
vagabundeando, y un día en un cuartel, al siguiente en un convento o en
un asilo, iban viviendo.
La primera vez que Jesús y Manuel durmieron en el Asilo de las
Delicias fue un día de marzo.
Cuando llegaron al asilo no se había abierto aún. Aguardaron
paseando por el antiguo camino de Yeseros. Se internaron por los
campos próximos, en los que se veían casuchas miserables, a cuyas
puertas jugaban al chito y al tejo algunos hombres y pululaban
chiquillos andrajosos.
Eran aquellos andurriales sitios tristes, yermos, desolados; lugares de
ruina, como si en ellos se hubiese levantado una ciudad a la cual un
cataclismo aniquilara. Por todas partes se veían escombros y cascotes,
hondonadas llenas de escorias; aquí y allí alguna chimenea de ladrillo
rota, algún horno de cal derruido. Sólo a largo trecho se destacaba una
huerta con su noria; a lo lejos, en las colinas que cerraban el horizonte,
se levantaban barriadas confusas y casas esparcidas. Era un paraje
intranquilizador; por detrás de las lomas salían vagos de mal aspecto en
grupos de tres y cuatro.
Por allá cerca pasaba el arroyo Abroñigal, en el fondo de un barranco,
y Manuel y Jesús lo siguieron hasta un puente de ladrillo llamado de los
Tres Ojos.
Volvieron al anochecer. El asilo estaba ya abierto. Se encontraba a la
derecha, camino de Yeseros arriba, próximo a unos cuantos cementerios
abandonados. El tejado puntiagudo, las galerías y escalinatas de
madera, le daban aspecto de un chalet suizo. En el balcón, en un letrero
sujeto al barandado; se leía: «Asilo Municipal del Sur». Un farol de cristal
rojo lanzaba la luz sangrienta en medio de los campos desiertos.
Manuel y Jesús bajaron varios escalones; en una taquilla, un
empleado que escribía en un cuaderno les pidió su nombre, lo dieron y
entraron en el asilo. La parte destinada a los hombres tenía dos salas,
iluminadas con mecheros de gas, separadas por un tabique, las dos con
pilares de madera y ventanucas altas y pequeñas. Jesús y Manuel
cruzaron la primera sala y entraron en la segunda, en donde a lo largo,
sobre unas tarimas, había algunos hombres. Se tendieron también ellos
y charlaron un rato...
Iban entrando mendigos, apoderándose de las tarimas, colocadas en
medio y junto a las columnas. Dejaban, los que entraban, en el suelo sus
abrigos, capas llenas de remiendos, elásticas sucias, montones de
guiñapos, y al mismo tiempo latas llenas de colillas, pucheros y cestas.
Los parroquianos pasaban casi todos a la segunda sala.
-Aquí no corre tanto aire -dijo un viejo mendigo que se preparaba a
tenderse cerca de Manuel.
Unos cuantos golfos de quince años hicieron irrupción en la sala, se
apoderaron de un rincón y se pusieron a jugar al cané.
-¡Qué tunantes sois! -les gritó el viejo mendigo vecino de Manuel-.
Hasta aquí tenéis que venir a jugar, ¡leñe!
-¡Ay, con lo que sale ahora el arrugado! -replicó uno de los golfos.
-Cállese usted, ¡calandria! Si se parece usted a don Nicanor tocando el
tambor -dijo otro.
-¡Granujas! ¡Golfos! -murmuró el viejo con ira.
Manuel se volvió a contemplar al iracundo viejo. Era bajito, con barba
escasa y gris; tenía los ojos como dos cicatrices y unas antiparras negras
que le pasaban por en medio de la frente. Vestía un gabán remendado y
mugriento, en la cabeza una boina y encima de ésta un sombrero duro
de ala grasienta. Al llegar, se desembarazó de un morral de tela y lo dejó
en el suelo.
