Con su permiso, en las próximas semanas hablaré de algunos libros clásicos, de esos que son buenos para el verano. En realidad, para todo el año, para toda la vida.
Y si hubiera que hacer una lista de los grandes libros de aventuras de todos los tiempos, La vuelta al mundo en 80 días figuraría, sin ninguna duda, entre los primeros. La historia de Phileas Fogg, el rico londinense que hace una apuesta después de leer un reportaje en el periódico, lo tiene todo. Con el lenguaje que ahora es común, diríamos que estamos ante la aventura global.
Al tiempo, es una reivindicación de la modernidad, porque ese es el espíritu que impregna el libro: la humanidad había llegado en ese momento, segunda parte del siglo XIX, a tal grado de desarrollo que era posible recorrer el planeta en solo 80 días. Ahora la idea nos produce una sonrisa, pero en su momento era una aventura extraordinaria, que Verne diseñó con todo lujo de detalles. En esta novela, como en todos los grandes libros (y cómo no considerar a Verne uno de los grandes, si es el segundo autor más traducido de la historia) hay de todo: viajes, humor, intriga, amor, violencia, compañerismo, solidaridad, ciencia…
Es un libro extraordinario para los jóvenes, pero también para los mayores, sobre todo si es una relectura. Es imposible deslizar los ojos por sus páginas y no sentirse parte de esa aventura, no subir a un barco para cruzar el Atlántico o a un elefante para atravesar un bosque en la India. O no disfrutar leyendo cómo Fogg ordena desarbolar un buque para tener combustible con el que alimentar las calderas o cómo un incidente en un tren está a punto de echar a pique la aventura. Y todo ello protagonizado por un personaje que, según nos enteramos el comienzo del relato, despidió a su anterior mayordomo porque el puso el agua para afeitarse un par de grados más caliente de lo que él había solicitado. ¡Qué gran personaje y qué gran historia de aventuras!
(Publicado en elcorreo.com)
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