JUAN VALERA
22 de Marzo.
Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda
felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de saluda mi
padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. (…)
Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la
impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me
parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que
tenía. (…)
Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya
veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no
estoy presente. (…)
Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá
oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende. (…)
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo
sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. (…) Pepita tendrá veinte
años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca
Gálvez, viuda, como Vd. sabe, de un capitán retirado.
19 de Mayo.
Gracias a Dios y a Vd. por las nuevas cartas y nuevos consejos que me
envía. Hoy los necesito más que nunca. (…)
No era sueño, no era locura; era realidad. Ella me mira a veces con la
ardiente mirada de que ya he hablado a Vd. Sus ojos están dotados de una
atracción magnética inexplicable. Me atrae, me seduce, y se fijan en ella los
míos. (…)
Un sentimiento de abnegación se
alza de las profundidades de mi ser, y me llama a sí, y me dice que todo mi ser
debe darse y perderse por el objeto amado. Ansío confundirme en una de sus
miradas; diluir y evaporar toda mi esencia en el rayo de luz que sale de sus
ojos. (…) Mi vida, desde hace algunos días, es una lucha constante.(…) Apenas
me alimento; apenas duermo. (…) No me queda más recurso que huir.
Fragmentos de Pepita Jiménez
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EMILIA PARDO BAZÁN
En el esconce de la cocina, una mesa de roble denegrida por el uso
mostraba extendido un mantel grosero, manchado de vino y grasa. Primitivo, después
de soltar en un rincón la escopeta, vaciaba su morral, del cual salieron dos
perdigones y una liebre muerta, con los ojos empañados y el pelaje maculado de
sangraza. Apartó la muchacha el botín a un lado, y fue colocando platos de
peltre, cubiertos de antigua y maciza plata, un mollete enorme en el centro de
la mesa y un jarro de vino proporcionado al pan. (…)
De nuevo la increpó airadamente
el marqués:
-¿Y los perros, vamos a ver? ¿Y los perros?
Como si también los perros comprendiesen su derecho a ser atendidos
antes que nadie, acudieron desde el rincón más oscuro. (…) Julián creyó al
pronto que se había aumentado el número de canes, tres antes y cuatro ahora;
pero al entrar el grupo canino en el círculo de viva luz que proyectaba el
fuego, advirtió que lo que tomaba por otro perro no era sino un rapazuelo de
tres a cuatro años, cuyo vestido, compuesto de chaquetón acastañado y calzones
de blanca estopa, podía desde lejos equivocarse con la piel bicolor de los
perdigueros, en quienes parecía vivir el chiquillo en la mejor inteligencia y
más estrecha fraternidad.
El chiquillo gateaba por entre las patas de los perdigueros, que,
convertidos en fieras por el primer impulso del hambre no saciada todavía, le
miraban de reojo, regañando los dientes y exhalando ronquidos amenazadores: de
pronto la criatura, incitada por el tasajo que sobrenadaba en la cubeta de la
perra Chula, tendió la mano para cogerlo, y la perra, torciendo la cabeza,
lanzó una feroz dentellada, que por fortuna sólo alcanzó la manga del chico,
obligándole a refugiarse más que de prisa, asustado y lloriqueando, entre las
sayas de la moza, ya ocupada en servir caldo a los racionales. Julián se
compadeció del chiquillo, y, bajándose, le tomó en brazos, pudiendo ver que a
pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del
mundo.
-¡Pobre! -murmuró cariñosamente-. ¿Te ha mordido la perra? ¿Te hizo
sangre? (…)
Reparó el capellán que estas palabras suyas produjeron singular efecto
en el marqués.
-¡Farsante! -gritó-. Ni siquiera te ha tocado la Chula. ¿Y tú, para qué
vas a meterte con ella? Un día te come media nalga, y después lagrimitas. ¡A
callarse y a reírse ahora mismo! ¿En qué se conocen los valientes?
Diciendo así, colmaba de vino su
vaso, y se lo presentaba al niño que, cogiéndolo sin vacilar, lo apuró de un
sorbo. El marqués aplaudió (…)
-¿Y no le hará daño tanto vino? -objetó Julián, que sería incapaz de
bebérselo él.
-¡Daño! (…) Déle usted otros
tres, y ya verá...
Fragmento de Los pazos de Ulloa
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BENITO PÉREZ GALDÓS
Una noche, cuando menos se le esperaba, apareció al fin avergonzado,
compungido, la ropa hecha jirones, imagen del hijo
pródigo. Con la alegría de verle, no fue la severidad de Isidora tan grande
como cumplía, y le perdonó. Tenía Mariano entre sus maldades, desarrolladas por
el abandono, algunas cosas buenas, y la cualidad mejor era la franqueza con que
confesaba sus delitos sin ocultar nada. (…) Todo cuanto había hecho en la
semana lo contó puntualísimamente; pero ninguna parte de aquella Odisea de
travesuras causó tan penoso efecto en el alma de la señorita de Rufete como
estas palabras:
«Estuve en casa de mi tía Encarnación, ¿sabes?..., y mi tía Encarnación
y la tía Palo -- con -- ojos comían juntas; y mí tía Encarnación me
dijo: «Anda, pillete, anda con tu hermana a que te dé de comer y te vista de
señorito, pues bien puede hacerlo». Entonces mi tía Encarnación y la tía Palo
-- con -- ojos se pusieron
a hablar de ti, y mi tía Encarnación dijo que tú tienes un novio marqués que te
da mucho dinero».