-Es que estos granujas nos desacreditan explicó el viejo-; el año pasado
robaron el teléfono del asilo y un pedazo de plomo de una cañería.
Manuel paseó la vista por la sala. Cerca de él, un viejo alto, de barba
blanca, con una cara de apóstol, embebido en sus pensamientos,
apoyaba la espalda en uno de los pilares; llevaba una blusa, una
bufanda y una gorrila. En el rincón ocupado por los golfos descarados y
fanfarrones se destacaba la silueta de un hombre vestido de negro, tipo
de cesante. En sus rodillas apoyaba la cabeza un niño dormido, de cinco
o seis años.
Todos los demás eran de facha brutal: mendigos con aspecto de
bandoleros; cojos y tullidos que andaban por la calle mostrando sus
deformidades; obreros sin trabajo, acostumbrados a la holganza, y entre
éstos algún tipo de hombre caído, con la barba larga y las guedejas
grasientas, al cual le quedaba en su aspecto y en su traje, con cuello,
corbata y puños, aunque muy sucios, algo de distinción; un pálido reflejo
del esplendor de la vida pasada.
La atmósfera se caldeó pronto en la sala, y el aire impregnado de olor
de tabaco y de miseria, se hizo nauseabundo.
Manuel se tendió en su tarima y escuchó la conversación que
entablaron Jesús y el mendigo viejo de las antiparras. Era éste un
pordiosero impenitente, conocedor de todos los medios de explotar la
caridad oficial.
A pesar de que andaba siempre rondando de un lado a otro, no se
había alejado nunca más de cinco o seis leguas de Madrid.
-Antes se estaba bien en este asilo -explicaba el viejo a Jesús-; había
una estufa; las tarimas tenían su manta, y por la mañana a todo el
mundo se le daba una sopa.
-Sí, una sopa de agua -replicó otro mendigo joven, melenudo, flaco y
tostado por el sol.
-Bueno, pero calentaba las tripas.
El hombre decente, disgustado, sin duda, de encontrarse entre la
golfería, tomó al chico entre sus brazos y se acercó al lugar ocupado por
Jesús y Manuel y terció en la conversación contando sus cuitas. Dentro
de lo triste, era cómica su historia.
Venía de una capital de provincia, dejando un destinillo, creyendo en
las palabras del diputado del distrito, que le prometió un empleo en un
Ministerio. Se pasó dos meses detrás del diputado y se encontró al cabo
de ellos en la miseria y en el desamparo más grande. Mientras tanto,
escribía a su mujer dándole esperanzas.
El día anterior le habían despachado de la casa de huéspedes, y
después de correr medio Madrid y no encontrando medio de ganar una
peseta, fue al Gobierno Civil y pidió a un guardia que les llevara a su hijo
y a él a un asilo. «No llevo al asilo sino a los que piden limosna», le dijo
el guardia. «Yo voy a pedir limosna -le contestó él con humildad-; puede
usted llevarme.» «No; pida usted limosna, y entonces le cogeré.»
Al hombre se le resistía pedir; pasaba un señor, se acercaba con su
hijo, se llevaba la mano al sombrero, pero la petición no salía de su boca.
Entonces el guardia le había aconsejado que fuera al asilo de las
Delicias.
-Pues si le llegan a coger, no adelanta usted nada -dijo el de los
anteojos-; le habrían llevado al Cerro del Pimiento y allá se habría usted
pasado el. día sin probar la gracia de Dios.
Y luego, ¿qué habrían hecho conmigo? -preguntó la persona decente.
-Echarlo fuera de Madrid.
-Pero ¿no hay sitios por ahí para pasar la noche? -dijo Jesús.
-La mar -contestó el viejo-, por todas partes. Ahora que en el invierno
se tiene frío.
-Yo he vivido -añadió el mendigo joven- más de medio año en
Vaciamadrid, un pueblo que está casi deshabitado; un compañero mío y
yo encontramos una casa cerrada y nos instalamos en ella. Vivimos unas
semanas al pelo. Por las noches íbamos a la estación de Arganda; con
una barrena hacíamos un agujero en un barril de vino, llenábamos la
bota y después tapábamos el agujero con pez.
