No
sé si una de las funciones, pero desde luego uno de los efectos y
grandes ventajas de la ortografía española era, hasta ahora, que un lector, al
ver escrita cualquier palabra que desconociera (si era un estudiante extranjero
se daba el caso con frecuencia), sabía al instante cómo le tocaba decirla o
pronunciarla, a diferencia de lo que ocurre en nuestra hermana la lengua
italiana. Si en ella leemos “dimenticano” (“olvidan”), nada nos indica
si se trata de un vocablo llano o esdrújulo, y lo cierto es que no es lo uno ni
lo otro, sino sobresdrújulo, y se dice “diménticano”. Lo mismo sucede con “dimenticarebbero”
(“olvidarían”), “precipitano”, “auguro” y tantos otros que uno
precisa haber oído para enterarse de que llevan el acento donde lo llevan:
“dimenticarébbero”, “prechípitano”, “áuguro”. Del francés ni hablemos: es imposible
adivinar que lo que uno lee como“oiseaux” (“pájaros”) se ha de
escuchar más o menos como “uasó”. El inglés ya es caótico en este aspecto:
¿cómo imaginar que “break” se pronuncia “breic”, pero “bleak” es
“blic”, y que “brake” es también “breic”? ¿O que la población
que vemos en el mapa como “Cholmondeley” se corresponde en el habla con
“Chomly”, por añadir un ejemplo caprichoso y extravagante, y hay centenares?
Este
considerable obstáculo era inexistente en español –con muy leves excepciones–
hasta la aparición de la última Ortografía de la Real Academia
Española, con algunas de sus nuevas normas. Vaya por delante que se trata de
una institución a la que no sólo pertenezco desde hace pocos años, sino a la
que respeto enormemente y tengo agradecimiento. El trabajo llevado a cabo en
esta Ortografía es serio y responsable y admirable en muchos
sentidos, como no podía por menos de ser, pero algunas de sus decisiones me
parecen discutibles o arbitrarias, o un retroceso respecto a la claridad de
nuestra lengua. Tal vez esté mal que un miembro de la RAE objete públicamente a una
obra que lleva su sello, pero como considero el corporativismo un gran mal
demasiado extendido, creo que no debo abstenerme. Mil perdones.
Lo
cierto es que, con las nuevas normas, hay palabras escritas que dejan dudas sobre
su correspondiente dicción o –aún peor– intentan obligar al hablante a decirlas
de determinada manera, para adecuarse a la ortografía, cuando ha de ser ésta,
si acaso, la que deba adecuarse al habla. Si la RAE juzga una falta, a partir de ahora, escribir
“guión”, está forzándome a decir esa palabra como digo la segunda sílaba de
“acción” o de “noción”, y no conozco a nadie, ni español ni americano (hablo,
claro está, de mi muy limitada experiencia personal), que diga “guion”. Tampoco
que pronuncie “truhán” como “Juan”, que es lo que pretende la RAE al prohibir la tilde y
aceptar sólo “truhan”. De ser en verdad consecuente, esta institución tendría
que quitarle también a ese vocablo la hintercalada (¿qué pinta ahí
si, según ella, se dice “truan” y es un monosílabo?), lo mismo que a “ahumado”,
“ahuyentar” y tantos otros. O, ya puestos, y siguiendo al italiano y a García
Márquez en desafortunada ocasión, ¿por qué no suprimir todas las haches de
nuestra lengua? Los italianos escriben “ipotesi”, “orrore”, “eresia” y “abitare”, el
equivalente a “ipótesis”, “orror”, “erejía” y “abitar”. Y dado que la Academia parece inclinada
a facilitarles las cosas a los perezosos e ignorantes suprimiendo tildes, no
veo por qué no habría de eliminar también las haches. (Dios lo prohíba, con su
hache y su tilde.)
En
cuanto a “guié” o “crié”, si se me vetan las tildes y se me impone “guie” y
“crie”, se me está indicando que esas palabras las debo decir como digo “pie”,
y no es mi caso, y me temo que tampoco el de ustedes. Hagan la prueba, por
favor. Tampoco digo “guió” y “crió” como digo “vio” o “dio”, a lo que se me
induce si la única manera correcta de escribirlas es ahora “guio” y “crio” (en
la Ortografía de 1999 poner o no esas tildes era optativo, y
no alcanzo a ver la necesidad de privar de esa libertad). En cuanto a “riáis” o
“fiáis”, si yo leo “riais” y “fiais”, como ordena la RAE , me arriesgo a creer que
he de pronunciar esas formas verbales igual que la segunda sílaba de “ibais”,
lo cual, francamente, no es así. Y si leo “hui” en vez de “huí”, nada me
advierte que no deba decir esa palabra exactamente igual que la interjección
“huy” (tan frecuente en el fútbol) o que “sí” en francés, es decir, “oui”, es
decir, “ui”. Si un número muy elevado de hablantes percibe todos estos vocablos
como bisilábicos con hiato, y no como monosilábicos con diptongo, ¿a santo de
qué impedirles la opcionalidad en la escritura? La RAE parece tenerle pánico a la
posibilidad de elegir en cuestión de tildes (que es algo menor y que no afecta
a la sacrosanta “unidad de la lengua”). Pero es que además es incongruente en
eso, porque sí permite dicha opcionalidad en “periodo” y “período”, “policiaco”
y “policíaco”, “austriaco” y “austríaco” (yo siempre las escribo sin tilde), lo
mismo que en “alvéolo” y “alveolo”, “evacúa” y “evacua” y otras más. ¿Por qué
no permitir que cada hablante opte por “truhán” o “truhan”, como aún puede
hacerlo (por suerte) entre “solo” y “sólo”, “este” y “éste”, “aquel” y “aquél”?
La posibilidad de seguirles poniendo tildes a estas palabras no es para mí
irrelevante. ¿Cómo saber, si no, lo que se está diciendo en la frase “Estaré
solo mañana”? Si se la escribe en un mail un hombre a su
amante, la diferencia no es baladí: sin tilde significa que estará sin su
mujer; con tilde que mañana será el único día en que estará en la ciudad. No es
poca cosa, la verdad. Por menos ha habido homicidios.
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