GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
XXXIX
No digáis que agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas;
pero siempre habrá poesía.
L
Hoy la tierra y los cielos me sonríen,
hoy llega al fondo de mi alma el sol,
hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...
¡hoy creo en Dios!
XL
Asomaba a sus ojos una
lágrima
y a mi labio una frase
de perdón;
habló el orgullo y se
enjugó su llanto,
y la frase en mis
labios expiró.
LXVII
En donde esté una
piedra solitaria
sin inscripción
alguna,
donde habite el
olvido,
allí estará mi tumba.
XXXVIII
¡Los suspiros son aire
y van al aire!
¡Las lágrimas son agua
y van al mar!
Dime, mujer, cuando el
amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
LII
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas
y remotas,
envuelto entre la
sábana de espumas,
¡llevadme con
vosotras!
Ráfagas de huracán que
arrebatáis
del alto bosque las
marchitas hojas,
arrastrado en el ciego
torbellino,
¡llevadme con
vosotras!
Nubes de tempestad que
rompe el rayo
y en fuego ornáis las
desprendidas orlas,
arrebatado entre la
niebla oscura,
¡llevadme con
vosotras!
Llevadme por piedad a
donde el vértigo
con la razón me
arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo
miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
Rimas
La noche estaba serena
y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el
viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles.
Manrique llegó al
claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas
columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos
hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella,
cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.
Había visto flotar un
instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la
mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco.
Corre, corre en su
busca; llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se
detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un
ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va
creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al
fin, en una carcajada, en una carcajada sonora, estridente, horrible.
Aquella cosa blanca,
ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos; pero había brillado a
sus pies un instante, no más que un instante.
Era un rayo de luna,
un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los
árboles cuando el viento movía las ramas.
Fragmento de El Rayo de Luna
El joven montero entreabrió los ojos, sobresaltado. En las ráfagas del
aire y confundido con los leves rumores de la noche, creyó percibir un extraño
rumor. Con precaución apartó un poco las ramas y vio aparecer las corzas, que
en tropel y salvando los matorrales bajaban del monte con dirección al remanso
del río. Delante de sus compañeras iba la corza blanca, cuyo extraño color
destacaba como una fantástica luz sobre el oscuro fondo de los árboles. (…)
Garcés cogió la ballesta entre los dientes, y arrastrándose como una culebra
por detrás de los lentiscos, pero al tender la vista se escapó de sus labios un
involuntario grito de asombro. La luna, que había ido remontándose con lentitud
por el ancho horizonte, estaba inmóvil y como suspendida en la mitad del cielo.
Su dulce claridad inundaba el soto, abrillantaba la intranquila superficie del
río, y hacía ver los objetos como a través de una gasa azul.
Las corzas habían
desaparecido. En su lugar, lleno de estupor y casi de miedo, vio Garcés un
grupo de bellísimas mujeres, de las cuales unas entraban en el agua
jugueteando. (…) Despojadas ya de sus túnicas y sus velos de mil colores, que
destacaban sobre el fondo suspendidos de los árboles o arrojados con descuido
sobre la alfombra del césped, las muchachas discurrían a su placer por el soto,
formando grupos pintorescos, y entraban y salían en el agua, haciéndola saltar
en chispas luminosas sobre las flores de la margen como una menuda lluvia de
rocío. (…) Garcés , creyó ver el objeto de sus ocultas adoraciones: la hija del
noble don Dionís, la incomparable Constanza.
El joven pugnaba en vano por
persuadirse de que todo cuanto veía era efecto del desarreglo de su
imaginación; separó el ramaje que le ocultaba, y de un salto se puso en la
margen del río. . El encanto se rompió, desvaneciose todo como el humo, y al
tender en torno suyo la vista, no vio ni oyó más que el bullicioso tropel con
que las tímidas corzas huían espantadas de su presencia.
— ¡Oh!, bien dije yo que
todas estas cosas no eran más que fantasmagorías del diablo —exclamó entonces
el montero— pero por fortuna esta vez ha andado un poco torpe dejándome entre
las manos la mejor presa.
Y, en efecto, era así: la
corza blanca, deseando escapar por el soto, se había lanzado entre el laberinto
de sus árboles, y enredándose en una red de madreselvas, pugnaba en vano por
desasirse. Garcés la encaró la ballesta; pero en el mismo punto en que iba a
herirla, la corza se volvió hacia el montero, y con voz clara y aguda detuvo su
acción con un grito, diciéndole:
—Garcés, ¿qué haces?
El joven vaciló y, después de
un instante de duda, dejó caer al suelo el arma, espantado a la sola idea de
haber podido herir a su amante. Una sonora y estridente carcajada vino a
sacarle al fin de su estupor; la corza blanca había aprovechado aquellos cortos
instantes para acabarse de desenredar y huir ligera como un relámpago, riéndose
de la burla hecha al montero.
— ¡Ah! condenado engendro de
Satanás —dijo éste con voz espantosa, recogiendo la ballesta con una rapidez
indecible—; pronto te has creído fuera de mi alcance.
Y esto diciendo, dejó volar la
saeta, que partió silbando y fue a perderse en la oscuridad del soto, en el
fondo del cual sonó al mismo tiempo un grito, al que siguieron después unos
gemidos sofocados.
Y fuera de sí, como loco, sin
darse cuenta apenas de lo que pasaba, corrió en la dirección en que había
disparado la saeta Al llegar, sus cabellos se erizaron de horror, las palabras
se anudaron en su garganta. Constanza, herida por su mano, expiraba allí a su
vista, revolcándose en su propia sangre, entre las agudas zarzas del monte.
Fragmento de La Corza Blanca
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ROSALÍA DE CASTRO
Tierra mía, tierra mía
tierra donde me crié,
huertita que quiero tanto,
higueritas que planté,
Pertenece a Cantares galegos
“Negra sombra”
Cuando pienso que te fuiste,
negra sombra que me asombras,
a los pies de mis cabezales,
tornas haciéndome mofa.
Cuando imagino que te has ido,
en el mismo sol te me muestras,
y eres la estrella que brilla,
y eres el viento que sopla.
Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,
Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,
De mí murmuran y exclaman:
—Ahí va la loca soñando
Con la eterna primavera de la vida y de los campos,
Y ya bien pronto, bien pronto, tendrá los cabellos canos,
Y ve temblando, aterida, que cubre la escarcha el prado.
—Hay canas en mi cabeza, hay en los prados escarcha,
Mas yo prosigo soñando, pobre, incurable sonámbula,
Con la eterna primavera de la vida que se apaga
Y la perenne frescura de los campos y las almas,
Aunque los unos se agostan y aunque las otras se abrasan.
Astros y fuentes y flores, no murmuréis de mis sueños,
Sin ellos, ¿cómo admiraros ni cómo vivir sin ellos?
Pertenece a En las orillas del Sar
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GERTRUDIS GÓMEZ DE AVELLANEDA
Te amé, no te amo
ya: piénsolo al menos:
¡nunca, si fuere
error, la verdad mire!
Que tantos años
de amarguras llenos
trague el olvido:
el corazón respire. (…)
Mas, ¡ay!, cuán
triste libertad respiro...
Hice un mundo de
ti, que hoy se anonada
y en honda y
vasta soledad me miro.
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