El escritor, filólogo y académico era una de las personas que más sabía del Quijote, Cervantes y la literatura medieval
Es reconocido como maestro de los expertos contemporáneos del tema. Con sus ediciones y estudios sobre el ingenioso hidalgo han crecido las actuales generaciones
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El Quijote, sí, pero también Tirant lo Blanc y hasta el artúrico Perceval, se sienten más huérfanos desde ayer, día en el que el filólogo, romanista, cervantista sin par y miembro de la Real Academia Martí de Riquer falleció a los 99 años en Barcelona, donde tendrá lugar mañana su funeral.
“Me extraña que les interese que hablen de mí”, dijo ante 300 personas durante la presentación de su biografía, en marzo de 2008, en el que fue el último acto público al que asistió antes de recluirse en su casa, languideciendo tan sabia como silenciosamente, con su inseparable pipa y la mirada ausente.
Entre esas paredes quizá revivió su portentosa imaginación, de la que hizo gala desde muy temprana edad el niño Martí, nacido en Barcelona en 1914, nieto del artista Alexandre de Riquer e hijo de Emili de Riquer, cuya pronta muerte le inclinó a la rama materna, lo que explicaría que su lengua fuera el español. “El bilingüismo es conveniente y ventajoso”, diría con los años el filólogo barcelonés, que de joven se había mostrado más catalanista, aunque siempre en lo cultural sobre lo político.
La de Riquer, como la del propio Quijote, era una vida marcada. A pesar de haber cursado comercio, el miembro de la decimoséptima generación de una familia de alto linaje (sobre ella escribió en 1979 la deliciosaQuince generaciones de una familia catalana) solo podía dedicarse a los clásicos de la literatura, a los que llegó desde la colección Araluce titulada Los clásicos al alcance de los niños, regalo de Reyes. Eso explicaría su incursión a principios de los años 30, con un sentido del humor agudísimo, en las letras, con obras de teatro como El triomf de la fonética o, en 1934, el que sería su primer gran trabajo filológico,L’humanisme català.
La Guerra Civil le pilló, claro, en una biblioteca, la del Ateneu Barcelonès. En los primeros meses, se colocó en el servicio de salvamento de Archivos de la Generalitat y desempeñó una labor discreta y eficaz, como todo en él, por interceder para evitar el sulimiento del falangista Lyus Santa Marina, del mismo modo que tras la contienda evitó la depuración de una personalidad como Agustí Duran i Sanpere.
Pero en octubre de 1937 decidió pasarse al bando franquista. “Me resultaba indignante el asesinato de algunos amigos y había cierta afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”, argumentó años después. El destino fue el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, de cuyo himno negó ser autor.
Con la Divina comedia a cuestas, fue serpenteando por una guerra en la que al final acabó perdiendo parte del brazo derecho. Su regreso a Barcelona fue como delegado del Servicio de Propaganda de Falange. Solo necesitó un año, 1941, para encaminar su destino: se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona, donde se quedó como profesor. Nueve años después ya era catedrático, y en 1965, miembro de la Real Academia, creando un ejército de discípulos (Joaquim Molas y Antoni Comas, a quienes legó la continuación de la Historia de la Literatura Catalana; Salvador Clotas...). Ante ellos fue desgranando su trabajos, impecables, sobre los trovadores (en 1948 y ampliado en 1975). También sobre Tirant lo Blanc, pero sobre todo fue autor de una memorable edición del Quijote (1944) y el estudio Para leer a Cervantes(2003), que sostenía que el Quijote era una novela de aventuras cómicas escrita por un competente lector de libros de caballería. También trabajó el de Avellaneda y penetró en el círculo artúrico(Perceval o el cuento del Grial). Esa pasión por lo medieval le llevó a estudiar como pocos la heráldica catalana y castellana o a escribir la maravilla L’anrès del cavaller (1969). Hablando de los torneos medievales y la panoplia del caballero, entusiasta, no dudaba en inclinarse en su sillón para escenificar pormenorizadamente la manera en que el vencedor ultimaba a su oponente caído y cubierto con la armadura.
Nombrado Marqués de Casa Dávalos, considerado por la Casa Real “intelectual afín al régimen y de familia noble y tradición monárquica”, en 1960 pasó a ser profesor del príncipe Juan Carlos, de cuyo consejo privado acabó siendo también miembro y, en 1977, senador por designación real. La Creu de Sant Jordi (1992) y el premio Príncipe de Astúrias (1997) se cuentan entre sus distinciones.
Sus ideas políticas no le impidieron granjearse la admiración de gente tan alejada ideológicamente como Manuel Vázquez Montalbán, que le rindió tributo en su última novela, a lo que Riquer respondió confesando que le hubiera divertido ser personaje de uno de los relatos policiacos del novelista, a ser posible... el asesino. Quizá porque seguramente igual consideraba a los escritores contemporáneos de novela negra como la especie literaria más parecida a un trovador del siglo XXI.
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