sábado, 10 de marzo de 2012

Ardor de caramelo de Alba Paredes


 Os dejo un texto magnífico, muy bello, que ha escrito Alba Paredes, una alumna brillante y de gran sensibilidad de mi tutoría, que me ha dado permiso para publicarlo aquí. Este relato, que transpira amor y dolor por los cuatro costados, lo ha presentado a concurso en Getafe. Espero que tenga muchísima suerte; el que ya la ha tenido he sido yo, que me dejó leerlo.

Entonces me levanté del sofá, sin dejar de observarte, y me senté delante de ti mientras tú seguías enfrascado en tu trabajo.
Un “te amo” pugnaba por salir de mi boca, pero no quería distraerte, así que simplemente me senté delante de ti sin dejar de mirarte.
Yo no podía pensar con claridad, el ventilador que intentaba refrescar la habitación hacía horas que había dejado de cumplir su objetivo, ahora solo conseguía que me embebiera en la dulzura de tu esencia cada vez que el aire movido con el aparato traía consigo tu olor.
Pasaron unos instantes y decidiste levantar la cabeza, y la fuerza de tu mirada me pilló tan desprevenida como siempre. Dudo que nada en el mundo consiguiese que esto dejase de ocurrir. Tus labios se curvaron en una sonrisa perfecta al reparar en el color que habían tomado mis mejillas y no pudiste evitar preguntarme cuál era la causa de ello. Yo no respondí, no porque no quisiera, simplemente porque no podía coordinar ni dos palabras seguidas. Al ver que no te respondía, no sé si consciente, o inconscientemente, empezaste a usar sobre mí todo el poder de tu mirada, y volviste a preguntarme que qué pasaba. Yo estaba demasiado deslumbrada, apenas si podía respirar, y tú no cesabas en tu empeño, al final conseguí reponerme quién sabe cómo, quizá gracias al leve roce de tus dedos sobre mi mano, y, sin previo aviso, el te amo que había estado intentando retenerse escapó en un viaje sin vuelta. Tú volviste a sonreír, y me respondiste que nunca me atreviese a dudar que tú a mí también, por supuesto que tú a mí también, y para siempre. Después y durante un lapso de tiempo que no supe medir, desechamos la palabra como forma de expresión y tomamos la decisión de hablar de nuestro modo. No nos hacía falta más, tu mirada quemaba sobre mi piel, nunca he llegado a entender cómo escondías ese fuego en tus preciosos ojos de caramelo que desde el primer momento me llamaron la atención… ese fuego que terminaría quemándolo todo. 

