Langairiños, el Superhombre, pertenecía a la redacción de Los Debates, pero sólo en una parte alícuota, pues sus producciones geniales se estampaban en los nueve sapos nacidos en los sótanos de la imprenta de Sánchez Gómez.
Indudablemente, es hora de presentar a Langairiños. Le llamaban, en broma, los periodistas el Superhombre, y, abreviando, el Súper, porque siempre estaba hablando del advenimiento del superhombre de Nietzsche, sin comprender que, en broma y todo, no le hacían más que justicia.
Era lo más alto, lo más excelso de la redacción; unas veces se firmaba Máximo; otras, Mínimo; pero su nombre, su verdadero nombre, el que inmortalizaba diariamente, y diariamente, cada vez más, en Los Debates o en El Tiempo, en El Mundo o en El Radical, era Ernesto Langairiños. ¡Langairiños! Nombre dulce y sonoro, algo así como una brisa fresca una tarde de verano. ¡Langairiños! Un sueño.
El gran Langairiños tenia entre treinta y cuarenta años; abdomen pronunciado, nariz aquilina y barba negra, fuerte y tupida.
Algún imbécil de los que le odiaban, al verle tan vertebrado y cerebral; algunas de esas serpientes que tratan de morder en el acero de las grandes personalidades, aseguraba que el aspecto de Langairiños era grotesco, aseveración falsa a todas luces, pues, a pesar de que su indumentaria no reunía las condiciones exigidas por el más estrecho dandismo; a pesar de que casi constantemente sus pantalones mostraban rodilleras y flecos, y sus americanas, constelaciones de manchas; a pesar de todo esto, su elegancia natural, su aire de superioridad y de distinción borraba tan ligeras imperfecciones, bien así como la ola del mar hace desaparecer las huellas en la arena de la playa.
Langairiños ejercía de crítico, y de crítico cruel; sus artículos aparecían al mismo tiempo en nueve periódicos. Su manera impresionista despreciaba esas frases vulgares como la «señorita de Pérez rayó a gran altura», «los caracteres están bien sostenidos en la obra», y otras de la misma clase.
En dos apotegmas reunía aquel superhombre todas las ideas acerca del mundo que le rodeaba; eran dos frases terribles, de una ironía amarga y dislacerante. Que alguno aseguraba que este político, el otro periodista tenían influencia, dinero o talento..., él replicaba: «Sí, sí; ya sé quién dices». Que otro decía que el novelista, el dramaturgo hacían o dejaban de hacer..., él contestaba: «Bueno, bueno; por la otra puerta».
La superioridad del espíritu de Langairiños no le permitía suponer que un hombre que no fuera él valiese más que otro.
Su obra maestra era un articulo titulado «Todos golfos». Se trataba de una conversación entre un maestro del periodismo -él- y un aprendiz de periodista.
Aquel derroche de sal ática terminaba con este rasgo de humor:
El aprendiz. -Hay que tener principios.
El maestro. -En la mesa.
El aprendiz. -Hay que decir las cosas con verdadera crudeza al país.
El maestro. -Se le van a indigestar. Acuérdese usted de los garbanzos de la casa de huéspedes.
El Superhombre escribía siempre así, de un modo terrible, shakesperiano.
A consecuencia del desgaste cerebral producido por sus trabajos intelectuales, el Súper se encontraba neurasténico, y para curar su enfermedad tomaba glicerofosfato de cal en las comidas y hacía gimnasia.
Manuel recordaba haber oído muchas veces en la casa de huéspedes de doña Casiana una voz sonora que contaba valientemente y sin fatiga el número de flexiones de piernas y de brazos. Veinticinco..., veintiséis, veintisiete, hasta llegar a ciento, y aún más. Aquel Bayardo de la gimnasia se llamaba Langairiños.
Mala hierba (texto en sribd)
Genial retrato de este personaje secundario de la novela. Baroja, maestro de la descripción.
ResponderEliminar