Isidora se quedó yerta; pero como el mostrar enfado por aquel ultraje
habría sido ocasión de que entrara más en malicia el chico, harto malicioso ya,
fingió tomar a broma el caso, aunque le destrozaba el alma, y se echó a reír. (…)
Isidora, que recibió del marqués de Saldeoro otra visita platónica y una nueva
remisión de fondos por cuenta, al parecer, del Canónigo, salió de aquella
sombría situación de escaseces y apuros; pagó sus deudas, compró un Diccionario
de la Lengua castellana y llevó a su hermano al teatro, de lo que este recibió
tanto gusto, que en algunos días apareció como transformado, encendida la
imaginación por las escenas que había visto representar, y manifestando vagas
inclinaciones al heroísmo, a las acciones grandes y generosas. Contenta Isidora
de esto, comprendió cuánto influye en la formación del carácter del hombre el
ambiente que respira, las personas con quienes tiene roce, la ropa que viste y
hasta el arte que disfruta y paladea.
Animada Isidora al ver que no carecía su hermano de algún fundamento
bueno y sólido para construir en él la persona decente, determinó que no
corriera un día más sin ponerlo en un colegio. Pasados Reyes, el señorito fue
confiado a un profesor que apacentaba su rebaño de chicos en un colegio de la
calle de Valverde. Mal, muy mal le supo al de Rufete la sujeción, porque sobre
todos sus instintos malos y buenos dominaba el de la vagancia y el gusto de
correr por calles y caminos, con cierto afán como de buscar aventuras. La
mortificación de su amor propio al ver que le eran muy superiores niños de
menos edad que él, aumentaba el horror que hacia el colegio y su maldito
profesor sentía. (…) La poca estimación que se le tenía mató en él sus escasos
deseos de aprender. Concluyó por despreciar el colegio como el colegio le
despreciaba a él, de donde vino su costumbre de hacer novillos, la cual aumentó
de tal modo que, sin saberlo su hermana, dejó de asistir un mes entero al
estudio.
En aquellos días de aventuras y pilladas y esparcimiento, cualquiera
que hubiese tenido interés en seguir los pasos de este desgraciado chicuelo le
habría visto encaramándose en la verja de la puerta principal de la Plaza de
Toros para alcanzar a ver algo del ensayo de la mojiganga, o bien jugando en
los tejares adyacentes, o en el río entre las lavanderas. En sus compañías, que
al llegar al colegio fueron de niños decentes, descendió poco a poco hasta el
más bajo nivel, concluyendo por incorporarse a las turbas más compatibles con
su fiereza y condición picaresca.
Fragmento de La desheredada
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LEOPOLDO ALAS “CLARÍN”
Celedonio, ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba
asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el colmillo
a la plazuela; y si se le antojaba, disparaba chinitas sobre algún raro
transeúnte, que le parecía del tamaño y de la importancia de un ratoncillo.
Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y les inspiraba un
profundo desprecio de las cosas terrenas.
-¡Mira tú, Chiripa, que dice que pué más que yo! -dijo el monaguillo,
casi escupiendo las palabras; y disparó media patata asada y podrida a la calle
apuntando a un canónigo, pero seguro de no tocarle.
-¡Qué ha de poder! -respondió Bismarck, que en el campanario adulaba a
Celedonio y en la calle le trataba a puntapiés y le arrancaba a viva fuerza las
llaves para subir a tocar las oraciones. (…)
- Mia, chico, ¿quiés que le atice al señor Magistral que entra ahora?
-¿Le conoces tú desde ahí?
-Claro bobo; le conozco en el menear los manteos. Mia, ven acá. ¿No ves
cómo al andar le salen pa tras y pa lante? Es por la fachenda que se me gasta. (…)
-¡El Laudes! -gritó Celedonio-; toca, que avisan.
Y Bismarck empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del
formidable badajo. (…)
Empezaba el otoño. Los prados renacían, la hierba había crecido fresca
y vigorosa con las últimas lluvias de septiembre. Los castañedos, robledales y
pomares, que en hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle,
se destacaban sobre prados y maizales con tonos oscuros; la paja del trigo,
escaso, amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas
quintas de recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle, reflejaban la
luz como espejos. (…)
Alguien subía por el caracol.
Los dos pilletes se miraron estupefactos. ¿Quién era el osado?
-¿Será Chiripa? -preguntó Celedonio entre airado y temeroso.
-No; es un carca, ¿no oyes el manteo?
Bismarck tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un
rumor silbante, como el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo
apareció por escotillón; era el de don Fermín de Pas, magistral de aquella
santa iglesia catedral y provisor del Obispado. El delantero sintió
escalofríos.
Pensó:
-¿Vendrá a pegarnos?
No había motivo, pero eso no importaba. El vivía acostumbrado a recibir
bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él don Fermín
era un personaje de los más empingorotados, se le figuraba Bismarck usando y
abusando de la autoridad para repartir cachetes.
Fragmento de La Regenta
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