Y así pasaron las tardes, los días, los meses y los años. Tú te dedicabas  en cuerpo y alma a tu trabajo, mientras  yo, simplemente,  me embelesaba mirándote; era el mejor pasatiempo del mundo, esperar que levantases la mirada y me susurrases un te amo escondido en un huequito de tu sonrisa. 
Pero, no sé por qué todo cambió, algo debió de hacer “clic” dentro de ti, eso o que quizá estaba equivocada, a lo mejor los cuentos de princesa no podían durar para siempre, porque… después de la boda nadie sabía lo que pasaba, a lo mejor el príncipe realmente sólo quería a la princesa porque esta era guapa; pero, en cuanto dejó de serlo, la vio vacía y no quería nada de ella… Será que yo tenía una visión irreal y distorsionada del mundo, quién sabe…  
Pero la cosa es que tus sonrisas que al principio irradiaban un deseo irrefrenable de vivir eternamente juntos habían perdido esa cualidad, ya no eran vivaces, incluso ni siquiera me sonreías. Ahora, cuando me sentaba delante de ti, me increpabas porque te desconcentraba y me mandabas hacer cualquier cosa de la casa, “limpia la cocina, friega los platos, barre…” Empezaste a rehuir mis miradas y mis muestras de cariño, te molestaba hasta mi sola presencia a tu alrededor, pasaste de amarme con locura a ignorarme totalmente, y yo… yo no sabía qué ocurría, no sabía qué hacer. Pasaba horas observándote desde la lejanía, derrochando mares de lágrimas, tormentas de suspiros, amor a raudales, letras en un diario lleno en un principio de alegrías y ahora lleno de desvelos y tristezas, mientras tú, sentado, dejabas pasar mi vida entre sollozo y sollozo, derrochando toneladas de indiferencia, o bueno, ni siquiera eso, tú por mí no derrochabas nada. Me convertí en un cero a la izquierda para ti. 
Me sentía destrozada. Las únicas palabras que recibía ahora de tus labios eran improperios, y frases como “no sirves para nada”, “algún día le echaré un par, y tomaré la mejor decisión de mi vida, abandonarte” “eres una inútil” “estás hecha una vaca, ¿nunca vas a cansarte de engordar?”, “¿por qué no encontrarás a otro te irás con él y me dejarás en paz” y al principio no quería escuchar, pero poco a poco esas palabras fueron grabándose peligrosamente en mi subconsciente.
Al principio me planteaba qué podía haber cambiado en ti para que tu actitud fuese esa, porque tú siempre habías sido encantador y tus palabras nunca eran lo suficientemente buenas para describirme según tus propios comentarios, y de repente todo estaba al revés. Con el tiempo viendo que nada cambiaba empecé a plantearme si era yo el problema, si realmente todas cosas que decías eran ciertas, porque… siempre me habías sido tan sincero…  Primero me preocupé por mi físico, intentaba que al menos me mirases, que dieses ese paso y luego ya poder jugar desde ahí, pero nada; adelgacé, me teñí el pelo, me apunté al gimnasio, hice de todo por volver a gustarte; pero no reparabas en mí y todas aquellas veces que lo hacías era para hacer comentarios desagradables sobre mi burdo intento de volver a parecerte atractiva, así que asumí mi aspecto físico… Bueno, ¿a quién pretendo engañar? Nunca lo conseguí, me veía gorda, fea y desagradable. Ya no confiaba en mí misma, y esto se extendió a mi interior; ahora también me veía como un ser deplorable por dentro, mi autoestima era tan deleznable que apenas podría ser mantenida durante unos meses más. Por aquel entonces, yo estaba al borde de mis fuerzas, sentía que era la mujer más tonta del mundo, porque tú, siendo perfecto como siempre habías sido para mí, no podías ser el problema; pero yo, con mi interminable lista de defectos fácilmente podía serlo, me culpaba a mí misma una y otra vez de todas nuestras discusiones, si es que había, porque hacía tiempo que prácticamente habías dejado de usar la palabra conmigo, no como hacías antes, para sustituirla por besos, si no para darme malas miradas y mostrar el repudio que sentías hacia mi persona. Me incriminaba como única causante de nuestra desgracia, de la muerte de nuestro amor, era mía la responsabilidad.  Ahora parecía que ya no era tu mayor ocupación tu trabajo, si no el intentar hacerme daño, cualquier cosa que hacía, por bien o por mal la tomabas por este último camino, todo te mortificaba, hasta el más sutil movimiento por mi parte era analizado y desprestigiado.
Por eso lloraba, lloraba incansablemente, al fin y al cabo, ¿qué más hacer? Desde el momento en que me dijiste que me amabas por primera vez una cálida noche de verano y yo tímida te respondí que sí, que yo también te amaba, te había entregado mi vida, ahora ya no existía la posibilidad de ser feliz por mí misma. Esperé que un milagro divino te hiciese cambiar de opinión, pero nada de eso ocurrió.
Un fatídico día, de un extrañamente frío noviembre volviste a llamarme, pronunciaste mi nombre, y el mismo escalofrío de siempre recorrió mi espalda, me dijiste que me acercase y yo vacilante te hice caso.
-Mira, tengo que hablar contigo, esto… esto no lleva a ningún lado, ambos lo sabemos, creo que no es necesario que te diga que ya no te amo.
-Pero, pero, pero… No, no rey no- Ineludiblemente las lágrimas discurrían imparables por mis mejillas- No, no lo entiendo, ¿qué ha pasado?, juraste que me amarías para siempre.
-Lo sé… pero solo puedo decirte adiós.
Acto seguido cogiste tu chaqueta y partiste, te internaste en la tenebrosa y sombría ciudad, yo desde la ventana te vi escapar, sabiendo que lo único bueno que había en el mundo, todo lo bueno que yo había sido, desaparecía.
En ese momento, viernes 30 de noviembre, 23.30, todo dejó de tener sentido, el sol se apagó, y empecé a vivir una noche oscura, sin luna, sin estrellas, no había ningún punto del cielo por el que guiarme, me dispuse a aceptar la realidad de que tú me habías abandonado dejando todas tus cosas conmigo, fui a la habitación, cogí esa camiseta rosa que llevabas cuando nos conocimos, me abrace a ella, sentí lo que había sentido en esos momentos, recordé la felicidad, la manché con los ríos de tristeza que ahogaban mi corazón, y me senté.
Ya no había nada que hacer, el espacio como el tiempo habían dejado de tener sentido para mí, todos los relojes marcarían para siempre ese momento, el de mi muerte.

Alba Paredes

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