-¿Y por qué se fueron ustedes de allí? -preguntó Manuel.
-La Guardia Civil nos sintió y tuvimos que escaparnos por las
ventanas. Maldito si yo no estaba cansado ya de aquel rincón. A mí me
gusta andar por esos caminos, una vez aquí, otra vez allá. Se encuentra
uno con gente que sabe, y se va uno ilustrando...
-¿Y usted ha andado mucho por ahí?
-Toda mi vida. Yo no puedo gastar más que un par de alpargatas en un
pueblo. Me entra una desazón cuando estoy en el mismo sitio, que tengo
que echar a andar. ¡Ah! ¡El campo! No hay cosa como eso. Se come donde
se puede; el invierno es malo, ¡pero el verano! Se hace uno una cama de
tomillo debajo de un árbol y se duerme uno allá tan ricamente, mejor que
el rey Luego, como las golondrinas, sé va uno donde hace calor.
El viejo de las antiparras, desdeñando lo que decía el vagabundo joven,
indicó a Jesús los rincones que había en las afueras.
Adonde suelo yo ir cuando hace buen tiempo es a un campo santo que
hay cerca del tercer depósito. Allá hay unas casas donde iremos esta
primavera.
Manuel oyó confusamente el final de la conversación y se quedó
dormido. A media noche se despertó al oír unas voces. En el rincón de la
golfería, dos muchachos rodaban por el suelo y luchaban a brazo
partido.
-Te daré dinero -murmuraba uno entre dientes.
-Suelta, que me ahogas.
El mendigo viejo, que se había despertado, se levantó furioso, levantó
el garrote y dio un golpe en la espalda a uno de ellos. El caído se irguió
bramando de coraje.
-Ven ahora, ¡cochino! ¡Hijo de la grandísima perra! -gritó.
Se abalanzaron uno sobre el otro, se golpearon y cayeron los dos de
bruces.
-Estos granujas nos están desacreditando -exclamó el viejo.
Un guardia restableció el orden y expulsó a los alborotadores. Volvió a
tranquilizarse el cotarro y no se oyeron más que ronquidos sordos y
sibilantes...
Por la mañana, antes de amanecer, cuando se abrieron las puertas del
asilo, salieron todos los que habían pasado allí la noche y se
desparramaron al momento por aquellos andurriales.
Manuel y Jesús siguieron la calle de Méndez Álvaro. En los andenes de
la estación del Mediodía brillaban los focos eléctricos como globos de luz
en el aire negro de la noche.
De las chimeneas del taller de la estación salían columnas apretadas
de humo blanco; las pupilas rojas y verdes de los faros de señales
lanzaban un guiñó confidencial desde sus altos soportes; las calderas en
tensión de las locomotoras bramaban con espantosos alaridos.
Temblaban las luces mortecinas de los distanciados faroles de ambos
lados de la carretera. Se entreveían en el campo, en el aire turbio y
amarillento como un cristal esmerilado, sobre la tierra sin color, casacas
bajas, estacadas negras, altos palos torcidos de telégrafos, lejanos y
oscuros terraplenes por donde corría la línea del tren. Algunas
tabernuchas, iluminadas por un quinqué de luz lánguida, estaban
abiertas... Luego ya, a la claridad opaca del amanecer, fue apareciendo a
la derecha el ancho tejado plomizo de la estación del Mediodía, húmedo
de rocío; enfrente, la mole del Hospital General, de un color ictérico; a la
izquierda, el campo yermo, las eras inciertas, pardas, que se alargaban
hasta fundirse en las colinas onduladas del horizonte bajo el cielo
húmedo y gris, en la enorme desolación de los alrededores madrileños...
Magnífica descripción de los bajos fondos del Madrid de la época. Baroja en estado puro.
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