Al acercarse el período de la coronación, los periódicos, por hablar de algo, dijeron que se preparaban a venir a Madrid policías extranjeros por si llegaban anarquistas con fines siniestros.
Al leer esto hubo un hombre que pensó que la tal noticia podía valer dinero. Este hombre no era un hombre vulgar, era Silvio Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol.
Entre los muchos Fernández, más o menos ilustres del mundo, Fernández Trascanejo, el hombre de la Puerta del Sol, era indudablemente el más conocido. No había mas que preguntar por él en la acera del café Oriental, en cualquiera de esos clubs al aire libre que en la Puerta del Sol se forman junto a los urinarios; todo el mundo le conocía.
Trascanejo era un hombre alto y barbudo, con un sombrero blando de ala ancha a lo mosquetero que le cubría media cara, una chaqueta de alpaca en verano, un abrigo seboso en invierno, y en las dos estaciones, una sonrisa suntuosa y un bastón.
Era un desharrapado que se las echaba de marqués.
-No me gustan los términos medios, ¿está usted? -decía-: o voy hecho un andrajoso, o elegante hasta el paroxismo.
El hombre de la Puerta del Sol vestía y calzaba indudablemente de prestado, y el que le prestaba las ropas debía ser más grueso que él, porque siempre estaba holgado en ellas; pero en cambio, el donador tenía el pie más pequeño, porque a Trascanejo los tacones le caían hacia la mitad de la planta del pie, con lo cual solía caminar a modo de bailarina. Trascanejo no trabajaba, no había trabajado nunca. ¿Por qué?
Un sociólogo de estos que ahora se estilan me ha dicho en secreto que piensa escribir una memoria para demostrar, casi científicamente, que el 80 al 90 por 100 de la golfería en España, literatos, cómicos, periodistas, políticos, etc., proviene en línea directa de los hidalguillos de las aldeas españolas en el siglo XVII y XVIII. La tendencia a la holganza, según el tal sociólogo, se ha transmitido pura e incólume de padre a hijos, y, según él, la clase media española es una prolongación de esta caterva de hidalgos de gotera, hambrones y gangueros.
Trascanejo era hidalgo a cuatro vientos, y por eso no trabajaba; su familia había tenido casa solariega y un escudo, con más cuarteles que Prusia, entre los cuales había un jefe que representaba tres conejos en campo de azur.
El hidalgo se pasaba el día en ese foro que tenemos en el centro de Madrid, al que llamamos Puerta del Sol.
Siempre tenía este hombre, que era un pozo de embustes y de malicias, alguna noticia estupenda para solazar a sus amigos íntimos.
-Mañana se subleva la guarnición de Madrid -decía con gran misterio-.
Tenga usted cuidado. Están comprometidos la Montaña, San Gil y algunos sargentos de los Docks. ¿Tiene usted un Pitillo? Yo iré a la estación del Mediodía con los de los barrios bajos.
Este hombre, almacén de noticias falsas, que anunciaba revoluciones y pedía cigarros, tenía una vida interesante. Vivía con su novia, señorita ya vieja, entre cuero y mojama, y la madre de ella, señora pensionista, viuda de un militar. Con la pensión y con lo que trabajaban las dos damas, pasaban con cierta holgura y hasta tenían bastante para convidar a comer a Silvio a diario.
Cada día este hombre, de una imaginación volcánica, preparaba un nuevo embuste para explicar que no le hubiesen dado un cargo de gobernador o de cosa parecida, y ellas le creían y tenían confianza en él.
El hombre de la Puerta del Sol, que en la calle era el prototipo del hablar cínico, desvergonzado e insultante, en casa de su novia era un hombre delicado, tímido, que trataba a su prometida y a la madre de ella con un gran miramiento. Entre la señorita ya acartonada y el golfo callejero se había desarrollado desde hacía veinte años un amor platónico y puro. Algún beso en la mano y una porción de cartas, ya arrugadas, eran las únicas prendas cambiadas de su amor.
Silvio había cobrado algunas veces-por servicios prestados a la policía, y la noticia de los posibles atentados anarquistas le puso en guardia.
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